Estambul, ciudad mágica

Por Miguel Urbano Rodrigues

Estambul

Es difícil encontrar palabras para expresar lo que sentí al llegar por primera vez a Estambul. La ciudad me fascinó.

Transcurridos más de sesenta años Estambul me sigue encantando.

Volví ahora en febrero para una despedida. Pasaron solamente cuatro años desde la última visita. La primera sorpresa fue Santa Sofía, hoy museo. Había olvidado que contemplada desde el exterior de las fachadas, por la pobreza del material de construcción (ladrillo), no permiten imaginar la belleza de la gigantesca nave. Adentro, los mármoles, los frescos de la bóveda, las columnas, los capiteles corintios y compuestos deslumbran; todas las grandes catedrales de Europa son pequeñas comparadas con esta.

El Imperio Romano de Oriente había perdido la mayoría de las provincias occidentales después de las invasiones de los pueblos llamados bárbaros, pero los generales de Justiniano reconquistaron casi todas.

De las mezquitas imperiales de Estambul revisité solamente Sultán Ahmet.

Mehmet II, el Conquistador, tomó Santa Sofía como modelo para la arquitectura religiosa turca. Las mezquitas otomanas innovaron sobretodo en la decoración, los azulejos, los minaretes, la armonía de los colores.

Recordando a Pierre Loti

El gigantismo de Estambul -15 millones de habitantes- no permite una visión global de la antigua capital de Turquía.

Revisité una vez más en un circuito turístico los barrios que se formaron de ambos lados del Cuerno de Oro, el golfo que nace en el Bósforo.

Fue un viaje por la Historia de culturas yuxtapuestas no fundidas.

Subí por el teleférico a la casa de Pierre Loti (1850-1923), construida sobre una escarpa abrupta. Recordé que en mi juventud lo admiraba mucho. Creo que hoy no sería capaz de leer sus novelas románticas. En la casa por donde desfilan caravanas turísticas la atmósfera oriental nos aproxima al escritor. Loti era un oficial de la Marina Francesa pero allí se vestía a la turca, usaba fez, vivía como un señor otomano.

Es bello el panorama que se contempla desde la terraza del edificio.

Siembra de ruinas

No hay en Europa –ni siquiera Roma- otra ciudad con tantas ruinas de un pasado de 25 siglos. Con la peculiaridad de que en Estambul estas nos empujan a civilizaciones antagónicas.

En la vieja Constantinopla gran parte de las murallas construidas por el emperador Teodosio resistió a las guerras y al tiempo. Fueron las murallas que durante siglos detuvieron los asaltos de árabes, hunos, búlgaros, de sucesivas hordas asiáticas llegadas de las estepas rusas.

Había olvidado que trozos de las fortificaciones y ruinas de monumentos surgen por todos lados en el casco histórico, encaminando la memoria hacia la Constantinopla bizantina, que era la mayor y la más bella capital del mundo en la época de Justiniano. Tendría entonces unos 300 000 habitantes. Roma había sido destruida y París y Londres eran todavía burgos medievales cuando los caballeros de la IV Cruzada que seguían rumbo a Palestina para luchar con los turcos seldjucidas la saquearon y ocuparon, proclamando el Imperio Latino. Fue desde luego un estado efímero, extinto en 1261 cuando el emperador Miguel Paleólogo, de Nicea, retomó Constantinopla. Pero la ciudad no recuperó la antigua grandiosidad. Era una sombra del pasado al ser conquistada en 1453 por el sultán otomano Mehmet II.

En la Taksim y en la Istiklal

Volví a la Plaza Taksim, pulmón de la Turquía europea. Allí empezaron en 2013 las manifestaciones contra el gobierno de Recep Erdogan, motivadas por la decisión de destruir el Parque Giseh y sus árboles centenarios.

Esas protestas señalaron el inicio de una contestación permanente a la política del presidente. La violenta represión que afectó a muchos sectores sociales solamente ocurrió después del fracaso de la tentativa de golpe de estado de 2016.

Me impresionó la presencia masiva de militares y policías armados con metralletas en las principales calles del centro histórico y en la Taksim.

Caminé lentamente por la Istiklal. En la transición al siglo XX fue esta la primera arteria concebida en moldes occidentales, tiendas de lujo, restaurantes, mezquitas e iglesias.

