Democracia sin justicia es solo una palabra vacía

Welmer Ramos González

Welmer Ramos

La democracia sigue siendo el mejor sistema de convivencia social que hemos construido. Es la forma más civilizada de ponernos de acuerdo como sociedad. Pero solo funciona cuando todas las voces cuentan y cuando se protege, de manera prioritaria, a quienes más necesitan solidaridad. Cuando ocurre lo contrario, la palabra “democracia” se vacía de contenido, se degrada y queda expuesta a ser desafiada por cualquier irresponsable. Una democracia que no cuida a los más débiles empieza a dejar de serlo.
La democracia no puede reducirse a una consigna repetida en actos oficiales o campañas electorales. Si no se traduce en una mejora real del nivel de vida de la población, se convierte en un eslogan hueco. El “gobierno del pueblo” solo tiene sentido cuando existe representación auténtica y cuando el voto se refleja en resultados concretos. Sin ello, el sufragio pierde dignidad.

Las reglas que sostienen la democracia no se limitan a las leyes escritas. Se apoyan, ante todo, en la ética pública, la coherencia entre lo que se promete y lo que se hace, y el compromiso con lo social. Cuando estos pilares se erosionan, aunque las leyes se multipliquen, terminan siendo ineficaces. Sin credibilidad, no hay institucionalidad que resista.

Las pequeñas mentiras, los incumplimientos cotidianos entre la palabra y la acción, van erosionando la confianza colectiva. Poco a poco, los mentirosos y farsantes dejan de verse como una anomalía y pasan a percibirse como parte normal del sistema. Incluso se les considera “sinceros”, porque mienten a voz en cuello, a diferencia de los farsantes silenciosos de siempre. Así se normaliza la mentira y se degrada la vida pública.

Si el gobierno es realmente para el pueblo, quienes ejercen el poder deben ser valientes. Los sectores más poderosos siempre gritarán más fuerte, dominarán espacios mediáticos y presionarán con campañas costosas. Pero gobernar no es complacer a élites: es tomar decisiones que beneficien a la mayoría, aunque eso tenga costos políticos. El coraje democrático se mide cuando incomoda a quienes siempre han ganado.

En el momento crítico que atraviesa Costa Rica, mantener el estado de las cosas no es una opción. El país está fallando en generar oportunidades reales para todas las personas. El deterioro social y económico es visible y persistente. La responsabilidad es compartida: gobiernos actuales y pasados, la Asamblea Legislativa, una parte de la prensa y grupos de poder que influyen sin rendir cuentas.

Los partidos políticos se han vuelto tan parecidos que hoy resulta difícil distinguirlos por el tipo de sociedad que proponen construir. El ciudadano reconoce caras nuevas, pero no ideas distintas. Peor aún, esas caras suelen imponerse no por la solidez de sus propuestas, sino por el tamaño de la billetera. Sin proyectos claros, la política se convierte en mercadeo electoral.

Nadie sensato puede negar que la división de poderes es esencial para la democracia; que el presidente no debe interferir en el Poder Judicial ni en el Tribunal Supremo de Elecciones; que la Contraloría General de la República debe vigilar con rigor el uso de los fondos públicos, aunque incomode a quien gobierna; y que los gobernantes deben rendir cuentas ante la justicia, no solo al dejar el cargo, sino siempre, por decencia. El poder sin control es una amenaza, no un mandato.

Defender la democracia es correcto y urgente. Pero esa defensa no puede ser abstracta. Debe expresarse en justicia económica, igualdad real de oportunidades, rendición de cuentas y solidaridad con los más empobrecidos. La democracia se defiende con hechos, no con consignas.

Esto implica corregir políticas fiscales regresivas que castigan a los más vulnerables y terminar con élites económicas parasitarias, exentas de tributación. Implica reconocer que el costo de la vida no es solo un “asunto del mercado”, sino una responsabilidad del Estado, y aceptar que la desigualdad no se reduce por milagro, sino mediante políticas públicas eficaces.

Hay carencia de democracia económica cuando existen barriadas precarizadas en una economía que duplica su riqueza cada quince años, cuando personas adultas mayores y niños pasan hambre mientras una minoría concentra la riqueza sin aportar nada. La pobreza en medio de la abundancia no es una fatalidad: es un fracaso político.

Costa Rica merece un presidente o presidenta serio, honesto, humilde y, sobre todo, valiente. No un liderazgo fanfarrón, divisivo y mentiroso. La historia es clara: cuando la vía civilizada se desprestigia, la desesperación de las mayorías ignoradas abre la puerta al autoritarismo.

La democracia no se pierde de golpe: se desgasta cuando la ciudadanía se resigna y cuando quienes gobiernan prefieren el aplauso fácil al deber histórico. El populismo prospera allí donde la democracia se vacía de justicia. Salvarla exige coraje cívico y liderazgo responsable para retomar, sin miedo, la vía costarricense de construir un país justo. Si no reaccionamos hoy, mañana no habrá sistema que defender ni país que reconciliar.

Economista

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