Desencanto democrático y populismo autoritario

En Combate

LIbertad
La libertad guiando al pueblo
(La Liberté guidant le peuple)

Marcelo Prieto Jiménez

Un viejo fantasma

De nuevo, un viejo fantasma recorre el mundo: el fantasma del autoritarismo, la dictadura y el fascismo, encubiertos con el ropaje del populismo.

Esta nueva oleada antidemocrática ha estado exitosamente sostenida por los embustes del populismo demagógico, expresado en las redes sociales y los medios de comunicación comprados por el poder financiero, pues la oligarquía global respalda gustosamente este nuevo y violento embate lanzado en contra de la libertad, la igualdad y la fraternidad, las tres estrellas que han guiado las luchas populares desde la gran Revolución Francesa, y a lo largo de los últimos dos siglos.

Este proceso, cuya intensidad y características en algunos casos hace temer efectivamente un resurgimiento del fascismo, parece una ola imparable y gigantesca, que amenaza con barrer las instituciones republicanas y destruir los cimientos de la libertad democrática, logros que fueron alcanzados en muchos países después de durísimas y dramáticas luchas populares, encabezadas por liberales, demócratas y socialistas.

Así, en este siglo XXI, líderes populistas con claras tendencias autoritarias consolidan su poder en varios países del mundo, e impulsan procesos para destruir la democracia desde adentro, debilitando la separación de poderes, acorralando a los organismos judiciales, eliminando los organismos de control, reprimiendo las diversas manifestaciones de la protesta ciudadana y atacando el ejercicio de las libertades fundamentales, comenzando por la libertad de expresión y la libertad de prensa.

Lo paradójico es que, generalizadamente, esos demagogos han alcanzado el poder por medios democráticos y como resultado de procesos electorales democráticos, en los que han disfrutado de modo irrestricto de los derechos que ahora quieren conculcar, y han estado protegidos por las mismas garantías que pretenden abolir.

En todo el mundo, y Costa Rica no es la excepción, se manifiesta una gran preocupación de muy diversos sectores políticos por el surgimiento y consolidación de ese populismo autoritario, en sus diversos matices, en diferentes países del globo. Y esa preocupación es mayor, cuando nos percatamos de que las fuerzas democráticas de todo el planeta no han encontrado la estrategia adecuada para enfrentar la avalancha autoritaria. Y parece que en Costa Rica tampoco hay claridad estratégica, aunque la preocupación por la amenaza real del autoritarismo está muy vigente. Para formular una estrategia política de defensa de la democracia amenazada, se requiere necesariamente una revisión de las causas reales y profundas del debilitamiento del sentimiento democrático, y se requiere identificar y ponderar las razones del creciente declive de la adhesión y la fe en la democracia, por parte de amplios sectores sociales y políticos.

La red no es neutral

Al analizar las causas de ese declive, lo primero que señalan los analistas de diverso signo, es el papel jugado por las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, por el acceso abierto a internet, y por la generalizada participación de los ciudadanos en las diferentes redes sociales. Esto ocurre en un ambiente digital dominado claramente por el gran capital corporativo, por la oligarquía plutocrática global y la de cada país: si la información es poder, quien tiene el dinero necesario para controlar la información controla el poder, y acrecienta su poder.

No cerremos los ojos: la red no es libre y abierta; el universo virtual es claramente manejado y controlado por el poder económico, y la información que mayoritaria y generalizadamente circula en la Red y en las redes, es la que le conviene y le interesa a los detentadores de ese poder económico. En este ámbito la situación es gravísima, pues la digitalización informativa controlada e inducida desde el poder financiero, debilita sustancialmente la democracia, y la convierte en lo que el filósofo Byung-Chul Han ha denominado un régimen de infocracia.

Para analizar cómo enfrentar de manera efectiva y eficaz esa amenaza real y presente de la infocracia en contra el poder del pueblo, en contra el gobierno del pueblo, y en contra de la democracia, se requiere un análisis amplio y detallado, que no corresponde desarrollar en este breve escrito. En nuestro caso, en Costa Rica, se hace necesario plantear en el futuro próximo, un amplio debate sobre este tema, con presencia de expertos y participación de múltiples actores sociales y virtuales. Dejemos únicamente constancia, por el momento, de ese grave peligro de control real del universo virtual, que es claramente visible y no se puede soslayar cuando se examina la decadencia actual del ideal democrático.

El desencanto democrático

Pero sí es posible avanzar en el análisis mínimo de la corriente de fondo, del caldo de cultivo donde germinan y se desarrollan las reacciones negativas en contra del sistema democrático, en Costa Rica y en múltiples partes del mundo. Ese caldo de cultivo del populismo autoritario, de la nueva ultraderecha con aires rebeldes, ese caldo de cultivo del fortalecimiento electoral del engañoso neofascismo light, ha sido identificado por muchos destacados teóricos y analistas políticos, con el nombre de desencanto democrático.

