Cuánta razón tenía Enrique Santos Discépulo en el tango, “Cambalache…”
Caryl Alonso Jiménez
Un amigo allá por los años 80 en Buenos Aires me dijo una noche, “el futbol podría llegar hasta alterar la vida política de la Argentina…”. Me pareció exagerado… y lo pude comprobar, esa síntesis alcanzó aquella figura mítica y excepcional del inolvidable Diego Armando Maradona (1960-2020).
La historia de Argentina tiene un obligado pasaje que se remonta a las migraciones de finales del siglo XIX y los primeros cincuenta años del XX. Donde miles de ciudadanos europeos, españoles e italianos, encontraron en Argentina no solo el refugio humanitario; sino, la solidaridad que hizo emerger una cultura extraordinaria que se concentró en una pequeña porción geográfica llamada rioplatense en Buenos Aires, y de la zona del puerto de Montevideo, en Uruguay.
Entender el rioplatense de Buenos Aires y Montevideo puede resultar una tentativa que requiera repasar los hilos más sutiles de la vida diaria, empezando por el lunfardo que conecta con una manera de trasgredir el idioma de la calle en expresiones coloquiales, que esconden el código sociológico de una subcultura en esa pequeña geografía citadina.
La cultura de barrio hizo emerger también esos hilos que traspasaron sus ideales y aspiraciones a las plazas políticas, donde los manuales de hermandad alcanzaron lazos de sangre y familia. Una mañana observé en la tumba de Evita Perón, en el Cementerio de la Recoleta, la concurrencia de humildes familias y clase media en peregrinación y del que estoy seguro, que otros contemporáneos jamás tendrán el premio histórico del reconocimiento ciudadano…
Sin embargo, existe otra manera de entender la vida del argentino, y esa se resume en el tango. Es esa mezcla de arte confabulado de narrativas sonoras que acumulan tradición, pasiones, ingratitud, amores perdidos y violencia del barrio. Es esa expresión musical que contiene sino toda, gran parte de la identidad de un país en una sola tonalidad…
Por ello resulta que detrás de cada tango se haya gestado una emoción, que no tenga otra explicación que el sentido de una contienda, real o imaginaria, de un amor inventado y de historias que nunca ocurrieron.
Jorge Luis Borges (1899-1986), en su libro “Tangos” (2013), dice que, “El tango nos da a todos un pasado imaginario, todos sentimos que de un modo mágico hemos muerto peleando en una esquina de un suburbio”, y del que seguramente, al igual de los que hemos repasado sus calles por La Valle a Florida, y de allí al café Tortoni, cantaremos junto a Carlos Gardel (1890-1935), desde la íntima antesala nostálgica, “Mi Buenos Aires querido, cuando te vuelva ver…”
El tango es esa manera de decir en la sonoridad del canto, todas aquellas revelaciones de la crueldad, pasión o brutalidad humana, en aquellas colisiones de la ingratitud social. Pero también es la rendija por donde se escapan aquellos gritos desde la parte pedestre de esas realidades humanas, que duelen, pero raras veces escandalizan a aquellos que viven y se encumbran de la escatología humana… Ese es justamente el arte detrás del tango, decirlo con la crudeza de una verdad que hiere a propósito…
Por ello recordar hoy a Enrique Santos Discépulo (1901-1951), compositor, dramaturgo y cineasta, conocido como el autor de “Los tangos fundamentales”, o los llamados, “Tangos de oro”, quien se atrevió a darle sonoridad al comportamiento de las relaciones humanas más abyectas y pasionales, esas que conjugan, a veces, rastreros valores sociales y lo hacen en esas combinaciones de las cínicas madejas que mueven la cotidianidad del engaño.
Es en “Cambalache”, donde el tango al escucharlo, tiene el tono de lo que quisiéramos gritar a todo pulmón… y dedicarlo a todos aquellos ingratos, a quienes les damos la mano y terminan mordiéndolo todo.
La sabiduría popular de Discépulo en ese tango, fue capaz de crear el hilo que revela la realidad y reclama desde el espacio más pedestre aquello que ahora, “resulta que es lo mismo ser derecho que traidor…” y dónde, “es lo mismo el que labura noche y día como un buey, que el que vive de las minas, que roba o está fuera de la ley…”.
Sonoridad que no pervierte el optimismo de esas ilusiones de la bondad, pero cuando retrata esa verdad donde no cuenta el hombre decente, porque, “los inmorales nos han igualado… que uno vive en la impostura y otro roba en su ambición, da lo mismo que sea cura, colchonero, rey de bastos, cara dura o polizón…”.
La crudeza resulta más reveladora en esos ambientes cotidianos de la oportunidad donde, “El que no llora no mama, el que no afana es un gil”. Es esa verdad que a veces resuena con el martillo de la realidad en todos los espacios diarios…
Discépulo tuvo la audacia de retratar la realidad del siglo XX, en la que no dejó ninguna diferencia con la tragedia del Siglo XXI. Donde esos rasgos que caracterizan la imperfección humana de los soberbios, a quienes hoy día, “les da igual un burro que un profesor”.
“Cambalache” es el diagnóstico social del hoy, donde la brújula ética ha perdido el norte…Cuánta falta hace Discépulo, para aguijonear la realidad humana, en esa sociología contemporánea que aleja la esperanza del mundo mejor… Pero, ¿Qué tanto mejor…?