Fue en el barrio de Beyoglu (Pera para los occidentales), del lado del Cuerno de Oro frontero a la vieja Bizancio, que las grandes potencias europeas construyeron las imponentes mansiones destinadas a sus embajadas; hoy funcionan allí consulados porque las sedes de las misiones diplomáticas fueron transferidas a Ankara.

Paseé durante horas por las callejuelas de Beyoglu. Me detuve en el Museo de la Inocencia creado por Orhan Pamuk inspirado por el tema de su novela del mismo nombre. Mi compañera, admiradora incondicional de Pamuk, se encantó con ese extraño museo. Concluyó que la visita ha sido el mejor regalo de su cumpleaños celebrado en Estambul.

Mi reacción fue diferente. No me gustó el Museo y sentí algún malestar porque me habitué a ver en Pamuk uno de los escritores más importantes de nuestro tiempo. Su libro Memorias de Estambul me ayudó a entender mejor la ciudad y los turcos. Es una obra prima.

Una fusión inacabada

Estambul, tal como la describieron escritores europeos del siglo XIX, era todavía una ciudad oriental por la atmósfera y la cultura al término de la I Guerra Mundial cuando los ingleses la ocuparon, decididos a destruir totalmente Turquía.

El proyecto británico fue inviabilizado por Mustafá Kemal, (1881-1938) el general que expulsó los británicos y más de millón y medio de griegos.

Ataturk – «el padre de los turcos», nombre que le han atribuido sus compatriotas – modernizó Turquía para salvarla. Adoptó el alfabeto y el calendario europeos, extinguió el Califato, proclamó el estado laico, y decretó una serie de reformas revolucionarias tendientes a occidentalizar el país.

No vivió lo suficiente para llevar más lejos su desafío al imposible aparente, pero lo esencial de su obra permaneció.

Escenario de una cadena de golpes militares promovidos por el ejército-el segundo más numeroso de Europa- Turquía continúa siendo un puente entre el oriente islámico y el occidente europeo.

Respetuoso de las tradiciones turcas, el ciudadano de Estambul exhibe una educación refinada a la que no estamos acostumbrados. Es cortés por vocación.

En Estambul no es fácil para el forastero trazar la frontera entre el pasado y el presente. Hay una palabra turca, huzun, equivalente a la portuguesa saudade, que expresa un sentimiento contradictorio de melancolía. El turco del siglo XXI no quiere el regreso al pasado; pero no olvida que su pueblo, en el auge de la época otomana, creó una gran cultura. Su herencia es identificable en múltiples aspectos del comportamiento humano en las grandes ciudades. Ignoro la atmósfera social en las comunidades rurales de la Anatolia donde la tradición religiosa tenia raíces profundas. Erdogan es un musulmán que hace lo posible para la recuperación del sentimiento religioso, pero el ejército, defensor del laicismo, no lo ayuda.

Registré en Estambul un gran aumento del porcentaje de mujeres con hijab, el velo en la cabeza. Pero contrariamente a lo que ocurre en los países del Magreb, en Iraq y en Siria, no he visto una sola persona detenerse en las calles en la hora de los llamamientos a la oración. No vi tampoco tchadores y burkas. Y en las grandes mezquitas son pocos los fieles.

El placer de la convivencia trasparece en el espectáculo de lo cotidiano. No conozco otra ciudad que tenga tantos cafés y restaurantes como Estambul. Los hoteles, la mayoría pequeños, baratos, confortables, son muchas centenas. Casi todos ahora atraen un mínimo de turistas. En 2014 aproximadamente 42 millones visitaron el país. Los atentados frecuentes y la represión los alejaron para otros destinos. Me han dicho que de los diez millones que visitaron Estambul en 2015, llegaron solamente 5 millones el año pasado.

De Rusia, donde provenía la mayoría, son ahora pocos desde el derribo del avión. Identifiqué muchos indonesios, chinos y uigures del Sinkiang.

La cocina turca, refinada, exquisita, es una síntesis de la sirio libanesa y de las asimiladas en los Balcanes en siglos de ocupación.

La densidad del comercio es otra herencia del pasado otomano.

