Un cambio de consciencia
Conversaciones con mis nietos
Arsenio Rodríguez
“Porque siempre debe haber un lugar para las personas.
Un lugar en el que pararse y cantar.» -Francis Brabazon
Recuerdo cuando niño, cuando empecé a tomar conciencia de que estaba consciente. Entonces me sentía como si estuviera en una especie de sueño, fascinado con esta cosa de ser, con el alrededor, la gente y la naturaleza, las hormigas que caminaban por el piso, las estrellas que brillaban en el cielo por la noche y con mi propio cuerpo, que respondía a mis deseos de movimiento. Sentía la autoconsciencia de dos maneras. Como una sensación indefinida de ser, que sentía sobre todo en mi cabeza, como si un pequeño enano viviera adentro, observando el mundo a través de mis ojos, mientras al mismo tiempo me imaginaba la habitación silenciosa donde vivía ese hombrecito.
La segunda forma en que percibía mi autoconsciencia era a través de la interacción con los demás, los que me reconocían, me prestaban atención, me dieron y me llamaban con un nombre, me abrazaban, me amaban y se relacionaban conmigo. Y me identifiqué con ese nombre, el cuerpo, etc. Arsenio de Puerto Rico, civilización occidental, ascendientes españoles, varón, católico, etc. Y desempeñé el papel que se esperaba de mí, para el que me estaban entrenando. El cuerpo creció y mi mente acumuló la programación de interacción con los demás.
Sin embargo, hubo varios momentos, instantes, en los que, por una razón u otra, volví a tener esa sensación indefinida de ser que sentía de niño, más allá de los sentidos y la programación. Recuerdo una noche, cuando tenía 14 años, cuando estaba hablando amigos por la noche, debajo de un poste de la luz en mi vecindario. Comentábamos, sobre un amigo al cual le habían amputado las piernas, debido a una enfermedad. Nos preguntábamos si él se sentiría menos integro que cuando tenía las dos piernas. Y de alguna manera, terminamos imaginando que había un pequeño enano viviendo en nuestras cabezas, que era nuestro verdadero yo, y que el cuerpo era solo un contenedor, un transportador para lidiar con el mundo.
Me llevé ese pensamiento conmigo al despedirme de mis amigos mientras regresaba a casa. Me acosté en mi cama y trataba de mover mis ojos hacia arriba, para mirarme la frente, o más bien detrás de ella, a ver si podía ver al pequeño ser que piloteaba mi cuerpo. Después de un tiempo de tratar intensamente de hacer esto, de repente, algo sucedió, que sentí aterrador, inolvidable y asombroso, me vi a mí mismo, es decir, a mi ser indefinido, esa autoconsciencia, en el techo de la habitación mirando hacia abajo a ese adolescente delgado en la cama, a quien conocía como yo mismo, ahora como un objeto externo. Podía ver mis ojos bizcos mirando hacia mi frente. Por un instante me di cuenta de que yo no era mi cuerpo, que solo lo estaba usando como un instrumento, como un envase. Y esta separación momentánea me hizo entrar en pánico y volví a caer en mi cuerpo. Mi corazón latía como si hubiera estado corriendo por varios kilómetros.
El apego al cuerpo y la personalidad, a la hemos sido condicionados por la cultura, los rasgos circundantes y los heredados, es abrumador, por lo que ese momento instantáneo de consciencia, que separó la mi percepción de ser de este yo, fue aterrador e incomprensible, aunque era más real que este paquete de cuerpo y personalidad llamado Arsenio. Ha habido varios otros instantes en mi vida, en los que he sentido un desapego de este yo y he experimentado un momento de simplemente ser consciente. Ha habido varios otros instantes en mi vida, en los que he sentido un desapego de este yo y he experimentado un momento de simplemente de estar consciente de que estoy consciente.
Hace unos años sobreviví a una complicada cirugía cardíaca de emergencia. Y desde entonces he estado experimentando instancias prolongadas, no de separación total de mi identidad, sino una especie de desapego. Me veo a mí mismo como representando un papel, estando plenamente identificado con este, pero al mismo tiempo experimentando como a través de un velo, el ser testigo de mi actuación, desde esa conciencia que sentí en el techo de mi cuarto en mi juventud.
