José Calvo
De la producción y el comercio
Estas dos actividades humanas están íntimamente ligadas. Se comerció con el producto de nuestro trabajo desde antes de que existiera la civilización, y el comercio estimula la producción. Hay entonces aquí una relación complementaria. Es oportuno decir de una vez que se trata del trabajo de todos; aún de los incapacitados, puesto que ellos son una parte inevitable de la población; vienen con nosotros. Y también es oportuno decir que dividir el producto desigualmente entre las personas que lo hacen es un vicio que no hemos podido erradicar, y que más bien fomentamos cuando decimos cosas como “los dueños”, “la sobrevivencia del más apto” y “competir o morir”.
La producción y el comercio están entre las principales actividades que caracterizan a la especie humana, pero no son las únicas. Ni la relación entre ellas es indispensable, porque somos un bicho con una enorme versatilidad que le permitió evolucionar sin meterse en el callejón si salida de la especialización; cosa que estamos haciendo cuando se da tantísima importancia al mercado: una concha de tortuga. Es verdad que tenemos una tendencia evidente a comerciar, pero es más bien parecida a la tendencia de los minerales a formar cristales de diferentes formas que luego hay que guiar, cortándolos y puliéndolos para completarles la intención. Igual que el mercado es una intención que necesita corrección y pulimento o dirección, porque no puede ser libre sin sufrir adulteraciones y abusos como los que han conducido a la crisis, y como es de hecho la actividad de la Organización Mundial de Comercio, cuya excesiva normativa es lo que llaman comercio administrado, con el agravante de que estas normas son dictadas por las naciones másricas, y que contradictoriamente, la consecuencia de ignorarlas es la pérdida del mercado: no te compran si no entras.
Andar forrajeando por su territorio equivalía primitivamente a estar produciendo, como también acarrear la comida a la cueva, prepararla, y guardar lo que sobrara. Y la producción aumentó mucho cuando el trabajo se dividió entre las mujeres haciendo el forrajeo y los hombres el de la caza. Y aumentó todavía más cuando estos inventaron armas y herramientas para facilitar la cacería. Y más todavía cuando idearon cambiar algunos de sus productos con los de la tribu vecina.
Simultáneamente con la producción necesaria para comer estuvieron siempre la disputa por el territorio con las hordas vecinas (la guerra), y el intercambio de bienes con ellos (el comercio). Este es entonces casi contemporáneo con la existencia de la especie, y ha ido evolucionando de formas extrañas, como poner los bienes en algún lugar, para que el otro los tomara a cambio de los suyos sin ninguna comunicación entre los comerciantes, pero vigilados a distancia prudencial por los guerreros de ambas tribus comerciantes; lo que todavía se hace. Al libre comercio lo vigilan (lo llaman tutelar) legiones de autoridades que demandan el cumplimiento de las regulaciones escritas en decenas de miles de páginas, administradas por la OMC (la Organización Mundial de Comercio). Libre entonces nunca ha sido el comercio, pero se insiste en hablar del libre comercio, y curiosamente, quienes más insisten en llamarlo así son precisamente quienes más lo administran: la citada contradicción.
Nos parece innecesario elaborar el hecho de que en esencia la producción y el comercio son la misma cosa, pero hay que hacerlo, porque los comerciantes y sus agentes (el mercadismo) tratan de convencernos de que lo importante es el consumo, y dicen que eso es porque ¡”si los consumidores no consumen los productores no pueden vender su producto”!. Hemos visto en el periódico el argumento de un economista libertario, de que la creación de riqueza depende de la diferencia entre lo que uno crea que va a obtener por su producto y lo que en realidad obtiene; algo que resulta positivo si para usar su ejemplo, uno solo tiene arroz y otro tiene solo carne, y como ambos quieren balancear su dieta, y naturalmente el uno aprecia más la carne que el arroz, y el otro más el arroz que la carne. Claro que si nos pasara la del jibarito de la canción de Daniel Santos, que no pudo vender su carga, entonces el efecto es negativo y la riqueza disminuiría. Pero esto es una solemne majadería, parecida a cuando de niños preguntábamos si es más importante el corazón que la cabeza. Conocemos mucha gente viva que no tiene cabeza, y más aún que no tienen corazón. Se dedican a lo que en inglés llaman “sharp practice” y en América Central coyoteo.
