El segundo mandato de Donald Trump ha activado una estrategia militar contra el régimen de Nicolás Maduro. Un despliegue naval sin precedentes, justificado en la «guerra contra el narcotráfico» configuran un escenario de alta tensión en el Caribe, donde una invasión a gran escala parece improbable, pero no así operaciones militares puntuales con fuerte carga simbólica y electoral.
Manuel Sutherland

En las últimas semanas, un torrente de noticias ha circulado en los medios de comunicación y las redes sociales, alimentando la idea de que América Latina podría estar al borde de un conflicto bélico. Desde la invasión a Panamá en 1989, no se había observado un movimiento naval estadounidense de esta magnitud en el mar Caribe. El despliegue actual, impulsado por el gobierno de Donald Trump, reaviva una estrategia prebélica que la Casa Blanca comenzó a construir hace al menos siete años contra el gobierno de Nicolás Maduro.
Durante su primera presidencia, Trump fue acumulando argumentos políticos, legales y de seguridad para justificar una acción militar contra el régimen venezolano. La sorpresiva derrota electoral de 2020 interrumpió ese proceso, pero su regreso a la Casa Blanca ha reactivado la animadversión, que hoy amenaza con resolverse por la vía de las armas. De concretarse, sería un retroceso para el continente hacia formas de resolución de disputas que parecían superadas.
A diferencia del fallido episodio de 2019 en torno de la «presidencia interina» de Juan Guaidó, la Casa Blanca no presenta esta eventual operación como un intento de «cambio de régimen» ni de democratización. El enfoque actual está enmarcado en la lucha contra el narcotráfico -en particular, contra el tráfico de fentanilo y cocaína- y el terrorismo, entendido en clave interna: violencia callejera y crímenes violentos contra ciudadanos estadounidenses en su territorio. El objetivo declarado es neutralizar al Tren de Aragua y al Cartel de los Soles, organizaciones que, según Washington, están dirigidas por la cúpula del régimen venezolano y representan una amenaza directa para la seguridad nacional.
Este giro retoma una línea ideológica que se remonta a 2015, cuando Barack Obama calificó a Venezuela como una «amenaza inusual y extraordinaria». Y ha sumado nuevos respaldos: el 11 de septiembre de 2025, el Parlamento Europeo declaró al Cartel de los Soles como una organización terrorista, un paso que añadió presión internacional para una respuesta «contundente».
Pero ¿es realmente probable que Estados Unidos desarrolle acciones de guerra contra Nicolás Maduro, o se trata tan solo de un bluff de Trump sin posibilidad de acción real?
Buques de guerra y ejecuciones extrajudiciales
La escala del despliegue militar estadounidense es inédita para una operación que oficialmente se presenta como parte de la lucha contra el narcotráfico. Tres buques de asalto anfibio de despliegue inmediato, tres destructores lanzamisiles, un crucero de misiles guiados, dos submarinos nucleares y más de 8.000 efectivos se encuentran operando en la zona. A ellos se suman aviones de vigilancia P-8, cazas F-35 y miles de soldados entrenando en Puerto Rico con equipamiento de asalto anfibio. Se trata de un poder de fuego muy superior al requerido para la interdicción de estupefacientes, lo que podría sugerir objetivos más amplios. De hecho, este despliegue configura una base con una capacidad de acción bélica que no se había visto jamás en el mar Caribe.
Aunque Washington insiste en que se trata de una patrulla antinarcóticos, las fuerzas desplegadas no tienen relación operativa con el trabajo habitual de la Guardia Costera. La diferencia quedó clara el 2 de septiembre pasado, cuando un operativo terminó con la voladura de una lancha que presuntamente transportaba drogas y en la que viajaban 11 tripulantes.
En los procedimientos antinarcóticos normales, la Guardia Costera suele emitir advertencias para que las embarcaciones se detengan y, si no lo hacen, se dispara a los motores desde helicópteros para inutilizarlos antes de abordarlas. La mayoría de los narcotraficantes se rinde rápidamente y los enfrentamientos armados suelen ser escasos. Esos protocolos buscan garantizar el Estado de derecho y el debido proceso. El 2 de septiembre, en cambio, la lancha fue destruida directamente, sin advertencias, sin pruebas presentadas y sin control judicial, en lo que se asemeja a una ejecución sumaria en alta mar.