Se trata, ni más ni menos, de una gigantesca desilusión, sufrida por amplias capas de la población -de la ciudadanía y del electorado-, sobre la capacidad de la democracia, como sistema político, para enfrentar las necesidades y aspiraciones de los sectores populares mayoritarios, hoy sumidos en la necesidad y la carestía, cuando no en la apabullante pobreza. Esos sectores, antaño fieles defensores y sólidos creyentes del proyecto democrático, hoy se encuentran humillados y ofendidos, por lo que sienten como un engaño, una burla, y un escarnio: durante décadas, la promesa democrática implicaba la seguridad de que, un gobierno electo por las mayorías, un gobierno democrático, iba a cumplir fielmente con la promesa de construir una patria sin miseria, iba a garantizar la vigencia plena de los Derechos Humanos en todas sus dimensiones, e iba a abrir un camino de oportunidades y bienestar para todos, garantizando a todos el acceso a la educación de calidad, el trabajo decente, la atención integral de la salud, el acceso a la vivienda digna, la justa distribución de la riqueza, y el bienestar general y creciente.

Después de todo, si la democracia es, según la magnífica definición de Lincoln, el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, debe entenderse claramente, y allí se fundamenta la promesa democrática, que el pueblo es el titular del poder y del gobierno, que el pueblo es el protagonista de la acción política y define la orientación de las acciones gubernativas, y que además el pueblo es y debe ser el beneficiario de esas políticas y de esa acción gubernamental, según lo ha recordado el gran filósofo político español Daniel Innerarity.

La democracia como forma de vida

La promesa democrática implica mucho más que las elecciones libres, que el sufragio universal, y mucho más que la libertad política y la participación electoral. La promesa democrática implica mucho más que todo eso, pues la democracia no solo es un sistema político, un régimen de gobierno, también es un modo de vida social. La promesa democrática implica que el gobierno electo por el pueblo va a desarrollar las acciones necesarias para transformar la vida social y económica en beneficio de las mayorías, va a aplicar las necesarias políticas de justicia social y redistribución de la riqueza que permitan la construcción de una sociedad libre e igualitaria.

Un gobierno democrático debe irradiar democracia social, debe construir, desde el pueblo y con el pueblo, una sociedad democrática, en la que se cumpla fielmente con el ideal sabiamente postulado por don Pepe Figueres: el bienestar del mayor número.

Pues el ideal democrático comprende claramente que no hay verdadera libertad sino entre iguales, y que la igualdad es, a su vez, condición esencial e imprescindible para ejercer la libertad plena.

Porque la democracia, para ser verdadera, y no una máscara de la oligarquía, debe ser integral, debe comprender e incluir en su quehacer los diversos ámbitos de la vida en sociedad: la sociedad democrática debe ser una democracia política, desde luego, pero debe también debe ser una democracia social, una democracia económica y una democracia cultural.

Esa es la promesa democrática olvidada e incumplida. Por eso decía Luis Alberto Monge refiriéndose al caso de Costa Rica, que nuestra democracia había sido gobierno del pueblo y por el pueblo, pero muy poco para el pueblo.

La larga marcha hacia la democracia

La verdad es que, a lo largo de la historia moderna desde la Revolución Francesa, quienes han detentado el poder económico a nivel global y en cada país, han impuesto restricciones y cadenas al afán democrático igualitario, y se han asegurado de que el gobierno democrático no pueda cumplir sus promesas. Como lo señala el politólogo estadounidense Jeffrey Winters, “…durante los últimos 250 años los oligarcas han usado su poder para asegurarse de que la democracia no haga la sociedad más igualitaria en términos económicos”.

Tan temprano como en 1876, el presidente estadounidense Rutheford Hayes, quien no fue precisamente un revolucionario, no tuvo más remedio que reconocer ese control y esa influencia oligárquica: “Esto no es un gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Es un gobierno de las empresas, por las empresas y para las empresas”, declaró en un momento de sinceridad política.

Sobre lo anterior, basta recordar que durante todo el siglo XIX y la mayor parte del siglo XX, incluso la democracia estrictamente política y electoral, el propio sufragio popular, estuvo sometida a restricciones y limitaciones, impuestas para impedir el verdadero ejercicio de un poder electoral democrático, pues la oligarquía económica se horrorizaba de la posibilidad de que un gobierno de las mayorías pudiera restringir efectivamente los privilegios de las minorías, sus privilegios.

En la primera mitad del siglo XIX, para las burguesías liberales, antimonárquicas y republicanas, la palabra “democrático” era una abominación comparable a la palabra “terrorista” en el siglo XX”, ha dicho el filósofo e historiador italiano Marco d’Eramo.

De ese modo, se impusieron enormes impedimentos al desarrollo y al ejercicio pleno de la propia democracia política por parte de las oligarquías económicas, desde el surgimiento mismo del ideal democrático. La participación popular democrática se hizo ilusoria, mediante fuertes restricciones clasistas, racistas y sexistas al ejercicio del sufragio: solo podían votar los que tenían propiedades, solo podían votar los que tenían cierta renta, solo eran ciudadanos quienes tenían propiedades, solo podían votar los que tenían capital, solo podían votar los blancos, solo podían votar los hombres, solo podían votar los que sabían leer y escribir. En esa “democracia” restringida, no eran ciudadanos, no podían elegir ni ser electos, ni los trabajadores, ni los pobres, ni los afrodescendientes, ni los indígenas, ni las mujeres.

