Francisco Longa
El actual gobierno peronista no logra resultados económicos favorables: una altísima inflación se suma al aumento de la pobreza y a las fluctuaciones del dólar. La coalición fundada por Mauricio Macri aparece como favorita para retornar al poder, mientras un espacio de extrema derecha viene creciendo en intención de voto. En estas elecciones no solo se juega un gobierno, sino la propia identidad del peronismo.
El gobierno del Frente de Todos (FdT), que asumió en 2019 con Alberto Fernández como presidente y Cristina Fernández de Kirchner como vicepresidenta, representaba las expectativas de reparación económica frente a lo que dejaba el malogrado gobierno de Juntos por el Cambio (JxC). Durante la presidencia del empresario Mauricio Macri, entre 2015 y 2019, el poder adquisitivo del salario cayó en promedio 20%. La inflación se duplicó –superó el 50% en su último año de gobierno–, la pobreza aumentó y el presidente contrajo el préstamo más grande que haya otorgado el Fondo Monetario Internacional (FMI) en toda su historia. El empréstito tuvo un fuerte simbolismo político, ya que «FMI» es una sigla particularmente desapacible para la memoria colectiva de los argentinos.
Este delicado escenario fue el contexto en el cual Cristina Fernández de Kirchner ideó un singular y riesgoso artefacto político. La dos veces presidenta del país urdió el FdT al modo de una alianza peronista amplia, donde debían convivir desde la «izquierda» peronista –sintetizada en ella misma y sus seguidores– hasta peronistas promercado como el propio Alberto Fernández o Sergio Massa, un dirigente con raíces liberales, amigable para el empresariado y de diálogo frecuente con la embajada estadounidense. Este corrimiento hacia el centro tuvo éxito electoral: el FdT le ganó cómodamente a Macri y frustró su reelección. Pero una cosa es ganar y otra muy distinta es gobernar.
Desde su llegada al poder, el funcionamiento de la coalición fue en extremo deficiente. Cada «campamento» del gobierno funcionó de manera aislada, en muchos casos boicoteando las iniciativas del otro espacio. «Cristinistas» y «albertistas» se sumieron en un internismo exasperante, que en muchas ocasiones llegó a paralizar la gestión del Estado. Por caso, desde el sector de la vicepresidenta cuestionaron la forma en que el presidente y sus ministros encararon la renegociación de la deuda con el FMI y le reclamaron una postura más dura frente el organismo; y este deficiente funcionamiento político tuvo su correlato en el desempeño económico.
A tres años y medio de su victoria electoral, los resultados del gobierno están muy lejos de los esperados. La inflación del año pasado fue cercana a 100%. Las reservas en el Banco Central son exiguas y la inestabilidad del tipo de cambio denota la poca confianza de la población en el peso. Si bien el país mostró signos de recuperación económica tras la pandemia –aumentó el PIB y bajó el desempleo–, la pobreza creció durante el actual gobierno hasta llegar a 39%, y la distribución del ingreso es incluso más desigual que durante el cuatrienio macrista.
La coalición oficialista enfrenta entonces este año una nueva instancia electoral con el boletín de calificaciones casi reprobado, con una disputa interna feroz entre los socios de la coalición gobernante –Alberto y Cristina no se hablan hace meses–, y negociando a contrarreloj adelantos por parte del FMI que le permitan llegar con un colchón mínimo de reservas de dólares para aplacar las corridas cambiarias que desestabilizan el escenario.
No sorprende, entonces, que Alberto Fernández haya renunciado semanas atrás a competir por la reelección. Esto, sin embargo, no alcanzó para calmar las aguas en el oficialismo, ni para arribar a una fórmula electoral de consenso. El FdT aún no tiene candidatos definidos y –si las negociaciones continúan siendo infructuosas para encontrar un candidato- se encamina a dirimirlos a través de elecciones primarias, una opción inusual para el peronismo, más acostumbrado a consensuar fórmulas vía la negociación de sus dirigentes. Massa, quien parece más cerca de serlo, es hoy el ministro de Economía y se dedica cada día a apagar incendios, sobre todo a evitar que se descontrole el valor del dólar blue (cotización del mercado informal). A ello se suma que las encuestas muestran como favoritos a los candidatos de la oposición. ¿Se encuentra el país a las puertas de una nueva alternancia en el poder?