«Matar a miembros de carteles que envenenan a nuestros ciudadanos es el mayor y mejor uso de nuestras fuerzas armadas», declaró el vicepresidente estadounidense J.D. Vance, sintetizando el nuevo enfoque: el narcotráfico es equiparado al terrorismo y se responde bajo una lógica de «estado de guerra», sin contención en el uso de la fuerza. Según el propio Trump, el Tren de Aragua estaba detrás del envío de una lancha que supuestamente llevaba kilos de drogas que iban a «envenenar letalmente» al pueblo estadounidense.
El secretario de Estado, Marco Rubio, fue aún más tajante en relación con uno de los ataques: «En lugar de interceptarlo, por órdenes del presidente, lo hicimos estallar. Y volverá a ocurrir. Quizá esté ocurriendo ahora mismo». Hasta el momento, el gobierno de Trump no ha presentado justificaciones legales ni pruebas que respalden su versión de que se trataba de narcotraficantes. No sería la primera vez que la Casa Blanca exagera amenazas externas: de 238 venezolanos enviados a la megacárcel CECOT (Centro de Confinamiento del Terrorismo) en El Salvador, solo 17 tenían vínculos con el Tren de Aragua, según datos oficiales. Los ataques deben leerse, por lo tanto, como un mensaje político y militar tan claro como despiadado. Hasta mediados de octubre, según lo que informalmente ha anunciado la Casa Blanca en redes sociales, se han volado al menos cinco embarcaciones que supuestamente transportaban estupefacientes, con un saldo de 27 personas fallecidas en esas lanchas. A la fecha, aún no hay nombres de los tripulantes ejecutados, ni explicaciones formales de lo sucedido.
Motivaciones políticas internas
Septiembre de 2025 se convirtió en el mes de mayor beligerancia estadounidense contra la cúpula chavista desde la «presidencia interina» de Guaidó. A diferencia de 2019 -cuando la estrategia combinaba presión diplomática, sanciones económicas y apoyo a la oposición política-, hoy el cuadro es más incierto: la intervención militar aparece como un camino plausible para un gobierno que necesita resultados rápidos en política exterior y dividendos políticos internos. Esta lectura ha sido destacada por los investigadores de VisualPolitik, que identifican cuatro razones principales que podrían empujar a Trump a actuar militarmente en Venezuela.
Una primera es electoral. En noviembre de 2026 se celebrarán las elecciones de medio término, en un contexto en el que ha crecido el rechazo de la población latina hacia la política migratoria de Trump. Las brutales acciones del Servicio de Control de Inmigración y Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés) han afectado incluso a miles de latinos con residencia legal, lo que ha generado malestar entre sectores que en 2016 y 2020 respaldaron con entusiasmo al republicano. Una operación militar «exitosa» en Venezuela podría servir para darle oxígeno. Trump podría presentarse como el líder que forzó un cambio político en Caracas y, al mismo tiempo, alimentar la expectativa de que Cuba y Nicaragua sean los siguientes regímenes en caer. Ese mensaje calaría especialmente entre la comunidad cubanoestadounidense y nicaragüense más anticomunista, que representa un electorado crucial en estados como Florida.
Una segunda motivación está vinculada al discurso interno del movimiento MAGA [Make America Great Again], que ha construido buena parte de su identidad política en torno de la idea -de inspiración abiertamente xenófoba- de que los inmigrantes son responsables de los problemas sociales de Estados Unidos. Aunque la inmigración es, en términos económicos, beneficiosa para un país con déficit de mano de obra y grandes espacios para el desarrollo agrícola e industrial, Trump y sus aliados han difundido con éxito la idea de que constituye una amenaza. En ese marco, una acción militar permitiría reforzar el mensaje de que se reducirá drásticamente el flujo migratorio desde Venezuela, y eventualmente desde Cuba y Nicaragua, hacia Estados Unidos, e incluso que muchos migrantes podrían retornar a sus países de origen. Este mensaje tiene eco en la base más reaccionaria del trumpismo, a pesar de que la realidad es más compleja: aunque las interceptaciones fronterizas han caído 92% gracias a políticas más restrictivas, los centros de detención están colapsados y existe una seria insuficiencia de jueces para procesar deportaciones, lo que hace que la situación sea burocráticamente catastrófica.
