Enrique Gomáriz Moraga
En el escenario latinoamericano las sanas reglas del juego político pueden retorcerse, pero, afortunadamente, no demasiado. Especialmente en países profundamente divididos, como es el caso de la mayoría actual de la región. Esa es una lección que muchos se empeñan en desconocer desde Rio Grande hasta Tierra de Fuego. Y los últimos acontecimientos dramáticos en el Perú vienen a recordarlo.Posiblemente, el tercer intento de vacancia, impulsado en el Congreso peruano por los partidos de la oposición, no hubiera obtenido los votos suficientes para destituir al presidente Castillo, pero ante la posibilidad de que sus antiguos aliados le jugaran una mala pasada, el mandatario optó por forzar las reglas del juego y disolver el Congreso solo horas antes de que se votara la moción de vacancia. Una fuga hacia adelante que solo le ayudó a descubrir lo aislado que estaba. Desde la cúpula militar hasta los diputados de su propio partido, Perú Libre, rechazaron la maniobra presidencial. Hoy Castillo sigue abandonado y solo en la misma cárcel donde también se encuentra el expresidente Fujimori.
Cuando la prensa y los observadores tratan de explicar cómo es posible que se haya llegado a esta situación, ponen el acento en la incapacidad de Castillo para gobernar el país. Y es cierto que su conducción errática de los asuntos públicos constituye un factor fundamental para explicar esta crisis. El recuento de este año y medio de presidencia muestra una acumulación de bandazos y rupturas espectacular. Ha formado en este breve plazo cinco gobiernos, unas veces con representantes radicales y otras con moderados e incluso conservadores. La última ruptura sonada fue con el estratega de su proyecto, Vladimir Cerrón, el hombre que conformó el partido Perú Libre y llevó a Castillo a la presidencia.
Indudablemente, esa incapacidad de orientar la nave del país es una poderosa razón explicativa del trance actual. Pero no es la única y quizás no es la más profunda. Creo que la causa fundamental refiere al desconocimiento del mandatario electo en junio de 2021 de la verdadera composición política del país. Resulta chocante que los medios de comunicación tiendan hoy a olvidarse que Castillo gano la segunda vuelta con el 46,8% de los votos, frente a los 46,6% de su oponente, Keiko Fujimori, de Fuerza Popular. Es decir, cuando Castillo llega al Palacio de Gobierno de Lima encuentra un país radicalmente dividido. Eso representaba para Castillo un dilema considerable: ¿debía llevar adelante el programa izquierdista por el que había sido elegido o, a la vista de la división patria, debería moderarlo para intentar alguna suerte de reunificación del país?
En el fondo, ese es el mismo dilema que enfrentan los nuevos gobiernos progresistas en Brasil, Colombia, Chile y Argentina. Por eso sigo sosteniendo que América Latina no está viviendo una nueva oleada progresista como sucedió al inicio de este siglo. El ejemplo de Lula es paradigmático. Su primer gobierno fue el resultado de un corrimiento del electorado hacia posiciones progresistas, ganó las elecciones con más del 60% de los votos. Hoy, sin embargo, apenas supero la mitad del electorado. Tanto Petro, como Boric, Fernández o Lula, ya saben que tendrán que gobernar un país profundamente dividido, política y culturalmente. Lo que no está tan claro es si son plenamente conscientes de las consecuencias que ello significa en la práctica ejecutiva.
El drama que hoy vive el Perú debiera ser un aviso para navegantes, una lección aprendida que no habría que desconocer. Todo indica que tratar de impulsar un programa izquierdista en un país radicalmente dividido presenta enormes riesgos, que pueden conducir a la búsqueda de caminos erráticos, como le ha sucedido de forma exagerada a Castillo. La tarea que tienen por delante los gobiernos de corte progresista en la región es complicada. Lejos de impulsar a fondo los programas izquierdistas, deben lograr un equilibrio entre una ejecución moderada de esos programas y acuerdos amplios con las fuerzas de oposición para evitar una polarización que conduzca a la ingobernabilidad de sus países. El abismo al que hoy se asoma el Perú debiera ser un poderoso aviso para muchos gobiernos circundantes.