Tal como en Egipto, en el Magreb, en Irán, en Afganistán, en Siria e Iraq, miles de tiendas, donde se vende todo, contribuyen a la inconfundible atmósfera de muchos barrios. Además, el gran bazar cubierto, con decenas de calles, es algo inolvidable.

La artesanía es fascinante.

En el Topkapi Sarai

Repetí la visita al Topkapi Sarai.

Es un enorme y feo conjunto de palacios que diferentes sultanes aumentaron hasta que mediado el siglo XIX uno de ellos decidió construir un palacio de estilo europeo en la otra orilla del Cuerno de Oro.

Encontré gran parte del Topkapi en obras de restauración, incluyendo las salas del tesoro, donde los Califas acumularon joyas, armas y piezas de oro de valor incalculable.

En restauración también se encuentra el Museo Arqueológico, que exhibe miles de obras de arte –estatuas, tumbas, columnas, capiteles, armas – provenientes de excavaciones y ruinas de antiguas ciudades griegas de Asia Menor, demostración del respeto de los turcos por una cultura que admiran.

Para los turistas, el Harén Imperial es la principal atracción del Topkapi.

El ala donde vivían las esposas y concubinas de los soberanos, característica en los dormitorios, ofusca por la riqueza, la profusión de oro y la decoración en los salones donde convivían en reclusión, aisladas del mundo, bajo la vigilancia de los eunucos.

Aberración monstruosa, el harén fue un foco permanente de intrigas y conspiraciones, algunas sangrientas, promovidas por las sultanas con la ayuda de los eunucos.

Un sultán, Abdul Hamid II (1842-1918), el penúltimo, tuvo más de mil mujeres y concubinas y fue padre de centenas de hijos.

Contradicciones

La idea que la mayoría de los europeos tiene de Turquía deforma groseramente la realidad.

Los errores empiezan por la ignorancia de los orígenes de su pueblo.

¿Quiénes son los turcos de Turquía, actualmente más de 70 millones, incluyendo la minoría curda? De dónde llegaron?

Las primeras tribus turcomanas que se llamaron osmanlis, se instalaron, con el consentimiento del Imperio Bizantino, en el occidente mediterráneo de Asia Menor. Descendían de los oguzes, originarios del Altái siberiano.

Ese pueblo de pastores guerreros era poco numeroso, poco más de unas decenas de miles. Ellos fueron sin embargo el núcleo del futuro imperio, que en el siglo XVI ocupaba territorios con 8 millones de km2 habitados por 50 millones de asiáticos, europeos y africanos de múltiples nacionalidades.

Producto de miscigenaciones ininterrumpidas, el turco europeo actual poco difiere físicamente de muchos balcánicos. Perdió los trazos orientales de sus antepasados. Pero por la mentalidad y la cultura no se confunde con cualquier otro.

Erdogan sueña con un panturquismo utópico.

En la inmensidad asiática viven hoy, desde el estrecho de Bering hasta el occidente iraní, casi 60 millones de turcófonos, sobre todo en los países de la antigua Asia Central soviética y en China. Mas, con excepción de la parentela lingüística, las afinidades entre ellos y los turcos de Turquía son hoy mínimas.

¿Hacia dónde camina Turquía?

Sería una irresponsabilidad intentar una respuesta. Pero estoy convencido de que es un gran país con un gran pueblo.

Orhan Pamuk, el Nobel de literatura, confía en el futuro de su gente. Tiene motivos para esta confianza.

Siempre contradictoria, la Turquía contemporánea es simultáneamente un país moderno y una sociedad arcaica.

Tiene hoy la quinta mayor industria del automóvil de Europa (produce 1 300 000 vehículos cada año) y la Turquís Airlines es una de las grandes compañías aéreas del mundo (323 aviones de pasajeros) con vuelos a decenas de países.

Turquía se enorgullece de una generación de cuentistas, escritores y artistas de prestigio mundial, es un museo de la Humanidad, pero siente enorme dificultad en asumir plenamente un pasado histórico que, para bien y para mal, dejó marcas profundas en la Historia de la Humanidad.

Estambul, Febrero de 2017
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Pasaron pocas semanas desde mi adiós a París, pero al despedirme de Estambul me sentí mucho más cansado y disminuido que en la capital francesa.

Sé que no volveré a la más mágica ciudad de Europa. Es la ley de la vida.

Traducido por el autor. Revisado por La Haine

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