¿Péndulo o tobogán?
Para algunos analistas, la sociedad argentina se mueve al modo de un péndulo: oscila entre elegir gobiernos peronistas y gobiernos liberales. Los primeros se orientan históricamente al mercado interno, al proteccionismo económico y a la distribución del ingreso, mientras que los segundos se inclinan por la desregulación de la economía y son más abiertamente promercado. Movimientos sociales y sindicatos por una parte, empresarios y grupos financieros internacionales por la otra, operan respectivamente como base de sustentación de cada bloque.
Si las encuestas aciertan en su pronóstico, desde el próximo 10 de diciembre Argentina refrendaría nuevamente su «bicoalicionismo»: dos bloques que reemplazaron el bipartidismo tradicional de peronistas y radicales. La llegada de un gobierno de otro signo político confirmaría también la tendencia regional por la cual (salvo en Paraguay) «pierden los oficialismos». Haber gobernado durante los aciagos tiempos de la pandemia podría explicar el poco éxito de las administraciones de turno al buscar revalidarse en las urnas.
A diferencia de lo sucedido durante los periodos de hegemonías largas, como la de Carlos Menem (1989-1999) y la de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner (2003-2015), la volatilidad del voto que se percibe desde 2015 redunda en que ninguna de las dos grandes coaliciones parezca capaz de implementar su programa, el cual termina bloqueado en las elecciones siguientes por el partido que está en la oposición. Algo así como un loop de identidades negativas que se manifiesta en las urnas, para decirlo desde la innovadora conceptualización de las identidades políticas que propone el politólogo peruano Carlos Meléndez en su reciente libro The Post-Partisans: Anti-Partisans, Anti-Establishment Identifiers, and Apartisans in Latin America (Cambridge UP, 2022).
Esta alternancia en continuado podría encarnar un aggiornado «empate hegemónico», fórmula con la que Juan Carlos Portantiero describiera el escenario en la década de 1960, en el cual dos grandes bloques políticos obturaban los objetivos del adversario «pero sin recursos suficientes para imponer, de manera perdurable, los propios».
Sin embargo, la idea del péndulo político electoral o la replicación del «empate» de los 60 omite una tendencia constante de la estructura social argentina. Como marca el antropólogo Pablo Semán, si se comparan los indicadores socioeconómicos desde aquellos años hasta hoy, el derrotero del país, antes que la trayectoria de un péndulo, se parece más bien a la caída sin atenuantes de un tobogán.
Metamorfosis en el mundo del trabajo
Las transformaciones en la estructura social argentina tienen su centro de gravedad en el mundo del trabajo. La dictadura militar primero y la década neoliberal después disolvieron la matriz productiva que venía sustentando aquella sociedad de casi pleno empleo. La destrucción de los marcos de sentido y de sociabilidad que brindaba el mundo del trabajo formal abrió paso a una transformación profunda de los vínculos sociales, en un proceso de desafiliación partidaria y de desafección social que modeló una «sociedad excluyente», al decir de la socióloga Maristella Svampa en su libro que lleva ese nombre (Taurus, 2005).
La sociedad argentina reconocida décadas atrás por sus altos niveles de inclusión y por su capacidad de movilidad social ascendente mediante la acción redistributiva de un Estado fuerte parece ya cosa del pasado. Para el sociólogo Juan Carlos Torre, en las últimas décadas Argentina pasó de ser un país con pobres a ser un país con pobreza, instalada ahora como problema estructural.
La crisis de 2001 escenificó de manera dramática esa transformación. Las enormes masas de desocupados que dejaron las privatizaciones neoliberales se lanzaron al espacio público exigiendo trabajo y asistencia estatal. Despojados de los repertorios de protesta que ofrecía el mundo gremial del trabajo formal, lo hicieron sin más herramientas de acción colectiva que los cortes de rutas y de calles, los famosos «piquetes». Nació así el movimiento «piquetero», que dinamizó la protesta social en aquellos años de crisis. Estas organizaciones sociales, lejos de haberse disuelto, continuaron creciendo.