La tercera motivación es geopolítica. Durante la presidencia de Joe Biden, Washington centró su atención en Europa y Oriente Medio y relegó a América Latina a un segundo plano. Trump ha hecho de la recuperación de la influencia estadounidense en la región uno de sus eslóganes: llegó incluso a proponer rebautizar el Golfo de México como «Golfo de América», una ocurrencia extravagante que, sin embargo, ilustra bien su visión de control hemisférico. En este esquema, Venezuela, Cuba y Nicaragua aparecen como piezas claves de un tablero más amplio: son plataformas políticas y logísticas para la presencia de China, Rusia e Irán en la región. Neutralizar esa «influencia maligna», como la describe el discurso oficial del movimiento MAGA, es un objetivo central. La ofensiva militar se presentaría, además, como un mensaje de fuerza frente a las redes del narcotráfico que, según la narrativa trumpista, promueven estos países para «envenenar» a la juventud estadounidense.
Por último, hay una dimensión simbólica y personal. Para Trump, debilitar al régimen cubano, intimidar al gobierno de Gustavo Petro en Colombia y amenazar al momificado régimen nicaragüense podría generar réditos políticos inmediatos. Venezuela ha reducido sus exportaciones de petróleo a Cuba de 100.000 a 31.000 barriles diarios, pero sigue siendo un sostén económico clave para La Habana. Golpear a Caracas implicaría golpear a una Cuba sumergida en gravísimos problemas energéticos y que depende en gran medida de los envíos de petróleo venezolano. En definitiva, sería como «matar dos pájaros de un solo tiro», en el lenguaje de Trump.
En el imaginario del trumpismo, una operación militar victoriosa podría valerle homenajes en Florida, calles con su nombre y estatuas en su honor. A los 80 años y en su segundo y último mandato, sería su manera de dejar una huella perdurable. Para Marco Rubio, uno de sus principales aliados y ahora secretario de Estado, sería además una oportunidad para consolidar su liderazgo dentro del Partido Republicano y posicionarse para las futuras primarias presidenciales.
También hay un cálculo de oportunidad. Trump fracasó en su estrategia hacia Venezuela en 2019-2020, hasta ahora falló en su búsqueda de establecer un «acuerdo de paz» en Ucrania y tuvo resultados olvidables en Irán. Salvo la delicada e incierta proclamación del fin de la guerra en Gaza, firmada el 13 de octubre, el gobierno de Trump no parece haber tenido un éxito sólido para presentar a su público. Además, su política arancelaria ha resultado un desastre que ha derivado en un aumento del costo de vida que golpea a su base obrera, mientras su gestión económica compite en la agenda mediática con escándalos como el caso Epstein. En este contexto, una «victoria» rápida en Venezuela -un enemigo «engordado» durante años por el propio trumpismo- aparece como una de las pocas cartas de éxito sólido que podría jugar, en medio de una gestión plagada de fracasos.
Escenarios y límites de una posible invasión
A pesar de la intensidad del despliegue militar y del tono cada vez más confrontativo, una invasión a gran escala de Venezuela parece, al menos por ahora, improbable. La última vez que Washington intervino militarmente en América Latina fue en 1989, con la operación Causa Justa en Panamá. Entonces, 26.000 soldados desembarcaron para capturar a Manuel Noriega, acusado de liderar un cartel de narcotráfico. La invasión duró dos semanas y dejó, oficialmente, 23 soldados estadounidenses y 516 panameños fallecidos (aunque cifras extraoficiales llegan a hablar del deceso de alrededor de 3.000 panameños). Panamá, sin embargo, es un país de apenas 75.000 kilómetros cuadrados, mientras que Venezuela tiene 916.000: el desafío territorial, logístico y político es incomparable.
La experiencia de Iraq en 2003 también sirve como parámetro. Estados Unidos perdió más de 4.500 soldados durante la ocupación, gastó alrededor de dos trillones de dólares y dejó un saldo estimado de 200.000 civiles muertos. Los especialistas militares coinciden en que una invasión a Venezuela requeriría 150.000 efectivos militares, incluso considerando los avances tecnológicos en armamento y logística contemporáneos.
