Este viraje no ha sido accidental ni repentino. Liberación Nacional lleva once años consecutivos sin alcanzar la presidencia, desde el último triunfo de Laura Chinchilla en el 2010. Desde entonces, el PLN ha deambulado entre el desencanto de sus bases, la falta de renovación real y el control de clanes internos más preocupados por sostener cuotas de poder que por construir un proyecto de país.
Los síntomas de esta transformación son evidentes. En los últimos meses, dos figuras claves del partido han mostrado de forma descarnada esta nueva lógica: el presidente del partido, Ricardo Sancho, y el secretario general, Miguel Guillen, han manifestado o insinuado sus aspiraciones a una diputación para el 2026. Nada hay de malo en querer ser diputado, pero resulta alarmante que las máximas autoridades del PLN –quienes deberían estar articulando una estrategia de renovación, unidad y regreso al poder ejecutivo– estén más preocupadas por asegurarse un puesto en la próxima Asamblea Legislativa.
La figura presidencial ha dejado de ser un objetivo claro para Liberación Nacional. El partido ha perdido la brújula de liderar desde Zapote. Sus campañas presidenciales recientes han sido erráticas, sin visión clara ni liderazgo firme, lo que se refleja en sus pobres desempeños en las urnas: en 2014, 2018 y 2022, y en el 2018 siquiera lograron pasar a segunda ronda.
La estructura partidaria ha sido colonizada por intereses locales y clientelares, donde lo que importa es garantizar espacios en las papeletas, negociar puestos en los concejos municipales y mantener viva una maquinaria electoral que ya no responde a un proyecto nacional, sino a pequeños feudos internos. El partido ya no se organiza para gobernar, sino para sobrevivir. Para colocar, para negociar o para repartirse lo poco que queda.
La paradoja es dolorosa: el partido más grande de la historia democrática de Costa Rica, que alguna vez soñó con ser un partido hegemónico, hoy se conforma con administrar curules. Mientras tanto, fuerzas más pequeñas pero con más claridad política –como algunos movimientos cantonales o coaliciones emergentes– empiezan a ocupar el espacio de oposición o alternativa de gobierno.
Si el PLN no se sacude de esta inercia y se atreve a una renovación profunda, no solo generacional sino también ética y programática, terminará por convertirse en un partido testimonial. Un recuerdo. Una franquicia útil solo para quienes aspiran a vivir de la política, pero no a cambiarla.
La historia no perdona a los partidos que renuncian a su vocación de poder. Y el tiempo del PLN se agota.