El desarrollo de los movimientos sociales durante estos últimos años da cuenta del devenir del mundo del trabajo y del peronismo como su espacio de referencia política «natural». Los gobiernos kirchneristas entre 2003 y 2015 lograron mejorar los índices de empleo y redujeron la pobreza. Sin embargo, un sector de la sociedad nunca pudo ser plenamente incluido y ha sobrevivido mediante estrategias de autoempleo en cooperativas de las organizaciones sociales, desde las cuales ha disputado subsidios estatales y generado emprendimientos productivos.
Tras 12 años de kirchnerismo, cuatro de macrismo y tres de peronismo «albertista», este sector no fue reabsorbido por el empleo formal. En los ciclos en que bajó la desocupación, lo hizo a caballo de la informalidad. Según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), en marzo de 2023, 45% de quienes trabajaban en Argentina lo hacían en empleos precarios, sin derechos ni estabilidad laboral. Además, muchos cobran salarios extremadamente bajos, lo cual configura un fenómeno novedoso en el país -aunque quizás más frecuente en países vecinos-: la consolidación de un segmento de la población con empleo formal pero bajo la línea de la pobreza, «trabajadores pobres».
Actualmente, el Estado otorga un subsidio mensual cuyo monto equivale a 50% del salario mínimo a casi 1,2 millones de personas que se encuentran en la informalidad. A cambio, deben cumplir con una contraprestación laboral de medio tiempo que, generalmente, realizan en cooperativas de los movimientos sociales. Este es el sector de trabajadores que las organizaciones que provienen del mundo piquetero buscan agrupar de manera estratégica, y cuyas tareas engloban bajo el rótulo de «economía popular».
Este sector, además de su enorme capacidad de movilización, viene diversificando sus estrategias de poder. Por el lado sindical conformó un gremio, la Unión de Trabajadores y Trabajadoras de la Economía Popular (UTEP), que ya lleva afiliadas a casi medio millón de personas. Por otra parte, inició negociaciones con los líderes del peronismo, a partir de las cuales apoyó al FdT y colocó a militantes en puestos del gobierno. Así, desde 2019, se observa la presencia de dirigentes movimientistas en cargos estatales, con la particular novedad de que han asumido en el Congreso Nacional ocho diputados y diputadas que responden a estas organizaciones.
Con frecuencia, los medios de comunicación muestran cómo, en diversas coyunturas, los gobiernos deben negociar con los sindicatos y con los movimientos sociales casi en tándem. Se trata, este último, de un sector que se ganó un espacio por derecho propio en el mundo político, a partir de la representatividad que tiene entre las personas más necesitadas. A más de 20 años del estallido social de 2001, todo parece indicar que a los movimientos sociales les esperan aún largos años de protagonismo en la escena pública.
El peronismo tras la sociedad
El peronismo no fue ajeno a estas transformaciones en el mundo del trabajo. Durante las últimas décadas, el movimiento político más importante de la historia argentina cambió su relación con las bases sociales. En su libro La transformación del justicialismo (Siglo XXI Editores, 2005), el politólogo estadounidense Steven Levitsky sintetizó este derrotero con una sugestiva frase como subtítulo: «Del partido sindical al partido clientelista». Debilitadas las estructuras sindicales tras la crisis del mundo del trabajo, las redes de reclutamiento del peronismo se reorientaron a las barriadas populares a través de los mediadores estatales, con el conurbano bonaerense –la región más densamente poblada del país– como principal bastión electoral.
Al mismo tiempo, y desde el retorno democrático de 1983, una de las múltiples facetas que asumió el peronismo fue la de organización capaz de suturar los escenarios de crisis económica. Durante las dos crisis más dramáticas de estos últimos años, la de 1989 y la de 2001, los gobiernos de turno no pudieron concluir sus mandatos y en elecciones anticipadas la ciudadanía le dio votos de confianza al peronismo para reencauzar el deterioro institucional.
Tanto en su versión neoliberal con Carlos Menem en la década de 1990, como en su formato progresista con Néstor Kirchner en los 2000, el peronismo ofreció orden, estabilidad económica y un ciclo inicial expansivo de consumo. La promesa de estabilidad y consumo sintetizaba también las esperanzas que despertó el FdT tras el fracaso de Macri, y es justamente lo que retorna ahora como una enorme frustración para quienes acompañaron la candidatura de Alberto Fernández.
