Carlos Alberto Adrianzén
La distancia entre Pedro Castillo y Keiko Fujimori parece haberse reducido. El miedo de las elites ante un posible gobierno del «Profe Castillo», como lo llaman sus partidarios, se expresa en las diatribas contra el «comunismo» y en unos medios de comunicación que han decidido romper las tenues fronteras que los separaban de la propaganda política. Pero el fantasma del comunismo convive con el fantasma, más real, del fujimorismo.
El domingo 30 de mayo se hicieron públicas las tres últimas encuestas de opinión que podrán ser publicadas en Perú antes de las elecciones del 6 de junio. Todas ellas, puntos más, puntos menos, coinciden en que el candidato de Perú Libre, Pedro Castillo, sigue adelante y en que la distancia frente a Keiko Fujimori, de Fuerza Popular, se ha reducido en esta última semana. Quizás la única discrepancia entre las mediciones sea respecto del momento en que se habría producido el empate estadístico. Por ejemplo, el Instituto de Estudios Peruanos (IEP) daba la semana pasada diez puntos de diferencia entre ambas candidaturas; hoy ese margen se ha reducido a dos puntos. El resto de las encuestadoras ya situaban en situación de empate técnico a ambas candidaturas hace varias semanas.
Sin embargo, los porcentajes no dan cuenta de la magnitud de lo sucedido en Perú en las últimas ocho semanas. Los resultados de la primera vuelta han colocado en la segunda a dos candidatos que despiertan los dos «antis» más importantes del país: hay que recordar que Castillo y Fujimori pasaron a la segunda vuelta el 11 de abril pasado con 18,92% y 13,4% respectivamente. Hoy, el antifujimorismo y el antiizquierdismo tiñen la contienda electoral a lo largo y ancho del país. Con estas identidades políticas en pugna, la campaña no ha hecho más que aumentar sus niveles de polarización en un contexto social empobrecido.
El miedo de las elites ante la supuesta amenaza que encarnaría Castillo, un maestro rural que se hizo conocido en el país por el movimiento huelguístico de 2017 y que desviaría al país del camino democrático y del respeto a la propiedad privada, las hizo meterse de manera directa en la espiral de polarización política que vive el país. Así, los principales medios de comunicación y líderes empresariales se han plegado con poco decoro a la campaña de Fujimori en contra de la amenaza comunista.
En este marco, las iniciativas se han multiplicado, desde una serie de pasacalles a favor de la «democracia» y contra el «comunismo» hasta una masiva caravanas de autos de sectores poco afectos a movilizarse que acabó en la zona central de Lima y logró congregar a unas 5.000 personas. Iniciativas más descentralizadas fueron piquetes barriales y pegatinas de afiches en autos y bicicletas. Y, ya rayando en el delito, hay presiones patronales sobre los trabajadores para que voten por Fujimori. Estas presiones van desde explicar en qué consiste el modelo chavista/comunista hasta directamente afirmar que la victoria de Castillo obligará al despido y eventualmente el cierre de operaciones, en una profecía autocumplida.
Los medios han decidido romper las tenues fronteras que los separaban de la propaganda política. En una reciente encuesta del IEP, 59% de los encuestados señaló que los medios ofrecían una cobertura electoral parcializada. De ese grupo, 79% pensaba que la cobertura estaba sesgada a favor de la candidatura de Keiko Fujimori. Un ejemplo es la cobertura del Grupo El Comercio, que ha puesto sus diferentes medios gráficos y audiovisuales al servicio de la campaña negativa contra Castillo.
Desde la vereda de enfrente, el antifujimorismo se ha vuelto a activar durante estas elecciones. No obstante, este movimiento clave para inclinar la balanza en los últimos dos procesos electorales (en los que también se postuló Keiko Fujimori) no demuestra hoy el mismo músculo.