Durante dos siglos, el eje de la lucha por la democracia fue la lucha por la ampliación del derecho al sufragio para más y más sectores. Y cada vez que se extendía el derecho al sufragio como resultado de esa lucha popular, cada vez que se ampliaba el universo electoral y más ciudadanos podrían participar, rápidamente la oligarquía realizaba nuevas maniobras de control, e imponía otras nuevas restricciones y limitaciones al poder popular: elecciones indirectas, solo para la elección de “representantes” que debían cumplir condiciones estrictas de capital, educación, renta, sexo, condición racial; elecciones de segundo grado por medio de “colegios electorales”; elecciones sin voto secreto, elecciones sin voto directo, elecciones manejadas por el gobierno.

En el caso de Costa Rica, recordemos que el sufragio directo y secreto solo se alcanzó mediante las reformas electorales de 1913 y 1928, impulsadas ambas por don Ricardo Jiménez, respectivamente. Y el verdadero sufragio universal solo se logró con el otorgamiento de derechos políticos a las mujeres costarricenses, y la aceptación plena del sufragio femenino, en la Constitución de 1949.

Como queda claro, desde la Revolución Francesa, y hasta la mitad del siglo XX, el núcleo de la lucha por la democracia fue la lucha por el sufragio universal, directo y secreto, impulsada por socialistas, socialdemócratas y liberales verdaderamente demócratas.

Una democracia integral

Pero no se luchaba solo por la democracia política, pues la lucha integral por la democracia no solo era concebida como una lucha por la libertad en sus diversas manifestaciones, por las elecciones libres, y por el sufragio universal, sino que también era concebida como una lucha por una sociedad igualitaria, una lucha por la igualdad y la justicia social, por el mejoramiento de las condiciones de vida y de trabajo de las mayorías populares, las mayorías trabajadoras; no solamente se luchaba por un gobierno democrático, sino también, y con toda fuerza, por una mejor distribución de la riqueza, por una mayor equidad económica y una mayor inclusión social. Se luchaba por una sociedad democrática, por una democracia integral.

Como bien lo señala Harold Laski, en su clásico estudio sobre el desarrollo del liberalismo europeo, los grandes teóricos y luchadores liberales del siglo XIX, “…enseñaron a los ciudadanos de la democracia que establecieron, que ellos eran el pueblo soberano e insistieron en que, como soberano, el Estado debe servir sus deseos. No dijeron al pueblo que su soberanía estaba condicionada de hecho por la obligación de aceptar la revolución burguesa casi como término final en la evolución de la idea de propiedad y sus relaciones.

De este modo, después de un siglo de luchas, -desde los grandes hitos históricos de la Revolución de Independencia de los Estados Unidos, la Revolución Francesa, y la larga serie de levantamientos populares en el continente europeo durante todo el siglo XIX-, para el pueblo, para los trabajadores, para los ciudadanos, la democracia no era concebida solamente como una forma de gobierno, como un régimen político fundamentado en los principios liberales. La democracia también era claramente concebida como una forma de vida social con libertad e igualdad crecientes, como una sociedad libre e igualitaria, que garantizara el bienestar y la satisfacción plena de las necesidades materiales de todos sus integrantes.

Agrega Laski que “…a la idea liberal era inherente que los hombres habrían de usar el poder político para mejorar su situación material…” de modo que la soberanía política popular propia del régimen democrático era considerada como el instrumento natural para una mejora continua del nivel de vida de los ciudadanos todos, quienes, siempre citando a Laski, “…usaron con insistencia mayor del poder político que les confería el sufragio universal para obtenerla.”

La contradicción esencial entre capitalismo y democracia

Estalla así, con mayor claridad, en los albores del siglo XX, la esencial contradicción histórica entre la democracia y el capitalismo, pues según el mismo autor, “… El capitalismo se halló cada vez más ante el dilema de que si proseguía el experimento liberal, cooperaría a su propia destrucción.

Entonces, dice Laski, la oligarquía económica de los países capitalistas más desarrollados, y “ante el reto del socialismo, reforzado dramáticamente por el advenimiento de la Rusia soviética, cayó en el mismo pánico que le obsesionara durante la Revolución francesa”.

En ese drama histórico y político, encuentra nuestro autor la tierra abonada para el surgimiento del fascismo, cuya esencia “…es la destrucción de las ideas e instituciones liberales en beneficio de los que poseen los instrumentos del poder económico”. Fue el matrimonio público entre el capitalismo y la dictadura.

No resulta necesario insistir en este artículo sobre los resultados históricos del surgimiento, ascenso, y caída del fascismo, ni de la destrucción total de las instituciones democráticas en todos los países en que gobernó, pues ese no es el propósito de este escrito.

