Un año del «loco» en la Casa Rosada
El 10 de diciembre de 2023, Javier Milei asumía la Presidencia argentina tras ganar la segunda vuelta electoral con casi 56% de los votos. Los efectos del terremoto político que provocó su victoria duran hasta hoy. ¿Cuál es el balance de este año y que se puede proyectar hacia el futuro?
Pablo Stefanoni
«Soy el topo que destruye el Estado desde adentro». La frase, pronunciada por el presidente argentino Javier Milei, deja ver el carácter sui generis de una gestión nacida hace un año y producto de una brutal crisis de representación. Se trata del primer outsider en alcanzar el poder en Argentina, justo cuando la democracia cumplía 40 años, y pavimentó su camino a la Casa Rosada con un discurso inusualmente radical.
Milei propuso una refundación del país en una clave liberal-libertaria conectada, de manera no siempre lineal, con un clima de época global, que ha hecho emerger un nuevo tipo de derechas que se presentan como antielites y anti-sistema. Reactivando el «Que se vayan todos» coreado en las calles durante la crisis de 2001, Milei se postuló como el sepulturero de un siglo «de socialismo», lo que introducía diferencias con el antiperonismo clásico, que sostiene que Argentina se «jodió» con el gobierno de Juan Domingo Perón (1946-1955). Para Milei, el país se había jodido mucho antes.
Mezclando un discurso decadentista de la historia nacional, una lectura no siempre muy bien digerida del libertarianismo estadounidense -sobre todo el de Murray Rothbard- y una reivindicación a geometría variable del menemismo de los años 90, el entonces candidato presidencial armó un combo ideológico difundido con una inflamada retórica anticasta que le permitió estar a tono con el malestar generalizado por la crisis económica doméstica y el creciente rechazo a las elites políticas -y también culturales y sociales-. Entre Milei y el peronista ultrapragmático Sergio Massa, muchos se decidieron por «el loco» antes que por «el corrupto»; una forma de justificar el voto, bastante extendida, frente a quienes sostenían que elegir a Milei era saltar al vacío.
A un año de gestión, es claro que Milei es más que un topo antiestatal. Es verdad que odia al Estado de manera casi patológica, pero no es menos cierto que no duda en utilizarlo para fortalecer su poder: para dar cuenta de lo que hoy se intenta proyectar como el mileísmo, hay que tener en cuenta la complementariedad de una discursividad utópica/radical -que a veces se proyecta de manera bufonesca- con una hábil utilización de los mecanismos de la «rosca política» que le ha permitido al presidente conservar el favor de las encuestas, ubicándose en términos de imagen positiva por encima del 40%, y conseguir estabilidad política pese a contar con una magra representación en el Congreso. Milei se encarga del discurso -desde donde se proyecta como un «líder de la libertad»-; sus operadores, del barro de la política.
¿Y si le sale bien?
Milei tiene motivos para festejar a lo grande su primer año como presidente: ha conseguido bajar la inflación y aplicar «el programa de shock más radical de la historia de la humanidad» (sic) sin una protesta social significativa. También logró mantener dividida a la oposición, con el peronismo en crisis y sin un discurso convincente, y la derecha convencional de Mauricio Macri bajo su ala.
La popularidad que conserva Milei fue el eje ordenador de su gestión y está atada a que las promesas económicas se hagan realidad. Allí residen su fuerza y su potencial debilidad.
La baja de la inflación ha ampliado el porcentaje de quienes se declaran optimistas en las encuestas sobre el futuro próximo, mientras que el tipo de cambio casi fijo -y la reducción de la brecha entre el dólar oficial y el blue o paralelo- insufla una imagen de estabilidad en un país pendiente del valor de la divisa estadounidense. Pero esto ha alimentado una dinámica que muchos asocian a las tradicionales «bicicletas financieras» del pasado, que permiten aprovecharse de una tasa de devaluación anticipada por el gobierno para transformar las ganancias derivadas de las altas tasas de interés en pesos en ganancias en dólares, pasando de una moneda a la otra sin riesgos de una devaluación abrupta. El «dólar planchado» facilita también la importación masiva de bienes a precios más bajos que los fabricados localmente, lo que introduce dudas sobre el futuro de la producción nacional, aunque es una política popular en el corto plazo. Todo eso remite al programa del ministro José Alfredo Martínez de Hoz bajo la dictadura militar, pero desde el gobierno aseguran que, a diferencia de ese periodo, la «motosierra» mileísta contra el déficit fiscal hará la diferencia, y el futuro, esta vez, será venturoso.
