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Carlos Revilla Maroto
Corina Rodríguez López (1895–1982) fue una figura fundamental en la historia social, educativa y feminista de Costa Rica. Nacida el 25 de diciembre de 1895 en San Ramón de Alajuela, dedicó su vida a luchar por la justicia, los derechos de las mujeres y la transformación educativa del país. Su vida —atravesada por el compromiso, la coherencia y la valentía— dejó una huella imborrable en la sociedad costarricense, aunque por muchos años su legado fue minimizado o silenciado.
Obtuvo su título de educadora en la Escuela Normal de Heredia, dirigida por el insigne pedagogo Omar Dengo, y más tarde completó una maestría en inglés, psicología y educación en la Universidad de North Western de Chicago. Fue maestra en distintas instituciones prestigiosas como el Liceo de Costa Rica, la Escuela Normal y el Colegio Superior de Señoritas, del cual también fue directora. Como educadora, creía firmemente en el poder de la enseñanza para liberar y empoderar, especialmente a las mujeres. En la práctica pedagógica y en su vida, promovió una educación crítica, sensible y comprometida con la realidad social.
Rodríguez López fue una de las primeras voces femeninas en Costa Rica que alzaron la palabra en defensa de los derechos de las mujeres. Militante activa de la Liga Feminista, fundadora de la Casa del Niño y de la Liga Antialcohólica, luchó con pasión por la justicia social y el sufragio femenino. En mayo de 1943 fue una de las organizadoras del mayor desfile de protesta femenina de la época, en oposición a una reforma electoral regresiva impulsada por la Asamblea Legislativa.
Su activismo no estuvo exento de riesgos. En 1918, siendo muy joven, se opuso al régimen de los hermanos Tinoco, participando en el incendio del diario La Información, vocero de la dictadura, lo que le costó el exilio en Panamá, donde Corina no dejó de luchar. Se integró al movimiento feminista y trabajó como profesora en la Zona del Canal y en el Instituto Nacional.
Durante la revolución de 1948, militó en el bando contrario al de Figueres, lo cual la llevó a prisión en El Buen Pastor (hoy Vilma Curling) y posteriormente a un nuevo exilio, esta vez en Estados Unidos.
Ya de regreso al país, a iniciso de de los años 70, formó parte de la Junta Directiva del Instituto Nacional de Vivienda y Urbanismo (INVU) y fue Directora General de la Oficina Interamericana, desde donde promovía la cooperación regional. Fue también pionera de las Colonias Escolares Veraniegas, un programa de atención integral a la niñez.
Como escritora, incursionó en múltiples géneros: cuento, poesía, ensayo, crítica literaria y periodismo. Su obra, aunque escasamente reconocida en su tiempo, hoy es valorada por su innovación estilística y su profundidad temática. En De la entraña (1928), abordó con valentía temas como la maternidad desde una perspectiva íntima y prosaica, desafiando las convenciones literarias de su época. Fue colaboradora frecuente del Repertorio Americano y otros medios por más de 16 años.
A pesar de las diferencias políticas con Figueres, siempre mantuvieron una amistad afectuosa, pues ambos defendían causas similares desde distintas trincheras.
Después de su muerte don Pepe escribió un artículo muy sentido en la prensa, el cual repodruzco a continuación, y donde podrán conocer detalles interesantes sobre Corina.
“Corina
José Figueres Ferrer
En extraordinario silencio, a los 87 años de edad. Enfermó, murió y fue sepultada en San Ramón, una extraordinaria mujer: La profesora doña Corina Rodríguez López. Pocos le decían doña. Pocos conocían su segundo apellido, López, ni su apellido de casada. Aun su primer apellido, Rodríguez, con el cual libró sus luchas de juventud, pareció irse olvidando con los años y con la fama. Ya casi todos decíamos simplemente Corina.
En la Inglaterra de principio de siglo la hubieran llamado sufragista: luchadora por el sufragio femenino. En el Washington del macartismo le habrían dicho comunista. En la Costa Rica que culminó con la guerra civil de 1948, se le dijo mariachi. En la memoria de quienes tuvimos la suerte de convivir con ella tantas décadas en el mismo mundo, y la pena de ser combatidos por ella, queriéndola, será siempre la que siempre fue: una gran disconforme, una gran disidente, una gran reformadora.
Austera, desinteresada, fiel, combatía siempre fielmente, sin odio. Para ella no había mas que un enemigo: la injusticia. La injusticia como ella la veía, pero siempre la injusticia. Varias veces me tocó a mí, como comandante y como presidente, sacarla de la cárcel. Igual que a Emilia Prieto. Igual que a Carmen Lira. Estas sufragistas insignes, siempre van a parar a la cárcel o al exilio. Son como los niños a quienes se castiga con amor. Por eso resultan simpáticas algunas anécdotas de sus vidas. Por eso quiero contar varias de Corina que hacen reír, respetuosamente, aun en la pena de su muerte.
