Entrevista con Juan Ponte
Entrevista conducida por Christian Ferreiro para Sin Permiso.
1. La primera pregunta es sobre el propio título de tu libro, que ya es toda una declaración de intenciones: El capitalismo no existe. ¿A qué te refieres con esto?
Lo que defiendo en el libro es que el capitalismo no existe si por tal se entiende un sistema económico en el que individuos libres intercambian pacíficamente bienes y servicios en igualdad de oportunidades, promoviendo de este modo la propiedad privada. En realidad, el capitalismo es una economía de antimercado, en la medida en que tiende a generar sistemáticamente monopolios y no libre concurrencia competitiva. Problema este del que son conscientes los teóricos liberales y cuya solución es conocida: si la realidad no se ajusta a su marco teórico, es entonces la realidad la que se equivoca. Los principios librecambistas fueron, de hecho, un dispositivo con el que Gran Bretaña, una vez consolidó su economía, buscó mantener estacionaria la industria competidora del resto de países. No hay capitalismo (francés, estadounidense, etcétera) sin imposición de aranceles y restricciones aduaneras, porque los mercados no flotan al margen de los estados, sino que son estos su condición de existencia y fuente nutricia. En este sentido puede decirse, como hiciera Lenin, que el capitalismo es enemigo de la propiedad privada, pues priva de propiedad a la mayoría. No es de extrañar que los propios capitalistas consideren que “la competencia es para los perdedores”, como ha afirmado literalmente Peter Thiel, entre otros, y documento en el libro.
Desde luego, resulta obsceno sostener que el capitalismo ofrece igualdad de oportunidades cuando comparamos, por ejemplo, la suerte de una trabajadora infantil de una empresa de moda europea que externaliza su producción en Katmandú, con la de un magnate norteamericano que pertenece a una dinastía decabillonaria.
Por otro lado, las empresas privadas tampoco son internamente espacios libres de acuerdo entre iguales, sino redes de autoridad y mando cuya función es evitar costes de negociación en los mercados. ¿Se imaginan a un magnate capitalista dejando la marcha de su empresa a la suerte de la «mano invisible» del mercado? La respuesta obviamente es negativa: tratará de desarrollar distintos planes y programas, y buscará la protección de determinados estados frente a terceras empresas competidoras, y así correlativamente.
2. Luego no se puede entender la lucha de clases separada de la dialéctica de estados, de un determinado “sistema-mundo”…
Así es. No hay un desarrollo universal en el que las clases sociales precedan a los estados, porque la explotación presupone la apropiación de productos excedentarios de terceros a través de tales estados, y no al revés. Por supuesto, es la dominación de clase la que permite asegurar la aparición de los trabajadores en el mercado como vendedores de fuerza de trabajo. Lo que supone la separación entre las clases trabajadoras y la propiedad de las condiciones de realización del trabajo; un divorcio que se va reproduciendo y ampliando históricamente cada vez a una escala mayor. Pero para la configuración y funcionamiento de los mercados fue y es necesaria la expropiación colonial de tierras y recursos, el trabajo forzado, la opresión racial, el capacitismo y la dominación de género. Por eso- frente a versiones rígidas y simplistas del marxismo- es importante subrayar que la “acumulación primitiva” no es cosa del pasado, sino que se actualiza a medida que el capitalismo mismo se abre paso y metamorfosea.
Esto es tanto como decir que tales procesos no representan un conjunto de variables externas a la acumulación capitalista, sino que se presuponen recíprocamente. La recurrencia o reproducción (en el libro hago una crítica al concepto marxista) de una totalidad social no se deduce de las leyes de movimiento del capital; estas no agotan la explicación de sus dinámicas, salvo que se incurra nuevamente en una suerte de mecanicismo o funcionalismo. Tal lectura implicaría que las relaciones económicas se explican por sí mismas, son causa sui. Conviene que la “autonomía relativa” de la economía no sea esta la “mano invisible” de la izquierda.
3. La economía…¿es el mercado el Dios de los capitalistas?
Hablar de “libre mercado” es como presuponer la existencia de un motor que, una vez puesto en marcha, pudiera subsistir sin fuentes de energía externa. Pero esto no es factible, porque el perpetuum mobile contradice las leyes de la termodinámica. Es como freír nieve. O querer diseñar un decaedro regular, esto es, un poliedro cuyas diez caras sean polígonos cuyos lados y ángulos interiores sean iguales entre sí. Inténtenlo en sus casas, que no podrán, porque esto incumple el teorema de Euler. ¡Es que ni siquiera lo podemos imaginar coherentemente! Para provocar, más aún: es como decir “Dios existe”. Podemos construir la expresión gramatical “Dios existe”, pero si por Dios entendemos los “siete atributos” (omnisciencia, omnipotencia, inmutabilidad, omnipresencia, etcétera) entonces habrá que sostener que la expresión es inconsistente y contradictoria, porque contraviene axiomas, leyes y pruebas fundamentales de la física, la biología, la geología, la paleontología, etcétera. Asunto distinto es que cuando uno deja de creer en Dios, puede empezar a creer en cualquier otra cosa peor, según Chesterton; pero este tema nos llevaría a otro lugar [risas].