De la empresa humana y el mercado
Pero es necesario advertir que no toda la producción humana va para el mercado. Que no toda es igualmente rentable porque no toda lo puede arrinconar (acaparar la oferta). Y que se hacen muchas cosas útiles sin siquiera pensar en venderlas. De hecho, las verdaderamente indispensables, como la comida y la ropa que no es de marca, no son rentables, pero se insiste en su libre comercio para obtenerlas más baratas, aunque eso disminuye la oferta. Como también se insiste en que su financiamiento sea con los mismos intereses que pagan los que se dedican a las menos necesarias, o a las dañinas, como el tráfico de drogas. A esos intereses los llaman “el costo de oportunidad” y es más bien un oportunismo, parecido a la importación de alimentos subsidiados baratos a un precio que el periódico La Nación llamaba “costo de oportunidad”; una ventaja que generalmente no se traslada al consumidor.
La empresarialidad es también una característica humana y va más allá de la empresa comercial. Se refiere más bien al gusto por la aventura riesgosa, como ir a conquistar América, lo que no se puede haber hecho por el afán del oro, cuando uno piensa en tipos como Almagro, Balboa, Pedro de Alvarado, Hernando de Soto, Francisco Carvajal, Lope de Aguirre, Hernán Pizarro, Cabeza de Vaca o Sarmiento de Gamboa: era mucho más probable dejar los huesos en la empresa. Y vemos con mucha frecuencia el sacrificio de la vida misma para avanzar una causa o satisfacer una venganza, como los jóvenes palestinos terroristas. Lo que les hacen a ellos no es terrorismo, y obedece a la antigua consigna de muera el infiel (la guerra).
Como el paradigma del mercado asocia la ciencia con la industria, hay que decir que así comenzó ese paradigma hace 500 años, tiempo en que la relación se ha ido agravando, pero que tradicionalmente, la búsqueda científica solo se hacía por curiosidad. Los científicos no eran empleados de las corporaciones comerciales, y no existían las patentes. Igual ha sido siempre con el arte que es también una forma muy importante de producción. Van Gogh y Gauguin nunca vendieron una pintura, ni dejaron de pintar porque les faltara el mercado. Y a los religiosos, otra actividad humana muy importante, no los anima el afán de lucro, ni habría remuneración posible para el trabajo de la Madre Teresa. ¿Cuál plata del mundo podría pagar el de Gandhi, o el de San Francisco de Asís, que no quiso la fortuna de su padre y repudiaba la riqueza y el boato de la iglesia? A los místicos asiáticos la gente les pone de comer en su escudilla, y en su contemplación puede estar nuestra salvación, la de este mundo.
No solo no hay ninguna razón para haberlo puesto todo en el mercado tratando de fijar la conducta humana que cambia con una frecuencia impredecible, sino que hemos hipertrofiado las actividades del mercado, somos incapaces de reconocer el límite ambiental, y nos engañamos hablando de desarrollo sostenible. Para no hablar de la inadecuada distribución de la riqueza, que aprobamos al hablar de la virtud de la competitividad, del éxito económico, y de la sobrevivencia del más apto.
La virtud principal de la especie humana ha sido su falta de especialización, que le permite adaptarse a un ambiente cambiante, y cuando lo reducimos todo a un mercado hipertrófico, abandonamos esa virtud para convertirnos en una especie de tortuga, muy exitosa hasta ahora, pero condenada a la extinción por el callejón sin salida. La especie necesita ya ejercitar sus otras habilidades, como las parasicológicas, y una fijación patológica en el mercado, así como el llamado “método científico” estorban esa versatilidad, considerándola una charlatanería.
Tampoco son útiles todas las empresas humanas, y algunas son destructivas, como la droga, o, pensando en nuestra delincuencia, la industria del entretenimiento que se enseña con tanta eficacia por la televisión. Ni se respetan las leyes del mercado en el combate de las delictivas, pues persiguiendo la droga lo que se consigue es disminuir la oferta y elevar el precio, lo que la hace más atractiva para los traficantes; que no son solo los burros que la transportan en pequeñas cantidades, sino nuestros grandes administradores aeroportuarios que pueden comprar un avión para trasegar, y seguramente los que están más arriba y se hacen del ojo pacho. Todo lo cual nos demuestra que el ingenio humano tiene manifestaciones diferentes, y que muchas no deben ser libres.
Es evidente entonces que tenemos una tendencia a acumular riqueza, y a explotar la naturaleza para extraerla. Y que intercambiando los bienes y los servicios esa riqueza se aumenta. Y también es evidente que tenemos una tendencia a la división de clases, y a la guerra, y al egoísmo hostil e insociable, y al sacrificio y el altruismo, y a las empresas riesgosas por el placer de la aventura más bien que por la remuneración, y a plasmar la belleza de la inspiración artística, y a explorar nuestra evidente habilidad parasicológica, y a trascender la condición material en raptos místicos para identificarnos con el creador. Y seguro a otras cosas que no debemos limitar por la especialización.