Nada de esto se parece al escenario actual. Los efectivos militares apostados en las costas venezolanas rondan los 7.000, una cifra insuficiente para afirmar que existe una operación terrestre de ocupación e invasión. Como explica el politólogo estadounidense John Polga-Hecimovich, no existe en este momento ni la fuerza militar desplegada ni el respaldo político interno necesario para semejante empresa. El Robert Lansing Institute (RLI) refuerza este diagnóstico: en Estados Unidos existe una profunda fatiga política y social en relación con las invasiones militares, marcada por el recuerdo de los fracasos en Iraq y Afganistán. Según el RLI, el objetivo actual de Washington no es ocupar Venezuela, sino interrumpir las rutas del narcotráfico, neutralizar la presencia de Rusia, China e Irán en el país y reafirmar la influencia estadounidense en el hemisferio, evitando un despliegue terrestre prolongado.
Un cambio de régimen orquestado desde Estados Unidos sin tropas sobre el terreno también se presenta como altamente improbable. Una transición de este tipo enfrentaría serias dificultades para estabilizar el poder: un liderazgo civil desarmado tendría legitimidad política pero carecería de fuerza coercitiva; mientras que un liderazgo militar aportaría poder de ejecución, pero con legitimidad popular limitada. En ambos casos, la consolidación de un nuevo régimen sería frágil y vulnerable.
En este marco, analistas militares no descartan operaciones más acotadas, como ataques aéreos selectivos, sabotajes o acciones encubiertas, sin ocupación territorial prolongada. La declaración del subsecretario de Estado de Estados Unidos, Christopher Landau, –hijo de un ex-embajador estadounidense en Venezuela durante el mandato de Ronald Reagan– ilustra bien este enfoque: «El pueblo de Venezuela tiene que alzarse y reclamar su libertad. No podemos ir por el mundo cambiando gobiernos a nuestro antojo (…) Si la gente no se gana su libertad, no la aprecia». Que lo diga Landau resulta llamativo, viniendo de un país con un larguísimo historial de golpes de Estado, intervenciones militares y operaciones de cambios bruscos de gobierno. Si nos guiamos por sus palabras, la intención de esta fase prebélica se orientaría a la desarticulación violenta de redes de narcotráfico y a la captura o neutralización de los líderes de los carteles, no a ocupar países ni a instalar gobiernos locales afines.
Una ocupación de mayor calado, además, activaría costos políticos y humanos que operan como fuertes desincentivos para Washington: el probable surgimiento de guerrillas rurales y urbanas ungidas por un discurso nacionalista y patriótico; una rápida solidaridad internacional con el actor más débil; y, en el plano doméstico, la imagen de aviones llegando con ataúdes envueltos en banderas, alimentando el rechazo tanto de la base MAGA como de la población en general. Todo ello sería, además, diametralmente opuesto al guion político que Trump ha sostenido en su carrera.
En esta línea, el historiador militar Alan McPherson ha planteado que el despliegue naval podría constituir la antesala de un «ataque quirúrgico» contra objetivos específicos. «Podría ser, como se dijo, la preparación de un ataque quirúrgico contra los narcotraficantes. (…) Pero nada de esto requeriría una flotilla tan grande. Quizás la Marina quiera atacar más directamente a Maduro o fomentar una revuelta interna, por ejemplo, en el Ejército venezolano. (…) Es claro que Trump quiere intimidar al régimen venezolano», afirmó. Mientras tanto, el ex-oficial de inteligencia militar Stephen Donehoo fue más tajante: «Nunca había visto un despliegue tan grande de fuerzas navales en el Comando Sur (…) [pero] esto no es una fuerza para invadir a un país extranjero. Puede haber otras misiones mucho más precisas (…) Puede ser que haya misiones de drones armados sobrevolando el espacio aéreo venezolano».
Reacciones del régimen venezolano y estrategias de disuasión
La voladura de la lancha venezolana ocurrida el 2 de septiembre en el estrecho marítimo entre la península de Paria y Trinidad y Tobago constituyó un hecho de enorme gravedad. Todo indica que la embarcación se encontraba en aguas venezolanas, pese a que Trump afirmó inicialmente que el ataque se había producido en aguas internacionales. El episodio equivale a una provocación directa a Miraflores, un auténtico casus belli. Es decir, un motivo de guerra.