Milei se ha beneficiado también de las inversiones de gestiones pasadas en el megarreservorio de gas de Vaca Muerta, que reduce la factura energética de las importaciones de energía e incluso permite exportar. También los dólares de un generoso blanqueo dispuesto por su administración para que los argentinos introduzcan en el sistema sus ahorros no declarados han aumentado la oferta de divisas. Pero un momento clave será la salida del «cepo» cambiario: la política antiinflacionaria de Milei apeló al control de cambios heredado del anterior gobierno, una política intervencionista contradictoria con su discurso ultraliberal. La liberalización del mercado de cambios, prometida para 2025, será un momento decisivo para evaluar la consistencia de su política. Esto explica la cautela del gobierno, que busca aumentar las reservas del Banco Central (que Milei no «dinamitó», como había anunciado en su campaña) antes de deshacerse de este resabio de estatismo hoy funcional al gobierno.
En el plano político, Milei consiguió la mayoría parlamentaria -con apoyo del macrismo, peronistas disidentes y radicales (integrantes de una Unión Cívica Radical que conoció mejores tiempos)- para aprobar su ambiciosa Ley Bases, o al menos una buena cantidad de los artículos de esa megaley, y para evitar que el Congreso rechazara sus decretos. Ultraminoritario en ambas cámaras, Milei viene desplegando negociaciones de «toma y daca» con los parlamentarios «dialoguistas» y los gobernadores, y un populismo de derecha que lo llevó, en varias ocasiones, a tratar al Congreso de «nido de ratas». En términos de los memes de sus seguidores, el León -como lo llaman- ha logrado «domar» a sus críticos, que se muestran divididos y a menudo desorientados.
En el campo opositor, la irrupción de Milei tuvo efectos diferenciados. El partido Propuesta Republicana (PRO), de Mauricio Macri, coincide con gran parte del programa de Milei -y cada vez más con sus modales o falta de ellos-. Pero, al mismo tiempo, sus dirigentes temen que Milei les coma su electorado en las elecciones de medio término de 2025. De hecho, un sector de ese partido, liderado por la ex-candidata presidencial y actual ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, se ha hecho mileísta, y muchos electores de derecha creen que Milei se está animando a hacer lo que Macri no se animó a hacer.
Diferente es el caso del peronismo: si su derrota frente a Macri en 2015 le resultó dura pero más o menos inteligible -era una victoria del antiperonismo con base en las regiones más antiperonistas del país-, la defección frente a Milei le resulta aún un enigma inquietante. El libertario no solo ganó en el centro agroindustrial del país, tradicionalmente más hostil al peronismo, sino en casi todas las provincias, incluso en bastiones justicialistas. Por eso, muchos gobernadores se vieron de pronto compartiendo electorado con el libertario. La derrota de 2023 se parece más a la de 1983, en las primeras elecciones democráticas, que obligaron al peronismo a renovarse. La pregunta es con qué identidad, discurso y sobre todo, liderazgo podría hacerlo hoy.
El propio Milei no solo reivindica al peronista Carlos Menem, que impulsó un programa neoliberal y de «relaciones carnales» (sic) con Estados Unidos en la década de 1990, sino que ha incorporado a varios operadores peronistas a su gobierno, incluido el ministro del Interior, Guillermo Francos, ex-funcionario de Alberto Fernández, y a Daniel Scioli -candidato presidencial en 2015-, además del presidente de la Cámara de Diputados, quien pese a no haber sido un peronista destacado se llama Martín… Menem. También quedaron muchos peronistas en segundas o terceras líneas, ya que Milei carecía de personal propio para completarlas: ganó sin partido, sin ningún alcalde ni gobernador…
Muchos peronistas preferirían una renovación que dejara en un segundo plano a Cristina Fernández de Kirchner, quien hoy enfrenta varios procesos judiciales. Pero la dos veces mandataria se ha hecho elegir presidenta del Partido Justicialista y se cree que competirá por una banca de diputada en 2025. En la Casa Rosada concluyen que es un buen negocio polarizar con ella para tratar de mantener vivo el clivaje kirchnerismo-antikirchnerismo, aunque algunos alerten que una victoria kirchnerista en la provincia de Buenos Aires, donde la imagen de Milei es más baja, podría complicar al Ejecutivo. A la ex-mandataria polarizar con Milei le sirve, a su vez, para proyectarse como líder opositora contra sus rivales internos o incluso contra quienes simplemente creen que es hora de «cantar nuevas canciones», como lo resumió el gobernador de la provincia de Buenos Aires, Axel Kicillof. Pero el propio Kicillof se encuentra frente a un dilema: para ganar autonomía frente a Cristina Fernández de Kirchner y densidad propia se ha aliado con caudillos tradicionales del peronismo bonaerense; es decir, lo opuesto a las «nuevas canciones».
