Con el agradecimiento de mi Tía Enid. Una llamada del más allá.
Vladimir de la Cruz
vladimirdelacruz@hotmail.com
Quienes se concentran en estos fenómenos o situaciones de experiencias vitales lo hacen a partir de una amplia revisión de principios científicos, partiendo que esas situaciones no son compatibles con las percepciones, creencias y expectativas de la realidad.
Hay situaciones de estas que hoy se comprenden en lo que llaman hechos paranormales, que trata de apariciones, clarividencias y comportamientos que se oponen a principios científicos básicos. Son experiencias fuera del cuerpo. Uso el término paranormal para distinguirlo del sobrenatural, que refiere más a temas de ficción, que son los relacionados con brujas, vampiros, fantasmas, demonios o diablos y ángeles, seres o personajes de otros mundos. En este aspecto sí creo que debe haber otras formas de vida en el sistema planetario o en el Universo, que no es mi interés abordar ahora.
Quienes estudian los fenómenos paranormales parten de que tienen origen en la sugestión, aspecto que no es del ámbito de mis creencias. Relacionado con todo esto la ciencia ha desarrollado el campo de estudios llamado parapsicología. En síntesis, en lo paranormal no hay reglas claras.
Con motivo de uno de mis últimos artículos que traté sobre las religiones principales y sus textos fundamentales, un querido y apreciado amigo me escribió, provocándome a tratar un tema «que pocos toman en serio: la vida después de la vida”, tema por lo demás también lleno de prejuicios.
Mi amigo, que tiene varios años de tratar de entender la física cuántica y de conocer las asombrosas propiedades de las partículas subatómicas, de las cuales hay alrededor de 20 hoy día, ha llegado al convencimiento científico, no religioso, él no lo es, de que efectivamente existe algo que trasciende efectivamente a la muerte del ser humano y que se puede llamar entidad cuántica tipo fotónica, que conduce a explicar situaciones particulares vividas por personas.
Mi amigo en este sentido señala que hay enfermos moribundos que pueden verse a sí mismo en su lecho de muerte desde el aposento en que se encuentran, pueden ver al personal médico que lo atiende (sin tener ojos), pueden escuchar lo que hablan (sin tener oídos), pueden moverse (sin tener piernas) y pueden memorizar (sin tener cerebro). Para mi amigo esa entidad que está viendo su cuerpo tendido, vendría a ser una energía propia que emana del individuo, que se despliega en esos casos y que luego “le informa” al cerebro del paciente, todo lo acaecido en esos momentos. Luego al ser sanados, los enfermos repuestos recuerdan perfectamente todos los detalles que percibió la entidad, es decir la que ésta le transmitió de esa información, que el paciente moribundo no tenía forma de conocer, situaciones que hoy la ciencia médica no coloca en el umbral de las alucinaciones, o resultado de la aplicación o suministro de medicinas.
Mi abuelita materna, Ofelia, Ita cariñosamente como la llamaba, creía en esta fuerza energética. Había estudiado la Teosofía, pertenecía a su organización así como al movimiento Rosacruz. Creía en una vida superior, en Dios y en Cristo, uno de los grandes iniciados, como lo estudió Eduardo Schuré, uno de sus libros de cabecera. Había pedido que al momento de su fallecimiento se le tomara una foto de su cuerpo acostado. Estaba convencida que se desprendería una energía y quería que se le retratara. Me puso testamentariamente a cargo de su funeral. Lamentablemente no le pude cumplir en este final de la foto porque falleció en un hospital.
Concluye mi amigo que esa entidad de energía cuántica, al contar con esas capacidades y poder transmitir toda esa información al paciente luego recuperado, es por una razón: porque tiene conciencia propia; una conciencia separada del cerebro humano, aunque no se puede decir que separada del ser humano.
