Siembra vientos y cosecharás tempestades

Carlos Manuel Valverde

Costa Rica

Dice un sabio refrán que el que siembra viento cosecha tempestades… Pues bien, nada más real en la actual Costa Rica. Vivimos tiempos difíciles en materia social y política. Un país como el nuestro, con un gran potencial, se desperdicia a causa de rencillas e insultos, de una bajeza sin paragón en nuestra historia. Se habla de cambios, muchos cambios, pero no es mucho lo que realmente se ha transformado, a excepción del modo en que se discuten los temas, sobre todo desde la Casa Presidencial.

El tema es no sólo triste, sino muy preocuparte; sin embargo, –como todo– tiene explicación.

Descuidamos la educación pública por espacio de décadas y ahora tenemos ignorancia, desinformación y resentimientos a raudales en todos los sectores de nuestra sociedad. Eso naturalmente permea al debate político y, con ciertos acicates, ha degenerado en la infausta manera en la que el actual gobierno dirige al país.

El diagnóstico de Ortega y Gasset sobre la sociedad de masas, recelosa del pensamiento y proclive al caos social, nunca se había manifestado como ahora, con tanta claridad, en nuestra realidad política.

Líderes mediocres han ocupado cargos públicos a lo largo de los últimos cincuenta años, algunos con buenas intenciones y otros no tanto. De ellos, muy pocos han hecho algo tangible para garantizar la cohesión social del sistema democrático.

¿Por qué tan fuerte afirmación? Pues porque la efectividad de un sistema democrático descansa en la paz social, en la satisfacción que da el trabajo, en la necesidad de rendir cuentas de nuestros actos y en el enaltecimiento de ciertos valores que nos permiten esforzarnos para producir, ser eficientes, cubrir adecuadamente nuestros costos sociales y enorgullecernos de los resultados.

Durante el último medio siglo, en cambio, los gobiernos de turno han –de uno u otro modo– socavado la importancia de la educación y la salud en nuestro medio, permitiendo que el gasto excesivo impida alcanzar niveles de calidad, entregando la administración y ejecución de las tareas a su cargo a grupos inescrupulosos que defienden los privilegios y la vagabundería, olvidándose convenientemente de rendir cuentas, y acusándose mutuamente de las fallas de las que unos y otros han sido partícipes.

Educación y salud, baluartes de nuestra democracia civil, son los que más han sufrido en el proceso. Ni qué decir del arte y la cultura, de nivel paupérrimo actualmente por la falta de apoyo generalizado.

Ese estado de cosas no podía menos que traer consecuencias para el sistema político.

Y, sin embargo, hay que hacer algunas salvedades. A pesar de esos errores y las culpas, nuestros líderes sabían responder a estructuras de diálogo previsibles y la cosa caminaba, con buenas maneras a pesar de las posibles diferencias de criterio o intereses. Había cuadros de mando intelectualmente preparados, con experiencia, que partieron siempre del supuesto de respetar nuestro sistema político y social de manera clara, pues lo llevaban en su sangre. En otras palabras, aún cuando se fallaba, esto ocurría de manera civilizada, a sabiendas de que temas como la pluralidad de opiniones, la alternabilidad en el poder y el debate de cierta altura eran realidades fundamentales del sistema.

Pienso que el daño más grave a ese sistema se comenzó a gestar en los años 70, cuando los ideales de la Segunda República se relajaron y surgió la corrupción en algunos sectores políticos bien definidos. Allí nació el vicio de buscar beneficios personales a cambio de prebendas otorgadas con fines meramente electorales, para crear un clima de complicidad entre diversos grupos que repartían lo ajeno para acallar gente y lograr votos. Concesiones innecesarias y excesivas a grupos de poder (sindicatos, cámaras de productores, etc.) acostumbraron a la gente a recibir sin justificación recursos que no se habían ganado. A cambio, complacencia y silencio ante abusos que quedaron evidenciados cada vez en mayor grado. Cuando el tema finalmente reventó, se armó el escándalo y se procedió legalmente, pero el tema no pasó de soluciones cosméticas por parte del sistema que no satisficieron a nadie.

Tras eso, el descrédito evidente de los dos partidos tradicionales y el surgimiento de terceros frentes que no pasaron de la apariencia y la retórica en su praxis, una vez que llegaron al poder.

Muchos años de “nadadito de perro”, sin reformas estructurales que permitieran a la democracia avanzar, eligiendo gente valiosa, en lugar de listas de incondicionales. En suma, muchos pecados arrastrados que cansaron a la gente.

Tanto abuso finalmente nos ha pasado la factura, al posibilitar la llegada al poder de un grupo peligroso, de vocación autocrática, disruptivo en el peor sentido, con alianzas que llaman la atención —algunas alarmantes que pueden sospecharse—, y cuyo veneno nos ha contaminado de diversas maneras.

Sí –es cierto– había males, pero ese grupo los ha exacerbado sin dar nada positivo a cambio, excepto la sensación falsa de que se está depurando el sistema: un espejismo que gente sin educación o malicia política está dispuesta a aceptar, sin ver el bosque oscuro que se esconde tras el árbol.