De la plata y el comercio
El comercio (y la producción, entonces) se facilitó mucho con la invención de un medio de cambio que agiliza las transacciones eliminando el cambalache como única forma de transacción, y que eso aumentó mucho el comercio y la riqueza. Pero como en todo hay un lado bueno y uno malo, creó un problema que todavía no hemos podido resolver: le dio al soberano la posibilidad de falsificarnos el dinero impunemente. Porque mientras nadie puede imitar semillas de cacao, todos los gobiernos pueden imprimir billetes. La invención del dinero como medio de pago permitió otro fenómeno que también aumentó mucho la riqueza, aunque la de unos más que la de otros, porque hizo posible la especialización, que también llaman la división del trabajo, y que se puede llamar la división de clases. En la sociedad primitiva cada uno hacía de todo: cultivar la tierra para comer y vestirse, construir la cabaña, enseñar a los niños, curar las enfermedades, exorcizar a los espíritus, y pelear contra la horda vecina; de policía y abogado no porque entre los miembros de la horda predominaban la solidaridad y el altruismo, y la competencia y la hostilidad que hoy practicamos entre hermanos, eran entonces solo contra los de la horda vecina. Pero después uno produjo la comida, otro hacía la ropa, otro construía la cabaña, otro curaba los males, otro exorcizaba los espíritus, y otro peleaba contra los vecinos. Y cada uno cobraba por eso lo que aguantara el mercado, como es entre nosotros todavía; el último generalmente ganaba más que las especializaciones anteriores; y más aún si se habían colegiado. La solidaridad y el altruismo son muy raros entre nosotros porque solo tienen éxito y sobreviven “los más aptos”. Otra forma de decirlo es que el que tiene más galillo traga más pinol.
El dogma de la división del trabajo demanda que el que produce la comida la venda en el portón de la finca, donde es más fácil coyotearlo, y reserva la industrialización y el comercio para los miembros de la cámara de productos alimentarios, que están de acuerdo con el libre comercio para importar más baratas sus materias primas, pero no para la importación del producto terminado. Cuando yo era un niño un peón ganaba dos colones, lo mismo que costaba la consulta de un médico. Ahora, si usted consigue un peón, le cuesta por lo menos 5,000 colones, pero la consulta vale 30,000. También se llama a eso progreso, porque entonces éramos solo medio millón de personas, vivíamos más modestamente, y teníamos menos cosas. Ya había corrupción, pero no delincuencia. Si somos más felices ahora que entonces es imposible de decir, y de nada serviría saberlo. Así es como es. Lo estamos comentando, no solo lamentando.
Del ambiente
El sociólogo irlandés William Butler Yates describe en “A Vision” un ambiente como un campo de energía que los organismos aprenden a explotar mediante el conocimiento, y este se puede almacenar en grandes cantidades cuando se escribe, pues la escritura se inventó para llevar un record de los alimentos almacenados. Hay que aclararle a los “nerds” que una cosa es crear conocimiento y otra es trasmitirlo. Y tal vez también que es antisocial limitar su difusión. Pero el conocimiento de la explotación del campo de energía acelera su uso, o acorta su duración. Esto es lo que llamamos productividad. Los avances tecnológicos de la industria nos permiten producir más, y agotar más rápidamente la energía del campo. Cuando se producen más autos por día se usan más metales, más plástico, más caucho, etc., y eso acelera el agotamiento de esos recursos naturales, generalmente no renovables. Los tomamos de las minas donde están concentrados, y los desparramamos por todo el mundo donde resultan irrecuperables.
También se necesita más gasolina para poner los carros en marcha, y el petróleo se acaba. Y tampoco se puede reclamar eficiencia en el proceso industrial. El automóvil mismo, el emblema de nuestra civilización maquinista, está movido por un motor que solo aprovecha una quinta parte de la energía del combustible, y el ecomarchamo que tanto nos enorgullece no mejora eso casi nada, nos permite seguir siendo irresponsables, y es un gran negocio para el monopolio de la Riteve; los mismos empresarios que tanto nos hablan de la competencia y el mercado. Por eso creemos que el problema principal del paradigma es su falta de honradez. La revolución industrial, posibilitada por la ciencia física de hombres como Galileo y Newton, consistió principalmente en la invención de la máquina de vapor y el motor de combustión interna: una maravilla de la ingeniería que es también un exponente de la ineficiencia.