Milei tiene, a su vez, un problema: para que Cristina Fernández de Kirchner pueda competir, los libertarios han dejado caer la ley de «Ficha Limpia», que apuntaba a impedir las candidaturas de políticos condenados aunque esa condena no esté firme, es decir, aunque no haya pasado por todas las instancias. Es el caso de la ex-presidenta. Esto ha provocado una avalancha de críticas desde el electorado macrista -más antikirchnerista que el del mileísmo puro-, que cuestiona la poca voluntad del presidente para «enfrentar la corrupción» -o mejor dicho, excluir a Fernández de Kirchner-, lo que se suma a las negociaciones que el gobierno lleva adelante con ella, que tiene la llave del Senado, para nombrar al cuestionado juez Ariel Lijo en la Corte Suprema de Justicia.
El caso del senador Edgardo Kueider, un peronista aliado de Milei, que fue detenido en Paraguay con 200.000 dólares en efectivo no declarados, ha incomodado al gobierno. Su caso podría develar formas non sanctas de sumar voluntades opositoras para sortear las dificultades en el Parlamento, y esto podría destruir rápidamente las fronteras entre Milei y la «casta», incluso en su peor versión. El reposteo de Milei del mensaje «A fumigar el Congreso», donde se lo ve a él acabando con las «ratas», es parte de los esfuerzos del oficialismo por despegarse de este caso potencialmente escandaloso.
(Insistimos: para entender al mileísmo, hay que tener en cuenta la complementariedad de una discursividad utópica/radical -que a veces se proyecta de manera bufonesca- con una hábil utilización de la «rosca política»).
Algunos, en la oposición, se preguntan: ¿y si le sale bien? Que le salga bien sería que mejoraran las cifras económicas y que eso se traduzca en un triunfo en las elecciones de medio término de 2025 y en el aumento de la representación del oficialismo en el Congreso. No son pocos los liberales que, sin embargo, tienen dudas sobre el programa en curso.
Contra los zurdos
Milei busca ser el artífice de una refundación no solo económica, sino también política y cultural. En estos años, en los que se ha codeado con extremas derechas de varias latitudes, ha reforzado el discurso de la «batalla cultural contra los zurdos», contra quienes no escatima insultos.
En el plano internacional, Milei compró el discurso del partido español Vox contra la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), un listado de propuestas sensatas que ha sido presentado, teorías de la conspiración mediante, como una terrorífica amenaza para Occidente. En este marco, el gobierno argentino, presuntamente liberal, ha venido votando de una manera bastante extraña, a punto tal que a menudo lo ha hecho en el mismo bloque que los países más antiliberales del mundo. Argentina fue, de hecho, el único en votar en contra de una reciente iniciativa para prevenir la violencia contra las mujeres -Afganistán, por ejemplo, simplemente se abstuvo-. En octubre pasado, la canciller Diana Mondino, una economista liberal con un perfil «picante» en las redes sociales, salió eyectada de su cargo luego de votar contra el embargo a Cuba -una política de Estado que Argentina venía manteniendo con independencia del signo ideológico de los gobiernos-. Se trata, además, de una votación regular en la ONU en la que todo el mundo -incluida la Italia de Meloni o la Hungría de Orbán- vota en contra y el voto afirmativo se reduce a Estados Unidos e Israel.
Milei, el primer mandatario en visitar a Donald Trump en Estados Unidos, es una estrella de las conferencias nacional-conservadoras y se ha pronunciado por un alineamiento automático y sobreactuado con Israel: además de pregonar que se trata de un exponente de los «valores occidentales» en Oriente Medio, un cliché extendido, añade que Moisés «fue el primer libertario», lo que lo ha llevado a vincularse con la organización jasídica Jabad-Lubavitch y a enviar como embajador a Israel a su «rabino personal», con el que llegó a proyectar su conversión al judaísmo.