A mi apreciado amigo, que me ha pedido mantenga su anonimato, le puedo documentar algunas situaciones vividas, por mí y mi familia, que no sé si caen o se ubican en esta esfera de estudios de la física y sus partículas subatómicas. Son situaciones reales, que ocurrieron.
La primera. Era el año 1968. Era dirigente estudiantil del Frente de Acción Universitaria, FAU. Asistí al Festival Mundial de Juventud en Bulgaria. Después viajé a Praga, Checoslovaquia, con el presidente de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Costa Rica, FEUCR, Jorge Gutiérrez, que llevábamos el encargo de afiliar a la FEUCR a la Unión Internacional de Estudiantes, UIE, que tenía sede en Praga. En Praga recibí una invitación para Moscú y Tayikistán, una de las Repúblicas Socialistas Soviéticas.
El 20 de agosto, de nuevo en Moscú, abordé el avión para regresar, pasando nuevamente, en escala, por Praga. Mi madre en ese momento desconocía donde me encontraba yo. Conocía de mi viaje, pero no los sitios que visitaría, las invitaciones que recibí, ni la fecha exacta de mi regreso.
La noche del 19 al 20 mi madre tuvo un sueño en el que me vio rodeado de tanques de guerra, en una situación de conflicto. Preocupada se dirigió donde una de sus mejores amigas, Elena Castellanos, la esposa de Eduardo Mora Valverde, dirigente del Partido Vanguardia Popular, donde acostumbrábamos ir a tomar café una vez por semana. Mi madre le contó angustiada a Elena su sueño. Elena le dijo que no se preocupara, que los países donde estaba todo era seguro y ningún peligro de esa naturaleza correría.
El amanecer del 21, Juan Frutos, estudiante costarricense en Bulgaria, gran amigo mío, llegó a despertarme e informarme que la Unión Soviética había invadido Checoslovaquia, como reacción al movimiento reformista que encabezaba Alexander Dubček, bajo el nombre del “socialismo con el rostro humano”. Me hizo asomarme a la ventana de la residencia estudiantil donde estaba y lo que vi fue un enorme tanque a la par del edificio, al puro frente de la ventana del cuarto. Quince días después negociando con la Embajada soviética me devolvieron a Moscú y me dieron otra ruta de regreso a Costa Rica. El hecho es que mi madre me vio rodeado de tanques de guerra sin saber dónde estaba.
La segunda. Mi esposa, médico, patóloga, viajó a la Clínica Mayo, en Estados Unidos, a una especialidad. Nos quedamos mis hijos varones y yo sin ella mientras hacia sus estudios. El día de su partida mis hijos entrenaban natación en el Tenis Club. Lautaro, el mayor fue a recogerlos alrededor de las 6 p.m.
De regreso a la casa tuvo un accidente, un choque bastante violento cerca del Gimnasio Nacional, dichosamente sin consecuencias personales. Venía con el menor, con Tupac en traje de baño todavía secándose, de su entrenamiento, dentro del carro.
Justo unos minutos más tarde de la hora del accidente, sin que se le hubiera avisado nada, sin ella saber nada, llegando al apartamento donde vivíamos, a la par de la casa de mis suegros, mi esposa llamó preguntando por los niños porque había tenido una sensación o un presentimiento de que algo les había pasado, que ella asociaba justamente con un posible choque automovilístico. Le informamos de la situación garantizándole que no tenía que preocuparse ni regresarse.
La tercera. A principios de este siglo llevamos a Tupac a dejarlo en Estados Unidos, a la Universidad. La noche anterior al viaje había comido con mi esposa unos camarones en un restaurante chino, que me intoxicaron.