Pero aquí necesitamos hacer otra reflexión. Además de que como se trata de explotar la energía de un ambiente y esta es finita, entre más eficientemente la explotemos más rápido se agota, lo que llamamos el límite ambiental, están también los residuos que quedan de esa explotación, y eso es lo que llamamos la contaminación ambiental. Aunque los entusiastas del mercado han inventado un concepto consolador que llaman producción sostenible, la que supuestamente nos permitirá seguir creciendo indefinidamente. En la Conferencia de Río el industrial millonario suizo Joseph Schmidtheiny dijo que la actividad económica mejora al ambiente, lo que llamó sinergia. Dice que podemos seguir creciendo indefinidamente (aumentando el PIB de todas las naciones) no solo sin dañar el ambiente, sino más bien mejorándolo. Creo que es una gran arrogancia creer que le vamos a enmendar la plana a Dios, enseñándole a su naturaleza como mantener y mejorar el equilibrio.
El mercado no existe
Se dice que las leyes que gobiernan la actividad comercial son la oferta y la demanda. Y se dice además que el precio de un bien proviene del libre juego de estas dos leyes. Pero lo que podemos decir con seguridad es que la demanda depende de la necesidad; que esta se crea con la costumbre y con la publicidad; que la limitación de la oferta o la escasez (lo que en ciencias naturales llaman el factor limitante) determina el precio que la gente está dispuesta a pagar; que sabiendo esto los comerciantes se encargan de limitar la oferta, de la misma manera que se encargan de aumentar la demanda; y que entonces nunca hay un libre juego. Además, existe lo que se llama los términos de intercambio, que se deterioran cada vez más para las sociedades subdesarrolladas que compran bienes industriales vendiendo materias primas. Aunque como la historia cambia, puede ocurrir que la sociedad subdesarrollada le pueda vender los bienes industriales más baratos a la más desarrollada (mientras esta los pueda comprar), porque eso produce desempleo y crisis. Ahora lo está haciendo China (por lo menos temporalmente, lo que veremos según la crisis evoluciona). Lo que estamos diciendo en realidad es que hay un montón de consejas alrededor del comercio. Y también que es saludable desmitificarlo. La crisis nos ayudará.
Del comercio administrado y el monopolio (una negación del mercado)
En el siglo XIX el economista norteamericano Thorstein Veblen, que acuñó la expresión “los capitanes de la industria”, decía que estos no promueven la mayor distribución de los productos sino la menor posible, porque así los pueden vender más caros; y ese es precisamente el efecto neto de la propiedad intelectual. Uno puede constatar cómo un producto baja de precio a la mitad o menos apenas se vence su patente, y por eso es que las corporaciones han metido en el CAFTA DR, el nuevo concepto de la Información no Divulgada, que les da una extensión de varios años en la exclusividad de la venta después que caduca la patente; y los funcionarios de nuestro gobierno despatarrándose para conceder a las farmacéuticas trasnacionales el derecho de cobrarnos las medicinas al doble de precio, pasándole por encima al espíritu de nuestra ley de Información no Divulgada que se aprobó con los demás ADPICS (asuntos de propiedad intelectual ligados al comercio) antes de “negociar” el CAFTA DR, la cual prohíbe expresamente cualquier extensión la duración de la patente. Nuestro grado de malinchismo es una tragedia. En los Estados Unidos la información de la etiqueta, necesaria para vender un producto, continúa indefinidamente siendo propiedad de quien tuvo la patente, lo que equivale a una patente a perpetuidad. Pero son los practicantes del máximo proteccionismo quienes nos hablan de la libertad del comercio, mientras lo contaminan de monopolio; lo que de hecho son las mismas patentes, por lo que no deberían estar en la definición de libre comercio.
La derecha le hacía hasta hace poco las cruces al comercio administrado y decía que este debe ser libre, pero después de 30 años han creado el comercio super administrado por la OMC y los TLC, y ya no se habla de comercio administrado sino de comercio libre. El ensayista de derecha George F. Will preguntaba entonces en la revista Newsweek por qué necesita el libre comercio las 20000 páginas de regulaciones de la OMC, si un agricultor de California podía ir a vender sus productos a Florida sin ninguna traba. Y ahora ya han de ir allí por las 30000 páginas sin ningún progreso de la libertad, porque están desde hace años pegados en la ronda Doha del comercio agrícola, al que los países ricos no le quieren quitar los subsidios -y esa pega va en su beneficio, porque para salir del impasse nos han encauzado hacia los TLC-, que imponen a los países pobres la eliminación de aranceles a sus alimentos subsidiados, amén de otras demandas claramente monopolísticas, como el enorme plus de la información no divulgada a la propiedad intelectual, y la arbitrariedad del tribunal de solución de diferencias que está allá y es integrado por administradores de empresas. Se trata de que si no accedemos a esas demandas no nos compran: eso es el libre comercio. Al colonialismo impuesto por el “Maxim gun”, siguió el impuesto por las condiciones para comerciar, y nosotros dependemos de ellos para mantener nuestro estándar de vida importado, y para crecer. La crisis puede haber sido entonces una bendición.