En pocas palabras, sí: el capitalismo deifica el mercado. La distancia que existe entre la versión que ofrecen los liberales de la libertad de empresa, la iniciativa individual y la racionalidad del intercambio, y el capitalismo “realmente existente”, es abismal. Se entiende, hasta cierto punto, que un ultramillonario aficionado al manejo de criptomonedas o que habite felizmente en uno de los dominios del metaverso de Zuckerberg crea levitar por encima de los estados. Que lo hagan los alevines de capitalistas causa risión. Esto es lo que merece la pena ser llamado ideología.
Los estados no son meros cascarones. Crean las estructuras de circulación del capital, establecen las reglas del juego y guían a las empresas en su expansión, sin perjuicio de que a su vez sean moldeados por estas y condicionen sus decisiones. De lo que se trata es de estudiar esta intrincada dialéctica. Sin los programas de investigación financiados por los EEUU no existirían Alphabet o Facebook; el vínculo entre Silicon Valley y Washington a través del que fuera CEO de Google, Eric Schmidt, y posterior director del Defense Innovation Board, órgano asesor del Pentágono, parece evidente; etcétera.
4. En el libro sostienes que, en términos generales, lo que caracteriza al capitalismo, más que el individualismo, es el armonismo. ¿En qué sentido?
Fue el propio Marx el que sostuvo que el capitalismo queda abolido en su fundamento mismo cuando es el goce, y no el enriquecimiento (en tanto supone ahorro, inversión, etcétera) el que impulsa la economía. Básicamente porque esto significaría confundir valor de uso con valor de cambio. Dicho de otra manera: si la codicia o el egoísmo son afectos de los que necesariamente se nutre el capital, lo son en la medida en que tales afectos brotan de las prácticas capitalistas mismas. La pulsión monótona del capitalismo, que se basa en su reproducción y expansión permanentes, trasciende los fines subjetivos de los capitalistas de turno. En el libro afirmo que el deseo de un capitalista puede consistir en nadar en una montaña de dinero, emulando al Tío Gilito, alcanzar la fama (¡Operación Triunfo!), o retener avariciosamente sus riquezas en un cofre o en una caja fuerte, como si fuera un estreñido. Pero el finis operantis, el contumaz deseo de cada capitalista, no tiene por qué coincidir con el finis operis, el funcionamiento del capitalismo en marcha. Y de hecho no suele coincidir. Es precisamente este desajuste el que se pretende obturar con la fantasmagoría laissefairista de la mano invisible.
Como se sabe, según este planteamiento metafísico, los diferentes egoísmos individuales, aparentemente antagónicos, serían en realidad guiados por una mano invisible que asegura el interés general de la sociedad; independientemente de su villanía. Si cada sujeto sólo persigue su propia conveniencia, el conjunto resultará beneficiado. La prosperidad social está asegurada de antemano. Así, para Adam Smith- pero, a decir verdad, sobre todo para su maestro Hutcheson- los egoísmos ya están armonizados por un “diseñador” benevolente. Una armonía preestablecida por la Divina Providencia fundamenta el orden natural y espontáneo del mercado. Por eso, coherentemente, la planificación externa no es necesaria porque el ajuste entre las partes del engranaje está garantizado internamente.
En ese sentido- reparemos en ello- si el mercado autorregula la sociedad, a través del orden espontáneo que se genera en el intercambio entre distintos módulos económicos, la democracia resulta innecesaria, superflua, exógena a la armonía ya dada. La oposición entre capitalismo y democracia no es una novedad de las derechas populistas; se deriva de los mismos principios liberales. En el fondo, se trata de la confianza en no tener que hacer política. No se preocupen: ya la hace el mercado. Tras el hombre egoísta está el Dios bienhechor, la bondad infinita del Creador. Sí, la tesis se seculariza, Dios es tachado, pero, aún perdiendo la piedad, se mantiene la función teológica: como mónadas leibnizianas, a cada individuo le es intrínseca su conformidad espontánea con el resto de los individuos, sin necesidad alguna de intervención externa. El caos y la confusión en el mundo tan sólo son aparentes. Con una imagen de Leibniz: “como si se mira un estanque a cierta distancia, desde la cual se vislumbra un movimiento confuso y, por decirlo así, un revoltijo de peces, sin llegar a discernir los peces mismos”.
5. ¿Se mantiene ese armonicismo en las corrientes neoliberales? Además, ¿no crees que el concepto de neoliberalismo es usado por ciertas izquierdas de un modo muy impreciso?