La primera razón hay que buscarla en los efectos que causó el naufragio del gobierno de Pedro Pablo Kuczynski, y especialmente en el irregular indulto «humanitario» que el mandatario le otorgó durante su gobierno a Alberto Fujimori, condenado por violaciones de derechos humanos (la medida fue posteriormente anulada). La «traición» de Kuczynski al antifujimorismo no solo quebró el vínculo entre ambos, sino que puso sobre la mesa la debilidad del clivaje fujimorismo/antifujimorismo como frontera política. En un contexto de desaceleración, el acuerdo respecto al proyecto económico terminó uniendo a una parte del fujimorismo con el gobierno de Kuczynski. En segundo lugar, la distancia ideológica y social entre Castillo y el antifujimorismo en su conjunto es mayor que la que existió antes respecto a otras opciones por las que se inclinó en el pasado este bloque sociopolítico. En esta elección, este «bloque» ha sufrido defecciones: un sector ha visto en Castillo una amenaza autoritaria y ha decidido plegarse a la alternativa fujimorista o ha migrado al voto nulo. Por último, el propio Castillo no se identifica claramente con esa frontera política. Su eslogan «No más pobres en un país rico» y sus discursos públicos enfatizan una ubicación distinta, situada en un eje distributivo e identitario (andinos/provincianos versus criollos/capitalinos).
Dicho esto, el principal escollo que enfrenta la candidatura de Keiko Fujimori es la propia candidata. Han sido permanentes sus intentos de acercarse al electorado a través de repetidos mea culpa respecto a su comportamiento político pasado, en especial, durante el periodo parlamentario 2016-2019, por ejemplo, la arbitraria censura que sufrió el entonces ministro de Educación Jaime Saavedra a inicios del gobierno de Kuczynski. Sin embargo, estos pedidos de disculpa han caído hasta ahora en saco roto.
Frente a la reconciliación con su hermano Kenji escenificada en un acto público, a su episodio de iluminación religiosa durante su paso por la prisión debido a supuestos vínculos con el caso Odebrecht, o a su pedido de disculpas por las injustas censuras a antiguos ministros del gobierno de Kuczynski desde el bloque de Fuerza Popular en el Congreso, la respuesta ha sido la misma: la mayor parte de los encuestados no cree en ninguno de esos actos de contrición pública.
En contrapartida, esos mismos sondeos indican que los encuestados consideran, por escaso margen, que el plan de Keiko Fujimori es mejor en varios puntos que el de Castillo. De esto se puede deducir que el problema fundamental de Fujimori es de credibilidad. Consciente de ese problema, la candidata ha buscado durante la campaña resolver esta debilidad acercándose a figuras como Mario Vargas Llosa -quien siempre fue un referente del antifujimorismo desde el liberalismo- y firmando una serie de compromisos públicos en favor de la democracia.
Del lado del «Profe Castillo», como lo llaman sus partidarios, el principal problema es el desorden de la campaña. Es obvio que tanto para el candidato como para el partido Perú Libre la segunda vuelta ha sido una enorme sorpresa. Ni el candidato ni su equipo de campaña estaban preparados para enfrentar un balotaje. Pese a su carisma, Castillo carece de un equipo que dé solidez a su candidatura: si bien mejoró en algunos aspectos desde la sorpresa del 10 de abril, lo que se aprecia es una campaña llena de marchas y contramarchas.
Por otro lado, y como es muy común en la política partidaria peruana, Castillo no es militante orgánico del partido por el que se postula. De hecho, según algunas versiones, la de Perú Libre no fue la primera puerta que tocó entre las diversas fuerzas de la izquierda. Este partido, encabezado por el ex-gobernador regional de Junín Vladimir Cerrón, tiene dificultades de coordinación con el candidato presidencial, las cuales han desembocado en sucesivas tensiones entre las estructuras partidarias, los equipos que se han organizado en torno del candidato y las fuerzas políticas que se han sumado a la candidatura de Castillo, como Juntos por el Perú, liderado por Verónika Mendoza. Estas tensiones y descoordinaciones, sumadas a los errores de un candidato sin experiencia en una contienda presidencial, han producido una serie de errores que han mellado su capacidad de convencer a una parte del electorado. Uno de los ataques más frecuentes contra la candidatura de Castillo ha consistido en contraponer sus dichos al plan del gobierno presentado ante la autoridad electoral. Este último documento, en realidad el ideario de Perú Libre preparado por Cerrón, reine al partido con la etiqueta «marxista-leninista».
