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«… bajamos por la escalera contra el fuerte viento y luego comenzamos nuestro descenso propiamente dicho, hacia la maravillosa, indescriptiblemente maravillosa cueva, bajando, bajando hasta las entrañas de la tierra».
—Uno de los primeros exploradores de Wind Cave, 1890.
Carlos Revilla Maroto
La historia moderna de Wind Cave comenzó en 1881, cuando dos hermanos, Tom y Jesse Bingham, escucharon un extraño silbido que salía del suelo mientras cabalgaban cerca de las Colinas Negras (Black Hills). Al acercarse, el sombrero de Tom fue arrancado de su cabeza por una corriente de aire que emergía de una pequeña grieta en la roca. La cueva “respiraba”, y aquel fenómeno marcó el inicio de su leyenda.
Con el tiempo, exploradores y científicos descubrieron que la cueva no “sopla” por magia, sino por la diferencia de presión atmosférica entre el interior y el exterior: cuando la presión es mayor afuera, el aire entra; cuando es menor, el aire sale. Pero el misterio del viento es solo el principio.
Hasta hoy, Wind Cave cuenta con más de 250 kilómetros de pasajes cartografiados, lo que la convierte en una de las cuevas más largas del mundo. Lo más impresionante es que esa red inmensa ocupa una superficie relativamente pequeña: según los geólogos, solo se ha explorado una fracción del sistema total.
Dentro, los túneles forman un laberinto de pasadizos estrechos, cámaras y galerías decoradas con un tipo de formación muy poco común llamada boxwork o “rejilla de caja”. Este patrón de finas láminas de calcita que sobresalen de las paredes es tan raro que el 95 % del boxwork conocido en el mundo se encuentra aquí. También se hallan estalactitas, estalagmitas y delicados cristales de yeso que relucen bajo la luz artificial.
La visita a la cueva comenzó de forma sencilla, como cualquier otro recorrido turístico. Un guía del parque nos condujo a la entrada, una abertura discreta en la roca, apenas un agujero en la tierra. Cuando nos acercamos, sentí de inmediato el golpe del aire que salía con fuerza desde el interior. Fue como si la cueva nos recibiera con un suspiro. “Por eso se llama Wind Cave”, nos explicó el guía. No era una metáfora: el aire entra y sale según la presión atmosférica, y a veces lo hace con tal intensidad que podría llevarse un sombrero, como les ocurrió a los hermanos Bingham cuando la descubrieron en 1881.
Descender fue como viajar al interior del planeta. A cada paso, la luz natural quedaba atrás y la temperatura bajaba, envolviéndonos en un silencio húmedo y mineral. Los pasillos eran estrechos, retorcidos, casi orgánicos, como si uno caminara por las venas de la tierra.
Pero lo que más me impresionó fueron las formaciones de boxwork, esas delicadas rejillas de calcita que sobresalen de las paredes como encajes pétreos. No se parecen a las estalactitas ni a las estalagmitas que uno espera ver en una cueva; son geometrías fracturadas, casi abstractas, y tan raras que el 95 % de las que existen en el mundo están aquí, en Wind Cave.
Pensé entonces en lo improbable de todo aquello: una cueva que respira, adornada con estructuras que parecen obras de arte natural escondidas durante millones de años. Hay sentimiento de pequeñez al contemplar eso y saber que apenas caminamos por una fracción de lo que se ha explorado, y que el resto sigue ahí, intacto, en la oscuridad.
Al salir de nuevo a la superficie, el contraste fue abrumador. La luz del sol sobre las praderas, el viento moviendo el pasto y una manada de bisontes cruzando el camino devolvieron el paisaje a su escala humana. Sin embargo, algo había cambiado. Uno no puede entrar en la tierra sin salir transformado, aunque sea un poco. El parque también ofrece un espectáculo natural extraordinario, protegiendo más de 11 000 hectáreas de praderas mixtas y bosques de pino ponderosa, hogar de bisontes, berrendos, alces, coyotes y perros de la pradera. Tuvimos la suerte de ver varios bisontes pastando. Los senderos de Rankin Ridge, Lookout Point o Centennial Trail permiten experimentar la serenidad de las Grandes Llanuras, un paisaje que combina la quietud de la naturaleza con la sensación de estar parado sobre un mundo oculto.
Para el pueblo Lakota Sioux, Wind Cave no es solo una maravilla geológica, sino un sitio espiritual. Según su tradición, la humanidad nació del mundo subterráneo y salió a la superficie a través de una abertura en la tierra, símbolo del renacimiento. Ese punto de conexión entre el cielo y el inframundo, dicen, se encuentra precisamente en Wind Cave. El Parque Nacional reconoce hoy esa dimensión cultural y trabaja junto a las comunidades indígenas para proteger y honrar ese legado espiritual.
De todos los lugares que visité en Dakota del Sur, ninguno me dejó una impresión tan profunda. Wind Cave no deslumbra por su tamaño ni por su fama —muchos turistas pasan de largo camino al Monte Rushmore o a Custer State Park—, pero tiene una fuerza distinta, más íntima. Es un sitio que invita a escuchar. En tiempos en que el ruido del mundo parece no dar tregua, estar bajo tierra, rodeado de piedra y silencio, fue casi una forma de meditación.
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