Hay un ambiente de violencia física y moral que no es casualidad y pareciera orquestado con fines sombríos, para romper el frágil balance de la institucionalidad y la paz social, y otorgar un poder cuestionable a quienes dirigen, para su beneficio, ese caos social.

La manera de proceder del actual gobierno, y muy especialmente el Presidente de la República, denota una seria enfermedad de nuestro medio social. Es como si la sociedad costarricense estuviera aquejada de una grave infección que se propaga por nuestro ser, eso que algunos llaman el “alma nacional”.

¡En verdad urge parar esto! Temo que es un poco tarde, pero estoy convencido de que aún se pueden hacer muchas cosas antes de que el asunto se convierta en una tarea imposible de realizar.

Sé que hablo desde el deber ser del idealismo, pero no nos queda mucho más para echar mano, dada la gravedad de los actuales males. Pueden decirme que no sé nada de política y que esto no va a ocurrir nunca. Yo creo, sin embargo, que es mi deber plantearlo como posibilidad, por amor a mi Patria y a mis hijos.

Sugiero, por ejemplo, algunas tareas que reconozco son difíciles, pero las estimo imprescindibles para restablecer la confianza de los ciudadanos. Por ejemplo:

(i) Como primer acto necesario, es fundamental que los partidos de oposición hagan un “mea culpa” categórico, público, ante los electores, para reconocer sus responsabilidades. La gente merece que se les diga la verdad, que se admitan las culpas y que se pida perdón.

No se trata de castigar ahora a nadie. Técnicamente ese tiempo ya pasó. Se trata de asumir culpas y lavarse la cara con propuestas de verdad, que unan al país frente a la amenaza demagógica.

En este sentido, francamente me alegra que muchos de los viejos líderes, desgastados por una actividad que podemos calificar de estéril durante las últimas tres elecciones, se hayan apartado para dar espacio a gente nueva. Con ello espero que los viejos vicios también se hagan a un lado, pues de otro modo, poco se podrá lograr.

(ii) Hecho ese acto de contrición, se requiere que esos partidos bajen momentáneamente las banderas y unan esfuerzos para sacar adelante la tarea de devolver la paz a nuestra sociedad. Propuestas de fondo, pero transparentes, de corto, mediano y largo plazo, deben estructurarse y presentarse a la ciudadanía, en forma unida, para dar tranquilidad de que una sociedad mejor es posible, sin destruir la democracia.

El enfoque debe ser nuevo y claro. Hay que pensar “fuera de la caja”, con verdadero patriotismo, para encontrar soluciones realistas y valientes que permitan salvar el país. Sin esto como consigna, lo que vendría sería el fin de cada uno de esos grupos políticos, cada vez más disminuidos por su incapacidad para restablecer la imagen de confiabilidad que alguna vez tuvieron. Así como los partidos tradicionales permitieron el surgimiento del fenómeno populista en nuestro medio, así su reorganización y su accionar son indispensables si no quieren ser avasallados para siempre por la ola de demagogia que ahora impera. De no hacerlo con suficiente rapidez, lo que sigue es la muerte del sistema democrático en el país, como sucedió en tanto país vecino.

Las ideas deben ser presentadas con el propósito claro de limpiar el ambiente, para sacar la carreta del barreal en el que nos ha metido el gobierno. Esto implica una campaña política inteligente y honesta, bien planeada, que lleve el mensaje a la gente, que está cansada del triste espectáculo que hemos vivido en estos años. Así se lucha contra el abstencionismo y se minimiza, por lo tanto, el impacto de las voces del odio, que aunque no sean mayoría gritan y mienten mucho y muy seguido.

(iii) Por último, más allá del planteamiento, diseñado para convencer a los votantes, luego viene la práctica de hacerlo realidad, de ejecutar lo prometido y de rendir cuentas por ello. Esto es elemental y no puede olvidarse, so pecado de perder toda credibilidad.

Deben quedar atrás los oportunismos políticos tradicionales, si lo que se quiere es extirpar ese pus del odio y la mentira al que nos hemos visto sometidos por la actual administración, para restituir con ello la salud ciudadana.

Se debe gobernar con transparencia y mucho afán, para enmendar errores de décadas en temas básicos, con la altura de miras que tanta falta nos ha hecho. Hay que fomentar la producción, enfrentar el problema del costo de vida, que es ridículamente alto, y promover los premios al mérito y el esfuerzo honrado. Con ello debería bajar la violencia y la ilusión de las ventajas fáciles que ofrece el narcotráfico y la corrupción, cada vez más presentes en el panorama nacional.

Abogado

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Un comentario

  1. Gustavo Elizondo

    Muy buen artículo, digno de ponerle mucha atención; contrario a muchos que no pasan de ser una retórica sin contenido, aquí el autor establece una hoja de ruta, ojo, que no se confunda con las «rutas» para no decir «trillos» que planteó alguna vez este desgobierno.

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