En este libre comercio todo el mundo trata de vender lo más posible, y de comprar lo menos, y la poca libertad al comercio que se gana reduciendo los aranceles a la importación se pierde con las barreras no arancelarias, como las exigencias laborales, las ambientales, y las especificaciones de calidad o normas, que los países ricos nos imponen. También se engaña cuando se habla del déficit en la balanza comercial, pues los americanos monitorean muy bien todo lo que entra a su país, pero no lo que sale, y el precio de las manufacturas de los países pobres está inflado además por el “fee” que tienen que pagar por la propiedad intelectual americana; lo que hemos comparado en otras ocasiones con la obtención de algo a cambio de nada por el demonio de Maxwell.
Mi propia impresión es que el concepto de mercado está mal definido, porque si el mercado es aquella situación en que la oferta y la demandan se encuentran libremente alrededor de un precio dado, y si para conocer ese precio se necesita información –hasta privilegiada– que están en mejor capacidad de obtener los grandes empresarios, entonces el mercado no existe, porque el grande dispone siempre de mejor información que el pequeño, lo que da al traste con la competencia. Ni la oferta ni la demanda son libres, sino que ambas están manipuladas.
En un mundo lleno de contradicciones yo no le exijo pureza a nadie. Pero si los mercadistas andan diciendo que el mercado es Dios, entonces hay que desinflarles el balón. ¿Cómo vamos a decir que la oferta y la demanda tienen el carácter de una ley cuando la primera sufre siempre de la colusión del pacto de caballeros para limitarla y aumentar el precio, y la segunda se manipula con el lavado de cerebro de la publicidad; al extremo de que un muchacho prefiere los Nike con marca en $100 cuando los podría comprar sin marca por $5? Si usted se tira en un barranco se descalabra aunque su nombre sea “de la Gurbia”, porque la gravedad si es una ley. El precio de los diamantes no es muy alto porque hay muy pocos diamantes, sino porque De Beers los acapara. Diferente sería si al hablar del mercado nos refiriéramos a un objetivo difícil de lograr, pero entonces haríamos un esfuerzo por lograrlo en vez de asegurar que ya se logró para defender nuestro status quo. Además, aceptaríamos que el proceso necesita arbitraje, y trataríamos de que este fuera adecuado y justo.
Del reduccionismo. El paradigma excluyente del mercado
No se justifica que construyamos un ambiente solo alrededor de nuestra tendencia comercial, con abandono de todas nuestras otras habilidades, o supeditándolas al comercio, pero hay que ir más allá. Como sabemos bastante de la inestabilidad del planeta, no se justifica ningún paradigma que presuma de estabilidad permanente, o de la ilusión de crecimiento continuo, sino uno que tenga presente diferentes escenarios, para defenderse mejor de los cambios y asegurar la sobrevivencia de la especie, amenazada cuando nos metemos en un callejón sin salida. Sería muy bueno que las ciencias naturales se pudieran alejar de la rigidez de lo que llaman el método científico, que no les permite más que rascar la superficie del mundo, y que aceptaran los riesgos de investigar todas las características del mundo que ahora consideran impropias por temor a la charlatanería. Igual que sería muy bueno que las ciencias sociales buscaran un enfoque propio más original, que no sea el de las ciencias naturales, ni las mantenga ancladas en una epistemología que no les calza. Y no veo por qué no debamos investigar el misticismo que tenemos abandonado, donde bien puede estar el complemento de nuestra naturaleza.
“En tu país y el mío”, le dice el monje inglés William, personaje de “El nombre de la Rosa”, novela de Umberto Eco, al monje alemán Adso, “la gente consigue dinero para comprar cosas, pero en Italia la gente hace cosas para conseguir dinero”. Fue allí y entonces fue que empezó nuestra época, que parece estar llegando a su final, porque ya no es adecuada para nuestra situación.