Baste señalar que ese trago amarguísimo -el surgimiento, auge y derrota del fascismo, quizás la más importante lección histórica del siglo XX- allanó el camino para que la idea democrática resurgiera con ímpetu y fuerza singulares, después de la victoria sobre los regímenes totalitarios de derecha, al concluir la Segunda Guerra Mundial.

Durante más de treinta años, después de la derrota y desaparición del nazi fascismo -con excepción de la península ibérica, donde sobrevivió encarnado en el régimen franquista en España, y en el salazarismo portugués -, el justificado temor ante el totalitarismo, tanto de los regímenes derrotados como del victorioso comunismo soviético, provocaron en Occidente un gran apoyo al ideal democrático.

Una frágil alianza coyuntural

Esta nueva etapa histórica, y ese coyuntural y diríamos que obligado matrimonio entre el capitalismo y la democracia, abrió la posibilidad del surgimiento y desarrollo del modelo de organización político-económica que conocemos como Estado del Bienestar, sustentado en una idea de la democracia robustecida y ampliada, que implicó una superación -aunque fuera parcial y limitada- del Estado Liberal de Derecho, sin salirse del marco capitalista.

No vayamos a creer que ese esfuerzo democrático tuvo el respaldo activo de la oligarquía global y de las oligarquías nacionales. Se trató de una tolerancia muy frágil, y el avance político, social, económico y político de las mayorías populares solo se logró con un gran esfuerzo y una inmensa lucha de las fuerzas progresistas. Y hubo que resistir permanentemente la reacción capitalista conservadora, que cada vez que podía rememoraba su cálida alianza con el fascismo, impulsando golpes de Estado, dictaduras, represión y muerte.

Sin embargo, en esas décadas fue posible desarrollar nuevas concepciones sobre la organización y funciones del Estado moderno, avanzando hacia un Estado Social de Derecho, un Estado interventor que abandona el laissez-faire, y que en el marco de una economía mixta (propiedad privada, propiedad pública, propiedad social) interviene activamente en el proceso económico, social y laboral, para garantizar “…el mayor bienestar a todos los habitantes del país, organizando y estimulando la producción y el más adecuado reparto de la riqueza”, como lo establece para nuestro país el artículo 50 de la Constitución Política de 1949.

Una nueva utopía para cumplir la promesa democrática

Ese importante esfuerzo de desarrollo político abrió el tránsito y el camino hacia un nuevo modelo político ideal, hacia un nuevo ideal de democracia, hacia una nueva y vigorosa utopía posible, que entendía de nuevo, que la libertad y la igualdad eran las dos caras de la misma moneda, El reconocido iusfilósofo español Elías Díaz categorizó ese modelo político futuro como un Estado Democrático de Derecho, que no es otra cosa que el marco político adecuado para establecer una sociedad verdaderamente democrática, en la cual todas las personas, todos los ciudadanos estén efectivamente “incorporados en los mecanismos de control de las decisiones” y tengan “real participación en los rendimientos de la producción”, en palabras de ese importante autor.

Estamos hablando del tránsito de una democracia solamente formal a una democracia real, o como lo señalaba hace años el sociólogo uruguayo Gino Germani, del tránsito de una democracia de participación restringida -pasando por una democracia de participación ampliada-, hasta consolidar una democracia de participación total. Estamos hablando de la posibilidad de hacer efectivo el cumplimiento de la promesa democrática.

Sin embargo, cuatro décadas después del final de la Segunda Guerra Mundial, esa halagüeña perspectiva histórica se fracturó por completo Ningún esfuerzo democrático integral fue posible ya, en el período de ascenso y consolidación hegemónica del pensamiento neoliberal. El auge incontrolable del neoliberalismo, en el último tercio del siglo pasado y su consolidación indudable en este siglo, – reforzado todo ello por la implosión, caída, y liquidación histórica del modelo comunista soviético-, impuso como pensamiento único el fundamentalismo de mercado y la destrucción del Estado Social de Derecho.

La democracia minimalista del neoliberalismo

El cumplimiento de la promesa democrática dejó de importar, y se impuso una “democracia” que varios autores, y de modo específico la distinguida politóloga italiana Nadia Urbinati, llama correctamente “democracia minimalista”.

La hegemonía de una corporatocracia financiera global, con el mundo concebido exclusivamente como “mercado” y el ser humano como “consumidor”, y el surgimiento de una verdadera religión del dinero y la riqueza como nuevo culto universal, impulsó la más escandalosa concentración de riqueza de la historia humana, aparejada con el empobrecimiento y la desigualdad extendidas como nunca, en una epidemia vergonzosa de explotación, ambición y voracidad económica.

Hasta las más tímidas políticas de equilibrio social mínimo, como la llamada “responsabilidad social” empresarial o corporativa, dejaron de tener importancia en el nuevo mundo del fundamentalismo de mercado, y Milton Friedmann, el gran gurú de la corriente neoliberal dura, pudo afirmar con toda tranquilidad que “la única responsabilidad de una empresa es aumentar los beneficios de sus accionistas”.

