Enrique Gomáriz Moraga
Se levantó raudo el telón y comenzó de inmediato la anunciada obra. Así, en seguida. Sin apenas santiguarse. Esa imagen refleja bien el impacto que ha causado en la opinión pública el pacto entre PP y Vox en la Comunidad Valenciana. Nada de tomárselo con calma, de un “principio de acuerdo”, primero sobre el programa y más adelante habría que ver el asunto de los cargos. En 48 horas todo quedó expuesto a la luz pública. Ya se conoce el contenido del programa pactado de 50 medidas, el hecho de que Vox detentará tres carteras y que el extorero Vicente Barrera será el vicepresidente del gobierno valenciano.Antes de que sucediera esta rápida decisión, existía cierta coincidencia en torno a que la táctica de la dirección del PP consistía en dar largas a los pactos autonómicos, dejando que se dieran primero los acuerdos a nivel municipal, para afectar lo menos posible la inclinación demostrada en el 28-M por parte del voto blando centrista de apoyar la propuesta conservadora o bien la de abstenerse, de cara a las elecciones generales del 23-J. Pero lo sucedido en la Comunidad Valenciana pone patas arriba esa opción táctica. Y lo hace de forma espectacular. Todos los comentaristas de orientación progresista señalan que lo sucedido en la Comunidad Valencia no es un dato más, sino una clave de referencia en la política nacional. Un ejemplo: Soledad Gallego-Díaz comienza así su artículo en El País (17/06/23): “El acuerdo alcanzado por el Partido Popular con Vox en la Comunidad Valenciana aleja cualquier duda sobre la voluntad de la derecha conservadora española”.
Cabe la pregunta de cuál es la razón de este hecho sustantivo. ¿Responde a un cambio táctico determinado en Génova o es más bien un inesperado giro producido de forma autónoma en el PP valenciano? Una mayoría de observadores coinciden en que es principalmente lo segundo. Al parecer, el futuro presidente de la Generalitat, Carlos Mazón, cocinó el pacto con Vox por su cuenta. Incluso algunos aseguran que telefoneó a Feijóo después de haberlo alcanzado. Sin embargo, el respaldo pleno que el presidente del PP dio de inmediato al pacto valenciano, hace pensar que, haya sido con mayor o menos gusto, el PP asume esa perspectiva con decisión.
Así las cosas, la reflexión se vuelve más estratégica: ¿Estamos ante una demostración de fuerza del PP, convencido de que la marea conservadora -antisanchista, en sus términos- es tan poderosa que puede encajar el costo electoral de que Vox asome sus orejas de forma ostensible, o, por el contrario, se trata de un giro, basado en la permisividad de Feijóo, que representa al final del día un grave error táctico que podría poner en riesgo la victoria electoral conservadora del 23-J?
Porque lo que está fuera de toda duda es que la fuerte presencia mediática del Vox, quizás podrá galvanizar el voto duro conservador, pero tiene un efecto negativo en el voto blando de centro. Es difícil calcular cuánto voto blando le ha costado al PP el exabrupto del candidato de Vox a presidir el Parlamento valenciano, José María Llanos, al negar radicalmente la existencia de la violencia de género. Algo que obligó a Feijóo a salir a los medios para garantizar que, en el compromiso del PP contra la violencia de género, “no se dará un paso atrás”.
Así, la relación del PP con Vox adquiere una importancia central. Sin embargo, el líder de los populares no ha buscado todavía una reunión formal con su homónimo en Vox. Ha preferido tomar distancia allí donde puede, incluso ante la encendida molestia del partido a su derecha, como ha sucedido en Murcia, y, permitir al mismo tiempo que sus representantes locales hagan pactos con Vox, donde la única alternativa es la repetición de las elecciones (como parece haber sido el caso de la Comunidad Valenciana). Abascal se queja amargamente: “Parece que hay un Vox y 17 PP”, ha dicho.
Pero esa estrategia flexible del PP le permite a Vox aceptar la incontinencia verbal de los suyos. Aunque la dirección de Vox afirme que tratará de no entorpecer el camino de Feijóo a la Moncloa, lo cierto es que en estas semanas que faltan para el 23-J, será prácticamente imposible que sus representantes locales no cometan excesos verbales. Algo que opera incuestionablemente contra la necesidad del PP de no perder voto blando. Una erosión cuya dimensión es difícil de calcular. Pero, de forma preventiva, Feijóo ya ha aceptado que la líder del PP en Extremadura, María Guardiola, operando de forma opuesta, rechace compartir el gobierno de la Comunidad con Vox.
Algunos observadores aseguran que el PP puede encajar ese desgaste. Jordi Amat, coordinador de cultura en El País, considera que “si la dirección del Partido Popular ha validado la firma de decenas de pactos con Vox es porque, además de poder extender su poder institucional tras las elecciones del 28 de mayo, ha considerado que su electorado no le iba a penalizar por tener como socio estable a la principal fuerza del nacionalpopulismo reaccionario y reconquistador” (17/06/23). No obstante, aunque esa fuera efectivamente la consideración que hubiera hecho el PP, constituiría una suposición arriesgada. Claro, es cierto que algunos representantes del PP argumentan que no es malo que se muestren las diferencias identitarias entre el PP y Vox, porque ello aumentará el cauce electoral del PP de parte de quienes repudian o tienen temor de Vox. Pero eso mismo puede inducir un incremento de la abstención del voto blando, además de que constituye un poderoso acicate para la movilización del electorado de izquierdas, sobre todo entre aquellos que mantienen la esperanza de que todavía hay partido.
En suma, si pese al desgaste que supone la alianza con Vox y la imposibilidad de evitar que sus representantes locales sigan diciendo barbaridades, la opción conservadora gana las elecciones de julio, entonces habrá que concluir que es cierto que hay un profundo hartazgo del electorado de la experiencia del gobierno de Sánchez y un enorme deseo paralelo de pasar la página. Faltan pocas semanas para comprobarlo.