Quizá por una de esas co-incidencias propias de las series sincrónicas, me regalaron la novela Parque Jurásico de Michael Crichton cuando empecé a escribir esta reflexión, y la novela trata de la impredictibilidad (el caos) de los sistemas artificiales. La novela se convierte en una viñeta porque Crichton abusa del suspenso para tratar como novela el tema de la teoría del caos, que solo se presta para un ensayo. Pero contiene la mejor explicación que he visto sobre el caos a que se expone peligrosamente una ciencia desbocada y arrogante que no considera las consecuencias de sus actos, al revivir mediante la ingeniería genética una época pasada, y resucitar animales cuya conducta era totalmente desconocida.
Los hombros de Copérnico, Kepler y Galileo eran lugar adecuado para acomodar a un genio como Newton, pero los de estos no pueden acomodar a las legiones de científicos jóvenes y arrogantes que demanda la sociedad industrial, y la calidad sufre peligrosamente. Bernard Shaw lo llama “la negra noche del comercialismo”. El actual paradigma empezó hace 500 años en Italia, como sustituto de la edad media, que había sido un paradigma adecuado para la humanidad de la época, pero ya no lo era, igual que ahora topó el paradigma de la revolución científica e industrial
Del mercado alimentario
Hablemos un poco del mercado de los alimentos, tan menospreciados porque ocupan un lugar “negligible” en el total del mercado mundial, pero con una importancia que solo se puede entender cuando faltan; como dice Bernal Díaz del Castillo en su Historia de la Conquista de Méjico, cuando Pedro de Alvarado regresa con unas gallinas y un poco de maíz, y ellos “se holgaron mucho, porque las penas y los trabajos se pasan con el comer”.
En agricultura si puede funcionar el mercado, porque como hay tantos agricultores estos no pueden controlar la oferta, y la competencia sería perfecta si no fuera por los intermediarios que la concentran. Pero el efecto del mercado libre en los productos agrícolas es dañino. Produce enormes fluctuaciones en el precio, arruina a los agricultores cuando el precio es muy bajo, y hace sufrir los consumidores cuando es muy alto. La dependencia del llamado mercado internacional, que es de excedentes ocasionales baratos, provocados por los subsidios de los países ricos, o por grandes cosechas cíclicas en los pobres, es todavía más ruinosa para los agricultores de los países pobres que no tienen la protección de los subsidios. La aceptación de los países pobres, de ese comercio desleal subsidiado por los ricos, es lo que se ha impuesto ahora en los TLC que han servido de atajo o vereda a un libre comercio estancado en la ronda Doha de la OMC.
La insistencia en poner los alimentos en el mercado mundial denota además el carácter dogmático del libre mercado, porque exige estar trasladándolos de un país a otro en un mundo precario por las guerras y el clima, y con un trasporte caro e insostenible. Todavía no los han puesto, porque la pretensión es además farisea, y los países ricos no van a depender nunca de los alimentos producidos en otros países porque es muy peligroso. La mayor parte de los alimentos se consumen en el mismo país que se producen, y el valor del mercado de alimentos no es nada comparado con el de los otros bienes y servicios en el mercado, no porque estos no sean importantes, sino por la inelasticidad de su demanda. Uno puede tener una flotilla de carros de lujo, como Brezhnev, o vestirse de a decenas de miles de dólares el traje, como el santo papa y Reagan, pero no puede comer grandes cantidades de alimentos ni usando un “vomitorium” como los romanos: lo que es inelástico es la barriga.
Los países ricos tienen excedentes alimentarios no por eficiencia, sino por ineficiencia. Ellos pagan subsidios a sus agricultores no por el voto, puesto que son muy pocos, sino para mantener la producción alimentaria en un mercado que solo les da el 15% del precio que pagan los consumidores y donde la mayor parte va para el mercadeo; mucho de él innecesario y hasta dañino, como la publicidad engañosa y el exceso de empaques. Es además una imprudencia temeraria y tonta pensar que los casi 7000 millones de habitantes del mundo se puedan alimentar importando los excedentes de los 1000 millones del mundo desarrollado, porque no alcanzan, y porque pueden desaparecer por la inestabilidad del clima, o por el costo de esa producción excedentaria. Y como esa ha sido la insistencia del Consenso de Washington desde el final de la guerra fría, se ha provocado la ruina y el éxodo de la mayor parte de los agricultores del mundo, que eran campesinos, y se ha provocado una crisis alimentaria que no se puede resolver mientras no se abandone la insistencia de “libre mercado” para los alimentos.