Enriquecimiento exponencial de una ínfima minoría oligárquica global, hasta límites nunca vistos en la historia humana. Empobrecimiento abismal de las grandes mayorías trabajadoras y de la masa desempleada. Explotación inmisericorde de la naturaleza y del trabajo humano. Aplicación imperativa de las normas del Consenso de Washington, fundamentalismo de mercado, Estado Social de Derecho desarticulado cuando no descuartizado, democracia minimalista, y exclusión social generalizada: hambre, enfermedad, necesidad, pobreza y desesperanza para las grandes mayorías mundiales y nacionales, para el pueblo trabajador o el pueblo desempleado.

Dice con toda razón el historiador Jeffrey Winters, a quien ya cité:

En las democracias actuales, tenemos una desigualdad mayor que nunca antes en la historia. Esto es irónico porque normalmente pensamos en la desigualdad como un problema de sociedades no democráticas, pero, de hecho, las democracias liberales son increíblemente desiguales desde el punto de vista económico.

Entonces, la explosión de desigualdad que vemos en el mundo y la explosión de rabia que vemos en los ciudadanos se relaciona con que la oligarquía es hoy más fuerte en las democracias de lo que ha sido en décadas.

¿De dónde surge, si no, esa explosión de rabia, que se refleja en las protestas sociales de todo el mundo, y que subyace claramente en la protesta de los agricultores europeos, en el grito de los indignados y en la ocupación de Wall Street, en el levantamiento de los chalecos amarillos en Francia y en las protestas sociales
en toda América Latina?

Las promesas incumplidas y su consecuencia

Los excluidos, los sometidos a la miseria, los hambrientos y enfermos del mundo entero, los humillados y ofendidos, ya no creen en la democracia, porque la democracia no resolvió sus problemas ni atendió sus necesidades apremiantes.

Están indignados y tienen razón.

Me pregunto: el padre de familia que no encuentra trabajo, y ve a su familia sufrir el hambre y la enfermedad; los jóvenes nacidos en este siglo, que solo conocen el neoliberalismo y no la esperanza democrática hecha realidad, que fueron excluidos del sistemas escolar, que vieron a sus hermanos mayores abandonar también la escuela, y saben que a sus hermanos menores les ocurrirá lo mismo, que deambulan sin educación y sin trabajo, buscando el alero del narcotráfico; las madres sin ingresos para alimentar a sus hijos, que tienen que llevar algo a su casa haciendo lo que sea; los viejos obligados a pedir limosna, porque el sistema de seguridad social es una mentira y los excluye; los humildes ciudadanos que ven pasar un gobierno, y otro, y otro más, sin que puedan salir del tugurio, sin esperanza de mejorar, que ven pasar elección tras elección sin que nada, absolutamente nada cambien sino es para empeorar. Todos ellos, me pregunto: ¿no tienen plena razón, plena justificación y pleno derecho para estar indignados, para repudiar una democracia de papel que no cumple sus promesas, para sentirse engañados y usados, para sentir en el fondo de su conciencia y su corazón un gran desencanto democrático?

Ese es precisamente, el caldo de cultivo del que se alimentan los populistas autoritarios, la tierra abonada para el auge de los demagogos, el pantano del descontento que desfoga los votos engañados de los sectores populares hacia los candidatos de la oligarquía, con máscara populista: hacia los Milei, los Trump, los Bolsonaro, los Bukele, los Meloni, los Le Pen, los Chaves 1 y los Chaves 2.

Ya desde la mitad de la década de los ochenta, el gigante de la ciencia y la filosofía políticas del siglo XX, Norberto Bobbio, alertaba con preocupación del “incumplimiento de las promesas de la democracia”, y de los peligrosos efectos que ese proceso implicaba.

Tras de cuernos, palos. Sumado a todo lo anterior, No hay duda de que cincuenta años de prédica oligárquica sistemática en todos los medios sociales, en contra de la política, de los políticos y de los partidos, culpando al Estado y sus instituciones -que requieren cirugía mayor, quién lo duda-, culpando de todos los males a los empleados públicos -ladrones, aprovechados, vagabundos-, culpando a los partidos políticos presentados como argollas, y culpando a todos menos a la corporatocracia global, – la verdadera causante de todas las desventuras y los quebrantos del pueblo-, tenía que tener algún efecto electoral definido.

Esta acción sistemática de desprestigio, ya de por sí una gravísima amenaza para la democracia, se incrementa exponencialmente desde que los nuevos instrumentos y tecnologías de comunicación social controlados por los que tienen capital, y permitió provocar y sostener vigente un tsunami de mentiras y posverdades. Recordemos que nuestra época es al mismo tiempo la sociedad de la información y el conocimiento, y la sociedad de la ignorancia y la posverdad.