Milei no duda en compararse él mismo con Moisés y publica citas bíblicas en hebreo -un idioma que no domina- en las redes sociales. Pero este discurso en apariencia religioso lo es solo en la superficie. El abusivo uso de la inteligencia artificial (IA) para construir memes lo vuelve más un superhéroe que un mesías. La estética mileísta es la de gamers y cosplayers. La cosplayer y actual diputada Lilia Lemoine alguna vez vistió a Milei de superhéroe: era el General AnCap (anarcocapitalista). En los memes construidos con IA, el presidente argentino es un león rugiente al cual se entregan masas de súbditos ansiosas de ser liberadas de la tiranía del Estado.
Entre quienes manejan las milicias digitales mileístas -muy ligadas al poder del Estado- está Daniel Parisini, alias Gordo Dan, un ex-médico pediatra de hospital público que encontró en este rol una nueva vocación y tiene acceso directo al mandatario. Dice que está construyendo el «grupo armado» de Milei… pero que su arma es el celular. Ya no se trata de épater les bourgeois, sino de espantar a los progres, ponerlos a hablar, sin pausa, de los excesos políticos y estéticos de los libertarios. Menos chabacano, pero no menos radical, el influencer, escritor y polemista Agustín Laje -autor de varios libros y permanentemente invitado por las derechas regionales a exponer sus ideas- es una de las patas de la revolución cultural mileísta y ha creado recientemente la Fundación Faro para enfrentar al «globalismo», en una línea que replica varios postulados de Vox.
En la batalla cultural aparece también Elon Musk: el futurismo posdemocrático y antiigualitarista que proyecta, sumado a sus elevadas dosis de «incorrección política», ha transformado al magnate ahora trumpista en una figura de culto para parte de las actuales derechas radicales, como las que encarnan Milei y Jair Bolsonaro, y en un héroe de la «libertad de expresión».
Los «zurdos» están también en las universidades públicas. Por eso, no se trata solo de desfinanciarlas, sino de declararlas enemigas de la libertad, antros de lavado de cerebro marxista. Las casas de estudio son uno de los blancos predilectos de Milei, por lo que no es casual que de allí hayan salido las mayores manifestaciones en su contra. Pero la insultadera mileísta incluye también a periodistas o economistas -sobre todo, liberales que no comulgan con su gobierno-, a los que el presidente llama liliputienses, cucarachas, mandriles (una referencia poco edificante al trasero de estos primates), ensobrados (que reciben sobornos), fracasados, etc. Hasta los diplomáticos ligaron el epíteto de «parásitos» por no estar suficientemente comprometidos con las «ideas de la libertad» (es decir, por incomodarse por tener que votar como Bielorrusia, Irán o Corea del Norte en la ONU en nombre del liberalismo).
«Triángulo de hierro»
Como el propio Milei ha informado, el poder del gobierno liberal-libertario se concentra en el «triángulo de hierro», que integran él mismo, su omnipresente hermana Karina y el opaco consultor Santiago Caputo. Karina Milei, quien manejaba emprendimientos de su familia, vendía tortas por internet y podía participar con su perro en un concurso televisivo, es una especie de sombra del presidente; él la llama «El Jefe». Además de supervisar amplias áreas de la administración desde su cargo de secretaria general de la Presidencia e influir notablemente en la vida privada de su hermano, es hoy la encargada de armar la estructura del partido, La Libertad Avanza, a escala nacional, para lo cual no escatima en el uso de las instituciones públicas.
Los rumores acerca de sus prácticas esotéricas, sumados al hecho de que no da entrevistas, contribuyeron a rodearla de un halo de misterio, pero también a atribuirle la imagen de alguien implacable. Hoy todos saben que para sobrevivir en el universo mileísta deben evitar granjearse la enemistad de la hermanísima. Milei, cada vez que se refiere a ella en público, termina al borde de las lágrimas. El Jefe no es solo un apodo… últimamente ha comenzado a discursear en actos de La Libertad Avanza, aunque carece por completo de carisma. Dicen que Mauricio Macri, quien desconfía de ella y cree que busca sabotear una futura alianza entre macristas y libertarios, la llama en privado -y con deprecio de clase- «la vendedora de tortas».
