Luis Paulino Vargas Solís
Pero, además, esos marcadores de nuestra identidad alimentaban la vigencia de ciertos valores y actitudes. En general, la gente creía en que la riqueza debía estar equitativamente distribuida; que quienes sufriesen pobreza o pasaran por necesidades debía recibir auxilio; que la mejor forma de resolver los problemas era por medio del diálogo; que cosas como la educación, la atención de la salud, el agua potable, la electricidad y una vivienda digna, debían ser derechos al alcance de todos.
Éramos una sociedad patriarcal que confinaba a las mujeres a las cuatro paredes de su casa y una sociedad que cargaba prejuicios que alimentaban la discriminación contra diversas minorías: afrodescendientes, indígenas, diversidades sexuales, personas con discapacidad. Y, sin duda, ni la pobreza se eliminó ni las desigualdades de clase desaparecieron. Pero, de cualquier forma, aquellas marcas de identidad que enfatizaban la igualdad, la paz y la democracia, iban de la mano con avances sociales importantes, a la vez que alimentaban una sensibilidad solidaria, que reclamaba justicia social.
Gradualmente, a lo largo de los últimos 40 años, esos marcadores identitarios se debilitaron y nuestra identidad nacional tendió a desdibujarse.
Incidió el dominio que adquirió la ideología neoliberal, con su énfasis en el dinero, en el triunfo del más poderoso, en la competencia encarnizada. Se vio agravado por el ahondamiento de las desigualdades en la distribución del ingreso y la riqueza, resultante del modelo económico implantado por el proyecto neoliberal. Todo lo cual también debilitó nuestra capacidad de respuesta frente al poderoso influjo cultural que vino de las tecnologías, del Internet, de las grandes industrias culturales mundializadas, de la apertura comercial y de la presencia incrementada del capital extranjero.
El mundo se nos metió en la sala de la casa, al tiempo que se debilitan las raíces que hacían reconocible nuestro lugar en ese mundo tan ancho, tan abrumadoramente complejo; tan lejano, pero, al mismo tiempo, tan cercano.
De a pocos, nuestra identidad nacional se fue difuminando. Ya no creemos ser un país igualitario cuando es muy real que dejamos de serlo. Tampoco nos pensamos como un país pacífico, cuando justificadamente tememos que al frente de nuestra casa pudiera desatarse una balacera. Y, tristemente, estamos empezando a renunciar a la idea de que somos un país democrático. Pero lo más peligroso sería que renunciemos a nuestra adhesión a la democracia, que desistamos de nuestra convicción democrática.
El chavescisnerismo se ha alimentado de esa nebulosa identitaria. Han sabido aprovecharse del desconcierto que nace de la falta de certezas: cuando hemos dejado de tener claro cuál es nuestro lugar en el mundo; cuando hemos visto desteñirse aquellos referentes que nos permitían auto-reconocernos y sentir orgullo y complacencia por ser lo que éramos.
Este desconcierto y esta confusión alimentan al chavescisnerismo. Pero hay algo más: el chavescisnerismo propone la total demolición. Arrancar todas las raíces, que no quede piedra sobre piedra de la Costa Rica histórica, y que no seamos más que un conglomerado humano indiferenciado, flotando en el vacío: sin cultura, sin valores, sin convicciones, sin aspiraciones…sin identidad.
Tierra arrasada, tabula rasa. Como si Costa Rica jamás hubiese existido.
Borrar la memoria, abolir todo el legado y el patrimonio histórico, hacer que desaparezca todo sentido de orgullo, de dignidad, de autoreconocimiento. Una Costa Rica nómada en el desierto, sin historia, sin cultura ni valores, sin identidad.
¿Tiene sentido? Creo que solamente tiene un sentido plausible: ese sería el terreno fértil que haría florecer la dictadura y la tiranía con que el chavescisnerismo sueña, precisamente porque la Costa Rica histórica, que se quería pensar a sí misma como un país democrático, pacífico e igualitario, jamás lo permitiría.
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