En el siglo XXI, las grandes corporaciones tecnológicas, conocidas como Big Tech, han emergido como fuerzas que trascienden los Estados-nación, rediseñando las bases del poder global. Empresas como Google, Meta, Amazon, Apple y Tesla no solo acumulan riqueza: concentran datos, moldean narrativas y reescriben las reglas del sistema internacional.
Históricamente, los imperios basaban su poder en el control de territorios, recursos y poblaciones. Hoy, el nuevo imperialismo ya no requiere ejércitos: necesita algoritmos. Las Big Tech han creado un espacio “metaestatal” donde la soberanía nacional es irrelevante frente al control de datos. Cada clic, transacción e interacción digital alimentan un ecosistema donde estas corporaciones no solo registran la actividad humana, sino que la predicen y manipulan.
Su influencia se manifestó claramente durante las elecciones en Estados Unidos, donde los líderes de las Big Tech han participado como invitados clave en eventos políticos de alto nivel, incluida la reciente toma de posesión del presidente Trump, consolidando su rol como socios estratégicos del poder. Este acceso refleja cómo las corporaciones pueden influir en las políticas de una superpotencia.
Los Estados Unidos consolidan su posición como potencia global no solo por su dominio económico y militar, sino también a través de líderes tecnológicos como Elon Musk. Musk encarna una nueva forma de liderazgo: influir directamente en decisiones de Estado mientras redefine el juego global.
Musk demostró su influencia al desplegar su red de satélites Starlink en Ucrania, garantizando conectividad en medio de la guerra. Su capacidad para actuar como entidad “metaestatal” lo posiciona como actor esencial en las decisiones estratégicas de Estados Unidos. No sería descabellado imaginar a Musk interviniendo en políticas de ciberseguridad, comercio internacional y exploración espacial, consolidando el dominio estadounidense.
Meta, la desinformación y las decisiones políticas
El rol de Meta en la moderación de contenido también es significativo. Su modelo basado en “notas comunitarias” ha generado críticas por su ineficacia para combatir la desinformación en elecciones. Estudios recientes muestran que este sistema no logra frenar la propagación de noticias falsas en las primeras etapas, lo que impacta la opinión pública y los resultados electorales.
El escándalo de Cambridge Analytica recordó cómo las Big Tech pueden influir en el comportamiento político de las masas. En ese caso, datos de millones de perfiles de Facebook fueron usados para crear campañas personalizadas que influyeron en elecciones clave, incluida la de Estados Unidos en 2016.
Funciones que van más allá de los algoritmos
Las grandes tecnológicas no solo participarán, sino que asumirán funciones propias del Estado: sistemas educativos administrados por plataformas de aprendizaje automático que prioricen contenidos según patrones de rendimiento; sistemas de salud gestionados por algoritmos predictivos, como Google Health, capaces de anticipar epidemias o predecir enfermedades; tribunales digitales que resuelvan disputas en segundos, reduciendo la necesidad de sistemas jurídicos tradicionales…
Tesla no solo fabrica coches; su antes citada red de satélites Starlink proporciona conectividad global, ofreciendo infraestructura crítica que puede sustituir redes estatales. Meta no solo conecta personas; está construyendo un metaverso donde las realidades paralelas podrían convertirse en espacios esenciales para la educación, el comercio y las relaciones sociales.
El control de estas esferas plantea una pregunta inquietante: ¿qué sucede cuando una sola corporación puede desactivar infraestructuras críticas de un país con una decisión ejecutiva? En 2022, Elon Musk amenazó con retirar Starlink de Ucrania en medio de un conflicto, dejando claro que su poder no está limitado por fronteras ni gobiernos. La convergencia de poder económico, tecnológico y social convierte a los líderes de estas empresas en una nueva clase de soberanos, capaces de dictar no solo mercados, sino también reglas globales.
¿Donde queda la UE en todo esto?
Mientras Estados Unidos y China se enfrentan en esta nueva guerra fría tecnológica, la Unión Europea parece atrapada en un lamento existencial, construyendo muros de arena frente a un tsunami digital. La incapacidad europea para desarrollar gigantes tecnológicos propios es una amenaza existencial.
La infraestructura crítica europea está controlada por actores externos. Amazon administra gran parte de los datos en la nube europea, mientras Google y Meta dominan el flujo informativo. En esta ocupación digital, los ciudadanos europeos son simples usuarios sujetos a las reglas de corporaciones bajo marcos jurídicos estadounidenses o chinos.
La UE necesita un “Plan Marshall Digital” para fomentar plataformas propias, priorizar soberanía tecnológica y consolidar alianzas entre Estados miembros. Este plan debe ir más allá de la tecnología, estableciendo un modelo europeo de gestión digital que combine innovación y regulación.
Si la Unión Europea no actúa ahora, en una década podría convertirse en un continente-museo, admirado por su historia, pero irrelevante en el futuro global. La batalla por el poder no se librará con armas tradicionales, sino con líneas de código. Las Big Tech ya lo saben; la Unión Europea debe aprenderlo rápido.
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