En una mesa redonda auspiciada por FLACSO sobre la crisis alimentaria, donde el ministro de agricultura y el representante de la FAO atribuían la crisis al precio del petróleo, a la conversión del grano en alcohol carburante, o al cambio climático, sin ninguna mención de la importación de excedentes baratos subsidiados del “libre comercio”, yo lo comparé con un accidente de tránsito en que se sospecha del estado de los frenos, o de la dirección, o del tiempo, pero no se dice nada de que el chofer iba borracho. En su plan agrario para la crisis alimentaria, el gobierno insistía en dejar a la libre el comercio, que era el causante de la crisis en primer lugar, pero después pasó un decreto obligando a los comerciantes a comprar la cosecha nacional. Todo para no dar el brazo a torcer. Repitamos que la OMC está trabada por el comercio agrícola en la ronda Doha, y que los países ricos aprovechan eso para encausarnos hacia T LC como el CAFTA DR que consideran como libre comercio nuestra importación de sus excedentes alimentarios subsidiados.
Ya no es posible tener en el IICA un director como Aquino, que traía a dar conferencias sobre seguridad alimentaria a Peter Timmer, el economista de Harvard que sostiene que la producción alimentaria en el mundo está en manos de campesinos, y que la agricultura alimentaria no entra en el esquema del libre comercio porque amenaza la seguridad alimentaria.
De la productividad agrícola
Igual que para la producción industrial, piensan los entusiastas de la sociedad de consumo que podemos aumentar indefinidamente la productividad agrícola, y en medio de esta crisis alimentaria nos hablan de producir alimentos para 20 000 millones de personas en el cercano futuro, mediante un aumento de la eficiencia y la modificación genética. Se refieren al abandono de la agricultura campesina, a la adopción de la gran finca científica y a los cultivos genéticamente modificados. Este no es el lugar para tratar el hecho de que la gran finca científica ha sido un fracaso donde se adoptó, como en Inglaterra, en el norte de Europa, en la Unión Soviética, y en la China comunista. En los Estados Unidos no solo predomina todavía la finca familiar, sino que la gran finca científica es allí la más favorecida por los subsidios. Tampoco es este el lugar para tratar el hecho de que la gran finca no tiene resiliencia, esa condición de resistencia al daño ambiental que les viene de un mejor equilibrio ecológico a un montón de finquitas. O el de que en la pequeña finca si es posible hacer agricultura orgánica; precisamente porque esta no es una empresa comercial. Lo que seguro explica el olvido del método de cultivo que se llamó “cultivos múltiples”, adoptado hace 30 años por un agrónomo norteamericano de las Filipinas, y mejorado como una alternativa más ambiental a la revolución verde. Olvido que se debió seguro a que tenía que abandonarse el monocultivo (trigo, maíz, arroz, en los alimentarios. O café, banano, caña, piña, melón, o mango, entre los de exportación) que la revolución verde mantuvo, porque son más fáciles de trabajar para aumentar la productividad.
Pero la insistencia dogmática en el mensaje neoliberal, a pesar de la crisis económica en general y la de los alimentos en particular, se ve claramente en el mensaje que nos está dando la FAO. Dicen en efecto que la crisis alimentaria se resuelve con la nueva tecnología, haciendo más eficientes a los agricultores campesinos.
La revolución verde, que nos permitió duplicar la población humana, y de animales domésticos, consistió en acortar y darle más fortaleza al tallo de las gramíneas para que aguantaran una mayor carga de grano, y en proporcionarle a las plantas los fertilizantes químicos necesarios para producir esa carga mayor, más los plaguicidas necesarios para protegerlas de la plagas que tratarían con más empeño en restablecer el equilibrio ecológico; y que debemos controlar -con métodos químicos o no químicos de cultivo- independientemente del costo de producción, que también es más alto con los químicos si consideramos los costos escondidos que llaman externalidades.
Además, para alimentar a los 20 000 millones de personas que se esperan pronto, se cuenta con la transgénesis, que no lo puede hacer por la sencilla razón de que no existen en la naturaleza los genes para aumentar la producción. La naturaleza no ha hecho esos genes, por la muy elemental razón de que ella modifica las plantas para lograr el mayor equilibrio ecológico posible, y no con fines económicos. Y es demás muy peligroso ese criterio económico para interferir con la evolución que la naturaleza ha hecho con fines de equilibrio.
Tal vez sea posible producir los alimentos cultivando los tejidos vegetales y animales en tanques, pero eso también tendría consecuencias imprevisibles. Como todo. Habría que contender con la tendencia monopolística de esa enorme concentración, o habría que dársela al estado. Hay que reconocer un límite físico o de espacio disponible al crecimiento; además de las complicaciones sociales o de la conducta. Y, por supuesto, hay que pensar en el propósito o el fin. ¿Qué es lo que queremos?
