Rodrigo Rivera Fournier
Cuando el personal de la Casa Blanca le preguntó a Donald Trump qué tipo de mascota deseaba tener, y su respuesta fue que ninguna, no solo contravino la idea norteamericana de que la Presidencia debe personificar los valores y tradiciones del ciudadano medio, sino que representó hasta en lo trivial, el arribo a lo más alto, de un estilo político consistente en decir y hacer cosas que en algún momento se juzgaron impropias del poder y el juego democrático.Si bien no fue él quien inició la conducta, con su concurso adquirió difusión global.
Un ejemplo destacado de tales comportamientos, y su adopción como estrategia permanente, fue el por veinte años representante de Georgia por los republicanos en el Congreso de los Estados Unidos y que en 1995 alcanzó a ser Presidente de la Cámara de Representantes. El profesor Newt Gingrich quien aconsejaba a los activistas y jóvenes voluntarios de su partido a “abandonar la charla suave y cortés de boy scouts, buena para el asado de malvaviscos alrededor de la fogata, pero patética en la política”. Según su criterio lo que necesitaba el partido eran personas que entendieran la política como una guerra y consecuentemente a los adversarios como enemigos que había que desaparecer.
Promovió el uso de una retórica dura y en el decir de muchos desmesurada. Calificó al Congreso al que pertenecía, de corrupto y de estar enfermo y acusó a sus rivales demócratas de ser traidores a su país. Difundió sus tácticas distribuyendo mensualmente cintas de audio para la formación política de los candidatos del partido, en las que recomendaba el uso de términos peyorativos para descalificar a los demócratas, diciéndoles “patéticos”, “enfermos”, “anti-familia”, “corruptos” y “saqueadores ávidos de distribuir la riqueza ajena”. Impulsó la llamada revolución republicana que logró recuperar la mayoría en la Cámara de Representantes después de 40 años, convirtiéndose en modelo de la nueva generación de diputados y senadores republicanos, cuya ideología de derecha religiosa y aversión al diálogo y al compromiso han ayudado a liquidar los heredados usos y costumbres del Congreso y la política de los Estados Unidos. Estas estrategias son las responsables de la grave polarización que aqueja ese país y su creciente incapacidad a pesar de su enorme riqueza de solucionar sus problemas sociales y liderar adecuadamente la escena internacional.
Usos y costumbres que Levitsky y Ziblatt autores del ya clásico best-seller “Cómo mueren las democracias”, refieren como normas no escritas de comportamiento, indispensables para el adecuado funcionamiento de la democracia. La tolerancia del opositor, el entenderlo como un adversario legítimo con derecho a existir y disentir, además de la autocontención en el ejercicio del poder son señaladas por los respetados autores como prácticas compartidas que hacen una contribución esencial al funcionamiento de las instituciones democráticas. Normas que van desde la cortesía, como el conceder oportunamente la victoria al vencedor, mostrar magnanimidad y conciliación si se ha obtenido el triunfo, abstenerse de ofrecer encarcelar al candidato opositor o destruir los medios de comunicación que publicaron reportajes mortificantes o se alinearon con el oponente, no denigrar los organismos de control ni inventar fraudes electorales, hasta no usar un lenguaje de insultos en la cámara legislativa, son parte de esto. Proclamar constantemente y practicar efectivamente el diálogo con la oposición sin segregar partes de ella a las que se espera desaparecer.
La experiencia histórica confirma que no hay en la mejor constitución, en las instituciones o en la cultura algo que nos inmunice contra la quiebra democrática, porque ésta es frágil y depende tanto de rituales y actitudes no escritas como de la ley y las cortes de justicia.
El profesor y expolítico canadiense Michael Ignatieff en su ensayo The Politics of Enemies, nos dice que la tentación de tratar al adversario como un enemigo es irresistible, pero que es esa tentación la que en los sistemas democráticos para existir necesitan controlar. Que entre los temas menos estudiados dentro de la política en democracia se encuentran los rituales, las prácticas y hábitos desarrollados a través de los años para prevenir que la natural competencia se convierta en destructiva para el mismo sistema democrático. También nos advierte del grave error en que incurren los líderes democráticos usando el lenguaje violento que desciende a la ciudadanía calentando los conflictos partidistas. Es riesgo y efectos graves de la táctica populista, que básicamente consiste en proclamarse vocero de un pueblo victimizado por una élite corrupta cuyo contenido varía, los mandos medios, la prensa canalla, los ticos con corona, los expresidentes apátridas que escupen la bandera, los parlamentarios que no obedecen y se pliegan a la voz de la Gorgona, en fin…lo que nos lleva a ver el espectáculo de una Presidenta Ejecutiva que llega a integrarse a una turba vociferante que le grita desde la calle corruptos y vendidos a los magistrados de la Sala Constitucional porque no le resuelven un recurso como y cuando ella quiere.
En estos diecinueve meses los ciudadanos hemos presenciado las expresiones públicas de desprecio a un rector universitario, el intento de convertir un órgano técnico prestigioso como la Procuraduría General en un órgano persecutor de quien su gracia determine, la destitución de funcionarios con los que se discrepa en lineamientos de política pública interponiéndoles causas penales, el que se desautorice toda crítica de cualquier medio de comunicación como canalla y el pretender disculpar el descomedimiento diciendo que “la gente les dice así también”. Lidiamos con la abierta mentira de logros fabricados por el ministro autoproclamado como sucesor.
No hay interés de persuadir ni dialogar ni integrar la visión de los opositores, solo la de mantener activos a los partidarios, quienes bajo la sospecha de que son pagados desde el poder, inundan las redes sociales con mensajes de violencia y exterminio cuyas consecuencias hoy son impredecibles. Si algo hay que atribuirle al gobierno, es la contribución a la llamada “espiral del descrédito”, que será tema de otra ocasión.