En ese clima, varios analistas y columnistas han descrito la coyuntura como un punto de no retorno. Como sintetizó Jorge Alejandro Rodríguez: «La suerte está echada. Se acabó el tiempo de la finta, del diálogo como parodia (…) el cálculo menudo y la intriga palaciega. (…) El dado fue arrojado al aire (…) Hemos cruzado el Rubicón».
Sin embargo, la reacción inicial del régimen no fue escalar la situación. Las autoridades venezolanas difundieron una versión insólita: afirmaron que la voladura de la lancha era un montaje realizado mediante inteligencia artificial, un relato que ignoraba un hecho básico: los 11 tripulantes fallecidos tenían familiares que comenzaron a reclamar públicamente por sus muertes.
Cuando estas condolencias y reclamos comenzaron a circular en redes sociales, el gobierno optó por militarizar el pequeño pueblo de San Juan de Unare, de donde había partido la lancha, y prohibió difundir versiones alternativas a la oficial. A pesar de lo escandaloso del ataque, el régimen no respondió con fuerza equivalente ni construyó un relato consistente sobre la inocencia de las víctimas, algo que cabría esperar en una situación de este tipo.
Pocos días después, Nicolás Maduro intervino directamente. En una declaración televisada, dijo: «Se inventan un relato, un cuento, que nadie les cree. La juventud en Estados Unidos no cree en las mentiras del mandamás de la Casa Blanca, Marco Rubio. El que manda en la Casa Blanca es Marco Rubio, la mafia de Miami, que le quiere llenar [las manos] de sangre al presidente Donald Trump».
Esta intervención «astuta» buscó desplazar la responsabilidad de la agresividad militar estadounidense hacia Rubio, sembrando la idea de que el senador manipula a Trump desde Miami. La apuesta es que el propio Trump escuche estas acusaciones y reflexione sobre su proceder, percibiendo que está siendo instrumentalizado por un sector liderado por el secretario de Estado.
En paralelo, el régimen intentó proyectar una imagen de fuerza interna recurriendo a su retórica defensiva. Maduro habló de un «arma secreta»: la milicia. Según voceros del régimen, esta fuerza contaría con 8,2 millones de ciudadanos recién incorporados al «sistema defensivo nacional», que se sumarían a 4,5 millones de milicianos entrenados previamente. En total, el régimen afirma disponer de 12,7 millones de reservistas, casi la mitad de la población que permanece en el país.
Escenarios de desescalada y conclusiones
Frente al actual escenario, algunos especialistas sostienen que el despliegue estadounidense podría tener más de gesto que de acción concreta. El analista político Geoff Ramsey considera que todo este aparataje bélico es «mucho ruido y pocas nueces». Según él, es probable que continúen los «ruidos de sables» desde Washington y que se produzcan más ataques contra embarcaciones o vuelos vinculados al narcotráfico, pero no hay señales de que Estados Unidos esté dispuesto a arriesgar sus intereses migratorios y energéticos en Venezuela con una operación de gran escala.
En otras palabras, todas las opciones están sobre la mesa, pero una retirada de la flota tras unos cuantos golpes selectivos –como la destrucción de la lancha venezolana del 2 de septiembre– es perfectamente posible, según Ramsey. Esta hipótesis circula también entre sectores republicanos y buena parte de la población venezolana, donde se ha popularizado un acrónimo irónico: TACO. La expresión remite a la frase «Trump Always Chickens Out», que en español significa literalmente «Trump siempre se acobarda». En definitiva, resume la idea de que el presidente de Estados Unidos suele retroceder a último momento y no concretar sus amenazas.