El gran peligro del desencanto democrático

Ya hace más de 30 años, en 1992, mi muy recordado y respetado profesor, el Dr. Rodolfo Cerdas Cruz, publicó un valiosísimo estudio sobre la crisis de los partidos políticos y el proceso de transición democrática en Centroamérica y Panamá. En ese libro señero, el Dr. Cerdas estudiaba, analizaba a profundidad e interpretaba el complejo proceso de transición democrática que se había venido desarrollando en el Istmo centroamericano a finales de los ochenta y comienzos de la nueva década de los noventa.

Centroamérica salía de las dictaduras y las guerras civiles, y comenzaba el gran esfuerzo por construir procesos e instituciones democráticas. El libro está centrado en el análisis de ese complejo proceso histórico, y revisa el peso del autoritarismo y el militarismo presentes en la historia centroamericana, y el papel de los partidos políticos centroamericanos -algunos emergentes y otros más antiguos y tradicionales- en ese esfuerzo de democratización regional. Es una obra valiosísima, que abrió un camino de investigación que todavía hoy no se termina de recorrer.

Significativamente, Rodolfo tituló el libro con una expresión que se adelantó a toda una época. Lo llamó “El desencanto democrático”, y dedicó párrafos muy especiales a tipificar e identificar el fenómeno referido. Con su gran conocimiento, su sobresaliente inteligencia y su notable capacidad analítica, el Dr. Cruz identifica con toda claridad el problema, desde la propia introducción del libro. Hablando de la debilidad e inconsistencia de las cúpulas políticas en nuestros países, dice:

Si a lo anterior se suma la falta de credibilidad en las cúpulas y políticos profesionales por las denuncias constantes de corrupción, ineficiencia, mediocridad, relaciones con el narcotráfico, financiación inconfesable de campañas electorales, etc.; y la ineficacia generalizada de la acción estatal, devenida más y más en una carga de beneficios decrecientes para la población, que constata día a día un empeoramiento de las condiciones de vida, tenemos un cuadro nada halagador, pero real. El divorcio entre las promesas de campaña y la acción de gobierno, entre el candidato y el electo, etc., conducen directamente a un desencanto peligroso sobre la utilidad última de las instituciones democráticas y las formas electorales de participación ciudadana. Esto abre nuevos espacios en la vida política para los recién llegados, o como pareció anunciarse con el general Efraín Ríos Montt en el caso de Guatemala en las últimas elecciones, para la emergencia eventual de gobiernos autoritarios y represivos, electos con el voto popular

Estas palabras fueron escritas y publicadas en 1992. Para los costarricenses de esa época, esos conceptos podían parecer entonces relativamente ajenos y lejanos, pues las instituciones democráticas de Costa Rica han sido históricamente más sólidas las de los demás países centroamericanos, y el apego costarricense a la democracia ha sido proverbial. Pero en la Costa Rica de hoy, estos conceptos parecen escritos hoy, para describir los fenómenos de hoy.

En el último capítulo del libro, titulado “La crisis de los partidos políticos”, el Dr. Cerdas hace gala nuevamente su gran capacidad analítica y sobre todo, de su fina mirada prospectiva. En otro párrafo demoledor, dice Rodolfo:

El problema de la gobernabilidad y la eficacia del mandato político, no solo para responder a las tareas de construcción democrática en sí, sino para probar su capacidad de resolver las urgencias económico-sociales de la población, se liga a esta incompetencia declarada de los partidos y las cúpulas políticas para enfrentar la gravedad de la crisis. Si bien el procedimiento electoral democrático permanece y se legitima, los partidos y las cúpulas crecientemente resultan incapaces de responder a los retos del proceso económico-social. Surge así el peligro de que un desencanto democrático, causado por la ineficiencia gubernamental, las políticas económicas desprovistas de dimensión social y la crisis partidista, acelere un abstencionismo peligroso o la recurrencia casuística al recién llegado -dada la inflexibilidad de las colectividades partidarias- y se vea a la ciudadanía conducida a apoyar “caudillos autoritarios salvadores” que resultarían democráticamente electos. Esto podría significar un grave peligro para las instituciones democráticas en sí, y ya no solo para los partidos y sus cúpulas.

¿Requerimos más explicaciones que las que ya nos proporcionó hace más de 30 años uno de nuestros políticos más íntegros y de nuestros intelectuales más lúcidos, Rodolfo Cerdas Cruz?

La deriva derechista del progresismo y de la socialdemocracia

¿Tenemos todavía que preguntarnos, de verdad, qué ocurre en la Costa Rica de hoy?

Ocurre que, desde hace casi cuatro décadas, la democracia costarricense ha estado uncida y maniatada a la carreta del capitalismo neoliberal desenfrenado.

Ocurre que, desde hace casi cuatro décadas, el progresismo democrático costarricense, en los diversos partidos de ese gran centro político compartido por las mayorías nacionales, abandonó su tarea transformadora, su camino a la esperanza, su responsabilidad de construir una patria sin miseria, su deber de luchar incansablemente por el bienestar del mayor número.