Estos fenómenos de consciencia, la consciencia pura y desapegada de la infancia, la experiencia de verme desde el techo fuera del cuerpo y el presenciar a veces como testigo mi propia actuación, me han provocado una intensa curiosidad de entender de qué se trata la vida. Intuitivamente, siento que el despliegue cósmico que observamos, desde nuestra consciencia fragmentada de cuerpo y mente, es solo una pequeña parte de la historia, y que todo está conectado y entretejido a través de una consciencia, de un Ser, que todos realmente somos.
La curiosidad ha sido un impulso principal a lo largo de mi vida. Cuando era niño, me asombraba el contexto que me rodeaba. Recuerdo que un día le pregunté a mi madre, mientras nuestro coche estaba en un semáforo donde otro niño miraba por la ventanilla trasera igual yo, «¿y por qué estoy aquí en este coche con esta familia y no en ese coche con esa familia?». De alguna manera sentía que había «aterrizado» en una serie de circunstancias y me preguntaba por qué.
A medida que crecía, esta curiosidad sobre los procesos de la vida se hizo intensa, y me fascinaban las hormigas, las abejas, los pájaros y todo lo que estaba vivo. Así que seguí una carrera en biología y química, tratando de entender cómo producían tal espectáculo.
Hoy mi vida ha sido casi toda vivida. Tantos caminos no tomados, tantos callejones sin salida, al igual que hermosos jardines, paseos emocionantes y terribles caídas experimentadas. Cuando sucedieron parecían tan intensos, sin embargo, después de que pasaron, parece como si hubiesen estado programados para la construcción o deconstrucción este yo. Y más allá de eso, siempre estaba presente el asombro, y una tenue percepción de un conocimiento silencioso y desconocido, de que todo era parte de un proceso de florecimiento, para manifestar esa consciencia que sentía adentro.
Desde la explosión de estrellas, generando de elementos químicos y planetas, en los que se desarrollaron exquisitos procesos que condujeron a lo que Teilhard de Chardin llamó el fenómeno del hombre. Todo es demasiado asombroso, imposible, milagroso, y más allá de la imaginación y la concepción. Describir o comprender esta existencia, esta cosa de Ser, está mucho más allá de la razón y de la mente, inaccesible a las teorías y creencias.
Ahora, después de 80 años, de haber suscrito y mantenido tantas opiniones, creencias y puntos de vista y además con tanta certeza, simplemente me rindo. Renuncio, a tratar de entender el mundo, y entender a este yo, y a ese tú, a esas circunstancias, y a las causas y efectos de todo. Ahora estoy apegado a un último punto de vista, renunciar al entender.
Para mí, la existencia, nuestro ser, nuestra consciencia es absolutamente inexplicable. Lo único de lo que soy consciente al 100% ahora, es de que soy consciente como ser, de presenciar un desfile interior y exterior de percepciones y sentimientos, desde un punto de vista particular, y que a veces tengo una leve sensación de estar más allá de este personaje que soy.
Tanto alboroto se ha generado en los últimos días en torno a la Inteligencia Artificial (IA). Este nuevo juguete de la mente y la razón, que aborda principalmente las necesidades del yo de comprender, de categorizar, de competir, de racionalizar, de entretenerse. Una herramienta expandida que incorpora y acelera cosas mentales programables. Pero no sirve para explicar los sentimientos, ni la inspiración, ni la vulnerabilidad, ni la noche oscura del alma, ni la visión del techo fuera del cuerpo, ni el amor que vence al amor propio y lleva a alguien a dar su vida por otro. O el asombro y la humildad, que se experimentan cuando uno se da cuenta del milagro del universo.
Parece haber un gran cambio civilizacional llamando a nuestra puerta, que podría ser seguido o no por una debacle gradual o repentina. El advenimiento de una humanidad global, que no solo está conectada como ya lo está ahora, sino que se comunicará con base en una consciencia de su esencia unificada de ser. Donde prevalecerá la compasión, porque nos daremos plena cuenta de que todos estamos en el mismo barco.
Pero para que ese cambio de civilización nazca dentro de nosotros, tendría que ocurrir un cambio en un ámbito más allá de la mente pensante: de nuestra sensibilidad, intuición y nuestra capacidad de amar. Sólo eso podrá hacernos comprender que somos una familia, un ser interconectado, una experiencia consciente de un universo en desarrollo. Debemos volver a la fascinación de la consciencia de ser, que uno experimentaba como niño. Cambiar nuestra visión del mundo de una consciencia fragmentaria de tú y yo, a una consciencia de nosotros.