Si bien es imposible decir hoy quién resultará victorioso el próximo domingo 6 de junio, una certeza que se abre en el escenario peruano es que la crisis que vive el país continuará, pero ciertamente bajo ropajes distintos. En el caso de que sea Castillo el vencedor, probablemente consiga una primera mayoría parlamentaria capaz de bloquear cualquier pedido de vacancia presidencial que busque sacarlo del poder. Sin embargo, desde el día uno tendrá la activa oposición, no solo del fujimorismo y sus aliados políticos, sino también de los medios de comunicación y los gremios empresariales.
Castillo debería hacer frente también a una compleja situación sanitaria y a un país donde la pobreza ha retrocedido a niveles de hace una década, todo esto en el marco de una fuerte corrida cambiaria y una intensa salida de capitales. A la necesaria reactivación económica se le sumará la crisis política que producirá la potencial convocatoria de una Asamblea Constituyente que dote a Perú de una nueva Carta Magna, lo que ha sido uno de los principales ejes de su campaña.
La ruta para tal convocatoria es todo menos clara. Es posible que Castillo busque convocar un referéndum directamente, lo que podría ser bloqueado por el Tribunal Constitucional. Pero también podría intentar una ruta más larga, y reformar primero la actual Constitución para incluir el mecanismo de Asamblea Constituyente. Pero esto último requiere de una votación calificada en el Congreso, seguida de un referéndum popular.
La tentativa de convocar una Asamblea Constituyente podría terminar por elevar el voltaje político, y ahí el desenlace del posible gobierno de Castillo es abierto. Si no logra convocarla porque no consigue los 66 votos del Congreso, podría forzar alguna figura más difusa,lo que lo expone a intentos de vacancia e incluso de salidas extraconstitucionales. La otra gran posibilidad es que Castillo decida seguir la ruta de Ollanta Humala y pactar un gobierno con el establishment para que continúe el «modelo peruano» en piloto automático. Pero si esa ruta mostraba ya serias limitaciones hace unos años, hoy directamente atentaría contra la estabilidad de su gobierno y probablemente produciría una fractura en su bloque parlamentario, lo que dejaría a Castillo a merced de la mayoría opositora en el Parlamento.
En el caso de Keiko Fujimori, su potencial victoria también entraña una serie de escollos, y el principal de ellos es un agotamiento del modelo de relación entre Estado, mercado y sociedad. Ello se ha verificado ya en las protestas callejeras de 2020 y en las sucesivas crisis políticas. La potencial relación con la «calle» de Keiko Fujimori puede ser especialmente conflictiva en un momento de agudización de la pobreza, con una izquierda fortalecida y una sociedad civil que no le es particularmente favorable (con menos de 15% de los votos en la primera vuelta, la mayoría de los votos de la candidata serían «prestados», como un supuesto mal menor frente al «peligro comunista»).
Se debe recordar además que Fujimori y una parte de la plana mayor del fujimorismo enfrentan una serie de investigaciones judiciales que precisamente en estos meses debería entrar a una etapa de juicio oral. La fiscalía ha solicitado para la candidata una pena de 30 años de cárcel por delitos vinculados al supuesto lavado de activos.
Recordemos que, como afirma Aníbal Pérez-Liñán, cuando se juntan bajos niveles de aprobación, casos de corrupción que explotan en la opinión pública y una difusión significativa por parte de los medios de comunicación, se abre la puerta del juicio político. En este escenario, la ausencia de una mayoría propia en el Parlamento podría pavimentar el camino a una vacancia presidencial que abra un nuevo capítulo en la crisis que vive el país.