El Dr. Zumbado era un médico famoso de su tiempo, amigo y colega de mi padre, con más años que Corina. Lleno de prendas personales, su única pena era su devoción a Santo Tomás. Era «tomista». Un día en San José, siendo él un viejito y yo un niño, supimos por distintas vías que habría una conferencia de Corina Rodríguez, la predicadora ramonense, sobre la igualdad de derechos entre el hombre y la mujer. El doctor llegó bien pasadito, y ocupó un asiento al final de la sala. «En resumen» terminó diciendo la conferencista en voz muy alta, «se ha llegado a afirmar con razón que entre el hombre y la mujer no hay más que una pequeña diferencia». Los aplausos despertaron al viejito, que solo había oído en la penumbra las últimas palabras. Se limpió los ojos y, como entonces se acostumbraba redondear los discursos políticos «echando un buen viva», se puso medio de pie, levantó la mano derecha y gritó ¡viva,… , viva la pequeña diferencia!
Durante la guerra de Liberación Nacional de Costa Rica, cuando escuchábamos por radio las arengas encendidas de Corina llamando a filas en favor del gobierno que combatíamos, pensábamos: ¡qué lástima que esta condenada no esté con nosotros! Yo me acordaba de otras arengas anteriores: las de la Pasionaria, en la primera guerra fratricida de que tengo memoria, la Guerra Civil Española. Sólo que en aquella ocasión yo estaba del lado de la insigne arengadora, y ahora estaba en contra de la otra. Todo esto tuve oportunidad después, en mi larga vida, de contárselo a Corina. Hasta la palabra «condenada», haciéndola reír.
Diez o más años de pasada la guerra en Costa Rica, cuando todavía no habíamos hecho las paces Corina y yo, nos encontramos en la fiesta de un matrimonio. Yo la vi primero, sentada a una mesa de espaldas a mí. Instintivamente la abracé por los hombros. Ella dio vuelta, sonrió también por instinto, pero inmediatamente cambió, y me dijo: «¡vos sos un tirano!». Yo le sostuve la vista con calma y le contesté: «¿y a vos no te da vergüenza tener por enamorado a un tirano?». Era inteligente. Entendió bien la broma, y ya no pudo contener más la sonrisa. Pero siguió hablando como para decirme algo que había deseado mucho tiempo expresarme sin tener la oportunidad: «Te debo las gracias, Pepe. Recién pasada la guerra, nombraste como primer gerente del INVU al joven Rodrigo Carazo Odio. Te buscó él para informarte que, sin conocimiento tuyo, me había adjudicado a mí una de las primeras casitas «sociales» que se construyeron. ¡Precisamente a Corina, la super enemiga de la guerra! Y que vos le contestaste: «Me da usted una gran alegría. Conozco la situación de esa loquita!». Desde entonces, Pepe, esta loquita ha tenido por primera vez casa propia.»
Para una mujer común, toda esta relación podría tener algo de humillante. Pero no para Corina. Ella se sentía merecedora de mucho, y lo era. Hasta de una casita del INVU, que pagaría con ₡30 mensuales, tomados de su humilde sueldo de maestra.
Adiós, Corinita linda. Siempre original, te fuiste de sorpresa. De niños fuimos contemporáneos en San Ramón, aunque me llevabas más de una década en edad. Era la época de oro de aquella gran minicultura aislada que floreció en San Ramón antes de la carretera y el radio, cuando los estudiantes de segunda enseñanza leían en vacaciones a Emilio Zolá. Eran las postrimerías de Lisímaco Chavarría, la juventud de Eliseo Gamboa, y la madurez de los maestros filósofos, Federico Salas y Nautilio Acosta. De todos aprendí a querer a Brenes Mesén y a Omar Dengo. De ti, Corina, aprendí a respetar a los disconformes. A los amigos de la utopía, a los que pasan todas las penas de la vida, por aspirar a un mundo mejor.
Tomado de la Prensa Libre del miércoles 17 de noviembre de 1982.”
Falleció en San José el 8 de noviembre de 1982, sin buscar premios ni reconocimientos, entregada a ayudar al prójimo con hechos más que con palabras. Su memoria perdura: un barrio en Alajuelita, San José y el auditorio del Centro Cultural José Figueres Ferrer en San Ramón llevan su nombre. En 2007 fue incorporada a la Galería de las Mujeres del Instituto Nacional de las Mujeres (INAMU), donde se honra a las mujeres que construyeron los cimientos de la equidad de género en Costa Rica.
Corina Rodríguez López es un ejemplo de valentía intelectual, acción social y compromiso ético. Una mujer que, pese a haber sido marginada por sus ideas —calificadas en su tiempo de “comunistas”—, demostró con su vida que la educación, la justicia social y la solidaridad son armas poderosas.
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