Por influencia del “darwinismo social” de Spencer, de la idea (en realidad, antidarwinista) de que en la vida sólo sobreviven los más aptos, el mercado se concibe desde el mal llamado neoliberalismo como un campo de batalla en el que se espera de los individuos que se comporten pertrechados con las cualidades que Carl von Clausewitz aplaudía en los grandes generales: ser valerosos, estrategas, asumir riesgos, etcétera. Von Mises consideraba que la mayor parte de las personas son seres vegetativos que, en el mejor de los casos, imitan a una élite creativa y emprendedora, y en el peor, procuran vivir de las ayudas estatales. De ahí que, desde esta óptica, el Estado social haga a los hombres dependientes. Curiosamente, nada se dice de la dependencia de tener que vender tu fuerza de trabajo para cobrar un salario y llegar a fin de mes. Ayn Rand llamaba directamente a la mayoría social “parásitos sociales”. Con todo, a mi juicio, la hipótesis de la armonía preestablecida sigue operando de algún modo en estos planteamientos. La misma Rand afirma en su oda al egoísmo racional, La virtud del egoísmo, que “los intereses racionales de los hombres no chocan”. Se manifiesta así la petición de principio: para que haya armonía, el egoísmo tiene que ser racional. ¿Y cuándo es racional? Cuando armoniza con el de otros “hombres de espíritu”, libres, emprendedores…es decir, racionales.
Ahora bien, el neoliberalismo no es una reactivación del viejo liberalismo, sino una nueva forma de concebir el gobierno político. Mientras que el problema del liberalismo del siglo XVIII es cómo disponer en una sociedad política dada un lugar lo más libre de injerencias para el mercado, es decir, preservar un lugar vacío de poder político, el del neoliberalismo es inverso: cómo ajustar de la manera más eficiente el ejercicio del poder político a los parámetros de la economía de mercado. El celo liberal se centra en qué aspectos sociales conviene no intervenir en demasía. La obsesión neoliberal consiste en conocer cómo intervenir lo máximo y mejor posible en los comportamientos humanos. ¿No es esto lo que algunos llaman totalitarismo?
Dicho todo esto, hoy día estamos en otra fase capitalista, ya bautizada como necropolítica, con la que no nos referimos solamente (por emplear algunas de las conceptualizaciones críticas; categorizaciones estas, efectivamente, que suelen ser usadas de un modo muy elástico) a la extracción de recursos, la explotación de la fuerza de trabajo, la discriminación entre los grupos dominantes y los minorizados, la opresión biopolítica sobre los cuerpos marcados. Ya no es únicamente la inscripción de los cuerpos en aparatos disciplinarios. Es la consideración de buena parte de la humanidad como una colección de desechos, como población sobrante. Lo que obliga a modificar, por cierto, el concepto marxista de “ejército industrial de reserva”.
6. Por último. Una de tus críticas principales es la tendencia general, a izquierda y derecha, hacia la nostalgia. En particular, en el libro hablas de una «nostalgia de la comunidad perdida».
Como nieto de mineros, y respondiendo desde la cuenca minera del Caudal (Mieres), me atrevo a sostener que el orgullo de clase por el pasado obrero no puede enquistar la capacidad de transformación real del presente y futuro. Cierta melancolía idealiza el pasado y paraliza; puede convertirse en el there is not alternative de la izquierda. El melancólico es incapaz de desembarazarse de la pérdida. Lo que ocurre es que la ruptura con el origen nunca puede ser reparada porque el origen está irremediablemente perdido. La única consolación que cabe es la sustitución. El lamento por el bien perdido conduce inevitablemente a una posición conservadora, aunque se diga de izquierdas, que postula una falsa unidad y se atasca en la melancolía de la destrucción de un ethos inexistente.
Pero lo originario no es el orden, sino el caos, como muy bien teorizó Schelling. Siempre hay un principio de desorden que conmueve la realidad. No aceptarlo es no entender que los procesos de emancipación son aventuras terrenales, plurales e infinitas, inciertas y frágiles, al mismo tiempo revolucionarias y cautas. Como termino diciendo en el libro, debemos recuperar cierto realismo de Lenin siguiendo el consejo de Manuel Sacristán: “La revolución la hacen los seres humanos que hay, como son. El que quiera armonía celestial, que se vaya al cielo”.
Entrevistador: Christian Ferreiro Gutiérrez es profesor de Filosofía en un instituto de enseñanza secundaria. Se graduó en Filosofía en la Universidad de Oviedo y ha trabajado en la redacción del periódico digital asturiano Nortes. Además, es socio de la Sociedad Asturiana de Filosofía, y es miembro de la Asamblea Moza d’Asturies (AMA).
Juan Ponte es licenciado en filosofía por la Universidad de Oviedo. Cursó máster universitario en estudios sociales de la ciencia y la tecnología y el doctorado dentro del programa «Problemas filosóficos del presente». Profesor de filosofía, fue responsable durante ocho años del Área de Servicios a la Ciudadanía en el Ayuntamiento de Mieres. Actualmente es responsable de estrategia, formación y batalla cultural en Izquierda Unida y director general de Agenda 2030 en el Principado de Asturias. Recientemente ha publicado «El capitalismo no existe. Necroteología del mercado» (Ediciones Trea, 2024), donde procura deshacer algunos de los lugares comunes más habituales sobre el capitalismo y entretejer nuevas herramientas conceptuales para la emancipación de cualquiera.
Fuente: sinpermiso.info