Santiago Caputo es, en apariencia, solo un consultor, pero controla áreas estratégicas del gobierno. La influencia de este «asesor» de 40 años, sin un cargo ejecutivo -lo que impide que sea juzgado posteriormente como parte del aparato estatal-, abarca desde ministerios como Justicia y Salud hasta organismos estratégicos como la Secretaría de Inteligencia de Estado, la petrolera Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF) y la Administración Federal de Ingresos Públicos. También tiene influencia en la Aduana, Arsat (empresa satelital), PAMI (obra social de los jubilados) y el Ente Nacional de Comunicaciones (Enacom). Pretende también influir en los anunciados procesos de privatización, interviene en la selección de jueces para cubrir dos puestos en la Corte Suprema y no es ajeno a las negociaciones con la Confederación General del Trabajo (CGT) -«El pibe habla nuestro mismo idioma», dijo sin ironía uno de los capos sindicales-.
Caputo tiene también tiene un lado bizarro: lleva tatuajes en cirílico como los que se hacían los presos en la Unión Soviética y una imagen del Hombre Gris, de Benjamín Solari Parravicini, el Nostradamus argentino. Los libertarios creen que ese Hombre Gris, que debía salvar al país, es el propio Milei… Incluso convocaron a la sobrina nieta de Solari Parravicini para tratar de confirmarlo.
Yo o la casta
La idea de que frente a la primera medida antipopular se produciría una suerte de estallido social resultó ser una fantasía que subestimaba las causas de la propia votación a Milei hace un año. Entre esas causas, está no solo el desprestigio de la política tradicional, sino también el de las dirigencias de los movimientos piqueteros y sindicales, y también de los referentes culturales, muchos de ellos asociados al kirchnerismo. Milei mantuvo, en líneas generales, los programas sociales (la motosierra casi no pasó por ahí) para conseguir paz social, pero buscó debilitar a organizaciones territoriales que funcionaban como intermediarias. También, mediante la política de «mano dura» de la ministra de Seguridad Patricia Bullrich, el gobierno ha evitado el corte de calles con fines de protesta social, lo que concita un fuerte apoyo social. Bullrich es una de las figuras más populares del Ejecutivo y no ahorra elogios al autoritario presidente salvadoreño Nayib Bukele.
La política social de los últimos años fue, en parte, expresión de una forma de intervención estatal -surgida de la emergencia de la crisis de 2001- que se fue agotando. El kirchnerismo y algunas fuerzas de izquierda se enamoraron de programas sociales que, en muchos casos, mantenían la precariedad y exigían ciertas tomas de lealtad a las organizaciones que los gestionaban o a los gobiernos que los otorgaban. En ese marco, el discurso emprendedorista de la libertad de Milei sonó como una forma de dignidad, un significante que alimentó también a los progresismos de los años 2000. Al mismo tiempo, los constantes cortes de calles como forma de mantener las prestaciones fueron enemistando a los piqueteros con quienes «circulaban» -desde trabajadores que podían perder el premio por presentismo por llegar tarde al trabajo hasta quienes simplemente, no sin resentimiento, consideraban a los manifestantes «una manga de vagos»-.
De manera más amplia, Milei expresa también, a su manera, una pendularidad constante entre estatismo/liberalismo que ha acompañado la política argentina en las últimas décadas. La «memoria corta» respecto de los años kirchneristas y macristas (el antiestatismo que no terminó de ser) opacan la «memoria larga» sobre el menemismo y sus efectos perniciosos en términos económicos, pero también de (in)decencia pública. Las políticas promercado volvieron a tener apoyo social.
En este marco, Milei quiere transformar las elecciones legislativas de octubre de 2025 en un un plebiscito entre él y la «casta». Para eso, necesitará que la promesa de mejora económica se transforme en realidad, y en paralelo, construir una fuerza política nacional y transferir legitimidad política a los candidatos locales. Es decir, construir una nueva identidad política. La profundidad de la crisis de la oposición podría ayudarlo. La creciente volatilidad política en la región podría volver este objetivo una quimera. También podrían jugarle en contra sus sobreactuaciones autoritarias. Pero el partido se jugará, en una proporción importante, en el desempeño de la economía.
Fuente: nuso.org