Sin embargo, algunas proclamas y medidas de última hora parecen presagiar que una acción bélica terrestre podría resultar inevitable. La breve declaración de Trump al respecto ha sido lacónica y definitiva: «Ciertamente estamos pensando ahora en la tierra, porque ya tenemos bien bajo control el mar». No contento con ello, el 15 de octubre Trump autorizó formalmente la realización de operaciones encubiertas de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) contra Venezuela. Esta decisión estaría relacionada con la orden de ejecutar acciones de neutralización sobre objetivos militares, civiles e infraestructuras claves. Ese mismo día, dos bombarderos B-52 de Estados Unidos sobrevolaron el Caribe a solo 50 millas de las aguas territoriales venezolanas, ingresaron brevemente en la Región de Información de Vuelo Maiquetía y trazaron en los radares una trayectoria inusual: una figura fálica frente a las costas capitalinas. En este contexto, parece remoto el escenario de una retirada abrupta de la flota naval estadounidense del Caribe tras haber logrado únicamente la destrucción de unas cinco lanchas. Es menester considerar que una acción bélica de semejante magnitud ha sido planificada con mucha antelación, y que una eventual retirada sin alcanzar objetivos vinculados a la captura de los cabecillas de los grupos que ellos han catalogado como «terroristas que atentan contra la seguridad de Estados Unidos» representaría una inusual demostración de debilidad y una derrota estratégica vergonzosa. Un fracaso semejante destruiría la credibilidad beligerante de una potencia cuyos días de esplendor parecen haber quedado en el pasado.
Más allá de los cálculos estratégicos, la posibilidad de una guerra en Venezuela obliga a reflexionar sobre sus costos y alternativas. El autor de estas líneas ha rechazado sistemáticamente todas las invasiones militares desde su adolescencia. La ocupación de territorios por tropas extranjeras –ya sea la invasión rusa a Ucrania o la intervención estadounidense en Iraq en busca de armas de destrucción masiva que nunca existieron– ha sido objeto de crítica pública constante. La defensa de la paz y de la resolución civilizada de los conflictos no es solo un principio ético, sino también una necesidad política para evitar catástrofes humanitarias.
Sin embargo, la paz no puede plantearse como un simple retorno al statu quo. Como han señalado distintos sectores de la sociedad venezolana, cualquier solución negociada debe fundarse en la justicia. Esto implica la liberación inmediata de todos los presos políticos y el sobreseimiento de más de 10.000 causas judiciales abiertas contra activistas, opositores y sindicalistas. Pero también requiere del reconocimiento pleno de los resultados electorales de las presidenciales del 28 de julio de 2024, así como de la restitución de los derechos políticos y civiles conculcados a organizaciones partidarias, gremiales y sindicales.
Abogar por una paz sin justicia ni derechos humanos sería, en este contexto, una forma de colaboración con el victimario y de prolongación del sufrimiento de las víctimas. En este sentido, es perentorio recordar que el pasado 10 de octubre el Comité Noruego del Nobel decidió otorgar el Premio Nobel de la Paz 2025 a María Corina Machado por «su incansable labor en la promoción de los derechos democráticos del pueblo de Venezuela y por su lucha por lograr una transición justa y pacífica de la dictadura a la democracia». Textualmente, el Comité explicó: «Venezuela ha evolucionado de un país relativamente democrático y próspero a un Estado brutal y autoritario que ahora sufre una crisis humanitaria y económica. La mayoría de los venezolanos vive en la pobreza extrema (…) Casi ocho millones de personas han abandonado el país». La inusualmente dura declaración del Comité luce como un intento de Europa de no quedar al margen de la lucha política venezolana y de brindar un contundente espaldarazo a la labor de la líder de la oposición. De manera similar, el Partido Demócrata de Estados Unidos no quiere quedarse atrás y ha premiado a la activista venezolana Sairam Rivas con el Premio Hillary Rodham Clinton, otorgado por el Instituto de Georgetown para la Mujer, la Paz y la Seguridad (GIWPS, por sus siglas en inglés), en reconocimiento a la valentía de las mujeres venezolanas encarceladas por motivos políticos. Estos reconocimientos internacionales buscan aumentar la presión política y social sobre el régimen venezolano, en aras de una solución que permita el retorno de la democracia al país.
El futuro inmediato de Venezuela dependerá, en buena medida, de la combinación de estas variables: la disposición real de Washington a ir más allá de los gestos intimidatorios, la capacidad del régimen de Maduro para sostener su retórica sin caer en provocaciones que no puede responder, y la presión de la sociedad venezolana e internacional para que cualquier salida se base en garantías políticas y derechos fundamentales. Entre la amenaza de la guerra y la posibilidad de una paz sin justicia, el país se encuentra en una encrucijada decisiva.
Fuente: nuso.org
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