No es un fenómeno exclusivo de Costa Rica, desde luego. La pérdida de identidad ideológica, en los partidos progresistas, socialistas y socialdemócratas de todo el mundo, provocó su debilitamiento electoral y político, derrotas electorales consecutivas, y en algunos casos la muerte política de un gran número de partidos en muchos países. Partidos socialistas que estaban en el gobierno, como en Francia, estuvieron a punto de desaparecer en las siguientes elecciones. O fueron derrotados electoralmente por décadas, como en Alemania o Inglaterra. En América Latina numerosos partidos afiliados a la Internacional Socialista sufrieron las mismas consecuencias. No hay casi ningún partido socialdemócrata, laborista y socialista que no haya sufrido las consecuencias demoledoras de su desviación, su adhesión a mentirosas “terceras vías” dominadas por el impulso neoliberal, o su traición ideológica pura y simple.

En una entrevista de hace varias semanas, titulada “Giro a la derecha” los competentes politólogos costarricenses Gustavo Araya e Ilka Treminio explican algunos de los alcances del incumplimiento de las promesas democráticas, por parte de los partidos políticos progresistas, y cómo esa “traición” se constituye en lo que hemos llamado el caldo de cultivo del populismo autoritario.

Treminio, en dos párrafos, clava su flecha en el centro del blanco:

En la década de los 80 y los 90, las opciones conservadoras volvían a tener opción frente al declive de la socialdemocracia, precisamente por su falta de efectividad en responder a necesidades de las clases trabajadoras”.

Y añade:

Los partidos socialdemócratas fueron abandonando sus agendas de bienestar social, particularmente porque hubo una importante hegemonía del neoliberalismo en la década y eso de alguna manera frenó los avances de los proyectos del estado de bienestar e introdujo un fuerte pensamiento neoliberal en estos partidos.

Por su parte, Araya desnuda el núcleo de esa alianza entre el populismo autoritario y el neoliberalismo:

“…la garantía de los derechos se vuelve un peligro para para las empresas privadas, un peligro para el neoliberalismo en la medida en que el respeto por los derechos humanos se convierta en un atentado contra la propiedad privada, contra la posibilidad de privatizar recursos naturales”.

Populismo autoritario neoliberal: el modelo en ascenso

La historiadora italiana Nadia Urbaniti, a quien ya cité, arroja luz sobre ese estrecho maridaje entre el populismo y el neoliberalismo. Me parece necesario citar dos párrafos completos de una reciente entrevista, que no tienen desperdicio:

Que la política populista emerja fuertemente en tiempos neoliberales no tiene nada de extraño. De hecho, es muy lógico y ambos van de la mano. Hemos dicho que la ruptura de las mediaciones políticas clásicas ha provocado una crisis y que, como afirma Bernard Manin hacia el final de su libro Los principios del gobierno representativo, ya no vivimos en una sociedad democrática de los partidos, sino en una sociedad democrática de las audiencias. En tal sentido, constituimos un público desagregado que carece de organizaciones políticas que produzcan utopías y perspectivas de futuro. Y en una sociedad de este tipo, en la que las mediaciones se han roto, la forma más sencilla de unificar a un pueblo desagregado es mediante un proyecto populista. Aquí es donde la democracia minimalista, ligada al neoliberalismo, se une con la política populista.

Al reducir la representación a la participación en los momentos electorales, la democracia minimalista rompe la estructura clásica basada en partidos y, por ende, la conexión entre sociedad civil y sociedad política. Si bien los partidos no desaparecen, mutan a tal punto que dejan de ser máquinas de educación política, conocimiento y mediación, para pasar a ser máquinas electorales. Su función pasa a ser solo la selección de candidatos, triunfar y sostener a una elite política. Renuncian, en definitiva, a su función mediadora, a su función educadora, a su función realmente representativa. De este modo, la separación entre ciudadanos e instituciones se ensancha hasta un punto en el que la representación se fisura y se conforman, como decía anteriormente, dos cuerpos sin conexión entre sí. El populismo usufructúa plenamente esta democracia minimalista y la democracia de audiencias propia del neoliberalismo. Porque si la separación es amplia, puede unificar la idea de pueblo contra la elite política. El populismo está, en este sentido, completamente en sintonía con la democracia minimalista y el neoliberalismo.

El debilitamiento de la función mediadora de los partidos, de su tarea de educación política y de su aporte a formación de la voluntad colectiva, de su papel en la formulación de la utopía futura -o si se quiere del proyecto país-, para convertirlos en meras plataformas electorales reducidas a presentar candidatos, en entes “hidropónicos” carentes de raíces, manejados por el flujo de las encuestas y sometidos al control plutocrático, ha sido la más exitosa maniobra de la oligarquía global y local.

No hay democracia fuerte sin partidos fuertes. Y podemos afirmar categóricamente, y a secas, que no hay democracia sin partidos políticos.