Es cierto que desde su asunción esta coalición tuvo que enfrentar condiciones adversas: lidiar con la pandemia de covid-19, con la inestabilidad de los precios producto de la guerra en Ucrania y, luego, con una sequía histórica, que según consultoras privadas mermará en casi 20.000 millones de dólares los ingresos a las arcas públicas este año debido a la reducción de las cosechas. Pero no es menos cierto que tanto la pandemia como la guerra afectaron también al resto de los países y, si se considera el cuadro regional, la mayoría de las economías latinoamericanas tuvieron cifras de inflación muchísimo más bajas (y que además ya se encuentran en descenso), sumado a que sus guarismos de pobreza no aumentaron como sí sucedió en Argentina.
A finales de este año el país conmemorará 40 años ininterrumpidos de gobiernos democráticos. Esta estabilidad en el régimen político contrasta con la recurrente inestabilidad económica, con una macroeconomía siempre afectada por un insuficiente ingreso de divisas y sin proyectos de desarrollo a largo plazo.
Gane este año la oposición o logre reelegir el oficialismo, el peronismo no podrá mirar hacia atrás y decir que esta vez cumplió plenamente con las promesas de reparación económica. Al respecto, una publicidad de aquella campaña electoral de 2019 regresa ahora como un recuerdo incómodo: el spot del peronismo mostraba a un trabajador en su casa, con su parrilla sucia y en desuso a causa de la crisis económica del macrismo. Una voz en off narraba sus lamentos: «Antes llegaba el fin de semana y alguien decía: ¿hacemos asado? Le verdad, empezar a perder esas cosas…». Al finalizar, el trabajador decía ilusionado: «Lo bueno es que en un tiempo todo esto va a mejorar», para cerrar con el logo partidario y los nombres de la fórmula: «Alberto+Cristina».
El historiador Roy Hora señaló que el consumo de carne operaba, durante el siglo XX, como una «promesa peronista de reparación de los agravios del pasado». Las estadísticas actuales son elocuentes: en 2022 se registró el nivel más bajo de consumo de carne de los últimos 100 años.
Tal vez estas frustraciones, junto con los traspiés tanto del macrismo como del peronismo en sus últimas experiencias de gobierno, expliquen la emergencia del «libertario» Javier Milei, un economista de 52 años exponente de la extrema derecha. Su figura busca encarnar una versión local de Donald Trump o Jair Bolsonaro. De hecho, en las franjas jóvenes –y en especial entre los varones–, aparece como un candidato con altísima imagen positiva. Algunos análisis sugieren que Milei logra ser un catalizador de aquellos varones jóvenes frustrados por la falta de horizontes laborales y económicos, a lo cual algunos suman un componente ideológico: esa franja sería las más «herida» por el enorme avance de la agenda feminista y de la diversidad sexual. Pero su propuesta de dolarización de la economía y su reivindicación del presidente Carlos Menem entroncan también con cierta añoranza de la «estabilidad» de los años 90.
Como sea, es evidente que en la actual coyuntura el peronismo ya no resulta tan atractivo como en los «años dorados» del kirchnerismo, cuando la juventud se sentía seducida por los discursos apasionados de la líder y por un país con índices socioeconómicos más saludables. Fue la propia Ofelia Fernández, joven militante feminista y parlamentaria que se sumó al FdT en 2019, quien lo resumió en estos días sin ambigüedades: «los jóvenes ya no se enamoran del peronismo».
Sin embargo, no hay que perder de vista que, desde 1955, todos los presagios de muerte del peronismo fueron una y otra vez desmentidos por la realidad. Este movimiento ha mostrado a lo largo de los años una enorme resiliencia y capacidad de reagrupamiento tras situaciones críticas. También ha exhibido reflejos y creatividad para irradiarse en sectores medios y bajos ante cambios de vientos ideológicos.
Por ello, quizás no se trate de augurarle un nuevo final, sino de interpretar cómo responderá este histórico movimiento político ante los nuevos tiempos. O para decirlo con la pregunta de San Pedro: ¿quo vadis, peronismo?
Fuente: nuso.org