Llegué a los Estados Unidos prácticamente enfermo, me bajaron en silla de ruedas del avión. Pasé toda la semana aumentando mi infección, con un umbral muy alto del dolor, que no lo sentía. Comía las cosas que no debía en esos días aumentando el riesgo de mi infección. Regresamos. De emergencia me llevó mi esposa del aeropuerto a ver al Dr. Camacho Fernández, que al revisarme ordenó mi internamiento y operación inmediata, en el San Juan de Dios. Grave era la situación, inexplicable lo que había aguantado. Me salvó el Dr. Camacho y su equipo de médicos y personal hospitalario que me atendieron. Me limpiaron, perdí parte del epiplón, una de las capas que cubre el estómago, en su curvatura mayor cercana a duodeno. Me pusieron una malla de un material especial, que a veces en los aeropuertos provocaba la atención de quienes estaban a cargo de los aparatos de rayos X chequeando pasajeros.
Salí de la cirugía. Tuve la sensación, que relaté más ampliamente en un artículo de esos años, de que estando en el cuarto me llegaron a visitar un grupo de ocho personas, todos de traje entero negro, que me rodearon en la en la cama o camilla donde estaba. Era la imagen de un grupo de personas que recogía muertos o cadáveres. Me veían. Hablaban frente a mí, sin entenderlos. Les hice señas y les dije que no estaba listo y desaparecieron. Todavía sigo vivo.
La cuarta. Esta experiencia es reciente. Acaba de fallecer mi querida tía Enid. Vivía en Nicoya. Su deseo era ser incinerada y que sus cenizas se depositaran en el mar. Mi primo Alvar, su hijo, y su esposa Sandra tomaron la decisión de irla a dejar en la playa Iguanita, un verdadero paraíso, pequeñito, de playa blanca, mar tranquilo, con características la zona de parque nacional, de conservación natural. Ese día con poca gente y algunas tiendas de campaña que permiten para quienes deseen estar unos días. No hay hoteles.
Nos reunimos en Liberia el día anterior Alvar y Sandra, una sobrina de Sandra, mis tíos Roberto, que tiene casi100 años, su esposa Yara, hermana menor de Enid, su hija, Yma Yara, mi prima, y su hijo Rodrigo, a quien se le sumó su esposa que llegó de los Estados Unidos a Liberia y yo. Ese fue el grupo que acompañamos a Enid hasta su última morada.
En Liberia hicimos en la casa que se había alquilado el día anterior, un acto pequeño, íntimo, de despedida donde pronunciamos algunas palabras que recordaban la hermosa vida de mi tía en su campo profesional, laboral y familiar.
Llegamos a la playa Iguanita. De nuevo una final y corta ceremonia de despedida. Mi primo Alvar y yo nos metimos al mar, un mar tranquilo, con oleaje bajo. Alvar abrió el recipiente donde venían las cenizas de la Tía Enid., finas cenizas blancas. Procedió, como era su deseo, a esparcirlas sobre las olas. Se hizo una especie de manto blanco que se movía al compás del oleaje, como en una danza, como si estuvieran las cenizas disfrutando el momento, por unos dos o tres minutos. De pronto se esfumó, desapareció el manto de cenizas, y Alvar y yo salimos, sintiéndonos satisfechos de haberle cumplido a la mamá, mi tía.
De regreso a Liberia, paramos en el Restaurante El Jardín. Empezamos a entrar casi en fila india. Los últimos del grupo éramos mi primo Alvar y yo. Caminábamos juntos. De pronto le suena el teléfono a Alvar. Paramos para que él lo sacara de su bolsa. Lo ve y me dice: “mirá, quien llama”. ¿Quién?, pregunto. Me enseña la pantalla y dice: “Mamá”. Me enfatiza: “mamá me está llamando”. Le pregunto: ¿Quién tiene el teléfono de Enid, que se pudiera haber activado accidentalmente? Me responde: “Nadie, el teléfono se quedó en Nicoya”. Le digo: “Enid está agradeciendo que la dejáramos en el mar”. Terminé de decir eso y desaparece el nombre de la pantalla, acabándose el timbre de la entrada de la llamada…Entramos al Restaurante, contamos lo sucedido y todos estuvieron de acuerdo en la forma de agradecimiento que había hecho Enid.