Ya lo recordaba Kelsen con toda precisión:

Es patente que el individuo aislado carece por completo de existencia política positiva por no poder ejercer ninguna influencia efectiva en la formación de la voluntad del Estado y que, por consiguiente, la democracia sólo es posible cuando los individuos se reúnen en organizaciones definidas para diversos fines políticos de tal manera que entre el individuo y el Estado se interpongan aquellas colectividades que agrupan en forma de partidos las voluntades políticas coincidentes de los individuos.

Ese proceso de vaciamiento, pérdida de su función mediadora y desnaturalización y pérdida de identidad de los partidos políticos, que se acelera después del famoso informe sobre la Crisis de la Democracia y la Gobernabilidad presentado a la Comisión Trilateral en 1973, por Crozier, Huntington y Watanuki, y que constituye una exitosísima maniobra del neoliberalismo, requiere un análisis detallado, y este escrito ya se ha extendido demasiado. Requerirá un artículo separado.

De la partidocracia plutocrática a la democracia de partidos

Baste señalar aquí que la defensa, la recuperación y el desarrollo futuro de la democracia como régimen político y como forma de vida, requiere ineludiblemente un esfuerzo gigantesco de reconstrucción de los partidos políticos, como actores esenciales del sistema político democrático. Debemos hacer el esfuerzo que sea necesario para transitar de la partidocracia de meras plataformas electorales controladas por el dinero, a la democracia de partidos controlada por el pueblo, por los ciudadanos, incorporados democráticamente y participando activamente en el partido de su elección.

Solo así lograremos que la democracia funcione, que el pueblo sea el titular, el protagonista y el beneficiario de toda actividad política, con un gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, que siembre esperanza y cumpla sus promesas.

Esta tarea de reestructuración, reorganización estructural, higiene interna, y recuperación de la identidad ideológica de los partidos y de sus compromisos éticos, como requisito imprescindible para recuperar la confianza del electorado en la democracia, y comenzar a vencer el desencanto democrático, demandará años de trabajo organizativo, luchas internas, educación política seria, y democracia participativa intensa.

Demandará también un gran esfuerzo de pensamiento, diálogo y debate democrático, en los partidos y entre los partidos. Pero solo así se podrá vencer el desencanto democrático, solo así los ciudadanos recuperarán su esperanza, y vencerán la desilusión y las tentaciones autoritarias del populismo.

Solo así lograremos sacar a la democracia de esta trampa histórica y enterrar una vez más en el basurero de la Historia al populismo autoritario. Estamos obligados a asumir esa tarea, con perspectiva histórica y visión de futuro, si queremos que Costa Rica siga siendo Costa Rica.

Seguramente esta tarea demandará años de sacrificio, antes de ver los resultados, que serán, ni más ni menos, los necesarios para consolidar históricamente la democracia y asegurarle al pueblo costarricense que tendrá un camino llano y despejado en su lucha sin fin, en su interminable ascenso hacia el reino de la libertad.

¡Ciudadanos! ¡A las urnas!

Pero mientras tanto, en Costa Rica, en el cortísimo plazo, en el plazo inmediato, tenemos enfrente una tarea urgente, que solo tiene siete meses de plazo antes de su culminación electoral.

Ahora, hay que repetir el grito con que Thomas Piketty, parafraseando La Marsellesa, titula un libro reciente: ¡Ciudadanos, a las urnas!

Sin tiempo que perder, sin dudas, sin titubeos, sin desconfianzas inoportunas, más allá de los partidos o sin los partidos, recurriendo a los movimientos sociales, a las organizaciones populares de todo tipo, haciendo un llamado a la conciencia cívica de los costarricenses de buena fe, es imperativo atraer a una cruzada nacional en defensa de la democracia a todos los costarricenses que respetan sus raíces y defienden a Costa Rica y su singularidad histórica, a todos los que recuerdan con orgullo la frase con la que nos caracterizó José María Sanguinetti en la celebración del centenario de nuestra democracia: “Donde haya un costarricense, esté donde esté, hay libertad”.

Esa tarea inmediata, inmensa, impostergable, consiste nada más y nada menos, que en acumular todas esas fuerzas democráticas dispersas en un solo cauce, en unir a todos esos costarricenses que aman la libertad, en una sola corriente electoral unitaria que pueda derrotar el autoritarismo antipatriótico y populista en febrero del 2026.

Después, cada uno podrá volver al partido de sus preferencias, seguirá el rumbo que deseé, contribuirá a fortalecer y desarrollar la organización que mejor lo represente. Después, podremos criticar, discrepar, discutir y debatir de nuevo. Podremos hacer visibles nuestras diferencias, no solo inevitables sino necesarias en una democracia.

Pero ahora hay una emergencia nacional, y más bien debemos hacer visible nuestra unidad, y salvar nuestro futuro democrático. Hay que cerrarle el camino al autoritarismo populista. Ya, de una vez por todas, y antes de que crezca.

Esa es nuestra tarea impostergable y urgente, con siete meses de plazo.

Nuestros abuelos nos enseñaron que el huevo de la serpiente hay que destruirlo antes de que eclosione, antes de que el bicho nazca.

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