La FAO nos está diciendo ahora que tiene la capacidad de resolver la crisis alimentaria (aunque no tuvo la de evitarla). Se trata en efecto de hacer chocolate sin cacao. Proponen hacer empresarios a los agricultores campesinos, y usar las nuevas tecnologías. Ya vimos que la revolución verde consistió en usar mayores cantidades de fertilizantes y plaguicidas para aprovechar la mayor capacidad productiva de las plantas modificadas mediante la hibridación. En aquel tiempo no se hablaba de hacer más empresariales a los agricultores porque eso es parte del dogma actual neoliberal. Hacerlos más empresariales equivale a aceptar que es mejor el concepto de las grandes fincas científicas, y al éxodo de campesinos hacia las ciudades, donde no existe empleo alternativo. Les quedaría el precario con sus consecuencias. Y la nueva tecnología consistiría en usar las variedades genéticamente modificadas. Pero eso es poner demasiada esperanza en la transgénesis, porque como hemos dicho arriba, esos genes no existen, y aunque es posible crearlos artificialmente, nada sabemos de las consecuencias de esa flagrante intervención en el esquema de la evolución natural. Y la creación de genes artificiales, así como el cultivo de alimentos en tanques tendría con más seguridad el efecto monopolístico que le darían las grandes empresas que lo hicieran, que tendrían entonces el control completo de la oferta.
Del paradigma superado
El matemático en la novela de Crichton predijo el fracaso del parque porque los científicos que lo hicieron cometieron muchos errores recreando un tipo de vida desconocido de conducta impredecible, y lo compara con el paradigma total de la revolución científica-industrial, al que también juzga un fracaso. La obra es mala como novela, y tiene que abusar del suspenso como relleno porque el tema es más bien para un ensayo, pero no hay dinero en el ensayo. El matemático que hace este análisis se queja de que hay en la ciencia industrial una obsolescencia temprana que la lleva al reduccionismo, porque por el ritmo de producción los científicos tienen que ser jóvenes, y estos no sienten respeto por los científicos viejos, con lo que se pierde la moderación de la sabiduría.
Este es un mal terrible de la evolución del paradigma del mercado. Ocurre con los productos de la industria para fomentar el mercado. Y ocurre con la familia, que necesita el ciclo de vida completo para que el individuo tenga cordura, pero como no lo permite la economía no hay ya ninguna comunicación entre jóvenes y viejos. Esa es la pérdida de la sabiduría. Además, Crichton da un ejemplo magnífico de su contención de agotamiento de la utilidad con el ejemplo de la Edad Media: el paradigma es útil para la situación que lo adoptó, pero su aplicación cambia esa situación y crea las condiciones para la adopción de otro paradigma, como pasó con el feudalismo, necesario para disponer de algún orden mientras se civilizaban los bárbaros invasores, y sustituido por el comercialismo (la revolución científica-industrial) que nació en las ciudades italianas al final de la Edad Media. Hacer cosas para conseguir dinero, como le dice el monje inglés al alemán en “El Nombre de la Rosa” es lo que ya topó con el límite ambiental, por el agotamiento de los recursos naturales, y por la pésima distribución de la riqueza, todo lo cual hace imposible que los 5000 millones de seres humanos de los países subdesarrollados alcancen el nivel de vida dispendioso que ya tienen los 1000 millones de los desarrollados. No se trata entonces de hallar una tercera vía que permita volver a encarrilar el paradigma del mercado, se trata de que la humanidad tiene que adoptar otro paradigma.
Del cambio de paradigma
Cuando nos referimos al actual como capitalismo (también podríamos llamarlo desarrollismo), los neoliberales nos llaman comunistas de inmediato. Pero es indispensable advertir que consideramos capitalismo a todas las manifestaciones de la revolución científicoindustrial, sin importar que los medios de producción estén en manos privadas o del estado. Ese es el paradigma insostenible que tiene que cambiar, y cuya transición pensamos que se está preparando, igual que se impuso la revolución científicaindustrial a la Edad Media; aunque los conservadores de entonces querían que la tierra siguiera siendo el centro inmóvil del universo. Los desarrollistas de ahora tienen su esperanza desesperada en un “breakthrough” científico que nos saque las castañas del fuego, pero ese superinvento tiene que ser algo que elimine para siempre los límites al crecimiento; que sea SOSTENIBLE. Un milagro.