Los pobres resultados del conjunto de candidaturas, incluidas las dos que han pasado al balotaje, no han permitido construir una mayoría política. El punto de partida de cualquiera de las dos presidencias será de debilidad. Sin la fuerza política necesaria para cerrar la crisis tras las elecciones, el fin de esta deberá intentarse desde el poder.
El fujimorismo podría buscar reconstruir su hegemonía política desde el gobierno, estabilizando su relación con los sectores populares mediante una batería de programas sociales, y con los sectores altos mediante la desregulación de los mercados y la apertura de espacios de generación de rentas extraordinarias, rehabilitando la coalición que le permitió gobernar al primer fujimorismo: un pacto con los de arriba y los de abajo.
Más allá del festival de programas sociales ofrecido por Fujimori, la impresión que queda es que no apostará por un Estado que gane mayores niveles de autonomía y capacidad. Curiosamente, la coyuntura crítica podría cerrarse manteniendo el statu quo que hoy dicta el funcionamiento del país. Con el fujimorismo reordenando el tablero partidario y un Estado igual al actual, solo que con mayores programas sociales. En mi opinión, esa ruta no es sostenible en el largo plazo, pero como dijo el buen Keynes, en el largo plazo ya estamos todos muertos.
Desde la vereda opuesta, la victoria de Castillo ofrece un resultado incierto. Por delante tiene el reto de reordenar el sistema político en torno de un amplio bloque de izquierda. Además, debe forjar una coalición sociopolítica que le permita gobernar y que eventualmente pueda ser movilizada en caso de amenaza. Este agrupamiento contará ciertamente con los sectores campesinos y las capas medias provinciales (especialmente de las zonas andinas), pero deberá atraer a los sectores pobres urbanos y a una porción de las clase medias bajas de la ciudad capital. Todo esto, en un marco de mucha agresividad desde arriba.
Si logra la rearticulación del orden político en torno de sí y de un bloque de izquierda, queda por ver qué hará con la otra parte de la ecuación. Si la redefinición de la relación entre el Estado, el mercado y la sociedad se queda únicamente en un nuevo «pacto constitucional», la nueva trayectoria se topará rápidamente con sus propios límites.
Si Castillo entiende el Estado únicamente como una herramienta que ahora se pone al servicio del pueblo, cuando antes estuvo al servicio de los poderosos, probablemente fracasará. Si no aprovecha el tiempo en el poder para darle al Estado mayores niveles de autonomía y capacidad burocrática, quizás repitamos la historia de la región: Estados que deben hacer muchas tareas para las cuales no poseen las herramientas necesarias.
Históricamente, Perú ha sido un país donde las elites sociales han sido muy resistentes al cambio. De hecho, desde principios del siglo XX, la estrategia dominante de estos sectores fue la dominación a través del Estado, algunas veces mediante liderazgos personalistas civiles, otras mediante dictaduras militares. El cambio fue solo posible con el uso de la fuerza, durante el gobierno del general Juan Velasco Alvarado.
En el último ciclo democrático, si bien estas elites no lograron impedir la victoria de Humala en 2011, sí consiguieron evitar que llevara adelante cambios significativos. Pese a compartir varias de las condiciones que gatillaron el giro a la izquierda en otros países, en ese periodo Perú se mantuvo al margen. En 2011, Humala había logrado construir una coalición social significativa y colocar detrás de sí un frente político capaz no solo de enfrentar una campaña profundamente desigual, sino de ocupar los principales puestos del Estado una vez que triunfó. Era la oportunidad del cambio ordenado. Pero no se supo o quiso aprovechar.
Si el 6 de junio Castillo triunfa, habrá una diferencia fundamental respecto de la oportunidad anterior: el cambio será a trompicones, caótico y azaroso. Pese al desorden, se abriría la posibilidad de un hecho trascendental ad portas del Bicentenario: que sea un grupo social postergado el que tome las riendas del país. Los hijos del largo proceso de modernización social, y específicamente el remezón social que supuso la reforma agraria, habrán llegado al poder. Queda por ver si podrán, al igual que en Bolivia, producir una transformación duradera y significativa de este país.
Fuente: nuso.org