El Salvador de Bukele: del autoritarismo cool al partido único

Jaime Quintanilla

Nayib Bukele usó su popularidad, producto de la reducción de la violencia de las maras, para acabar con la ya débil democracia salvadoreña. En un contexto de derrumbe opositor, las elecciones del 4 de febrero sellaron su predominio absoluto sobre el conjunto de las instituciones.

Bukele

A las 6:56 de la tarde, apenas dos horas después del cierre de los centros de votación, un show de fuegos artificiales se apoderó del cielo salvadoreño. La razón fue la autoproclamación de Nayib Bukele, el presidente -y candidato inconstitucional a la reelección-, como ganador de la contienda electoral «con más de 85% de los votos». Algo por lo menos sorprendente a esa hora, ya que muchas mesas de votación ni siquiera habían comenzado el escrutinio. Pero Bukele ya tenía sus propios datos.

El Tribunal Supremo Electoral (TSE), la máxima autoridad en materia de elecciones, no se pronunció. En el imaginario público, el resultado era inapelable. Horas más tarde, a las 10:15 de la noche, Bukele apareció en el palco principal del Palacio Nacional y se presentó como presidente reelecto frente a una multitud que celebraba haberle entregado todo el poder a una sola persona y a un solo partido.

De nuevo, lo hizo sin que el TSE se hubiera pronunciado o adelantado algún dato certero y confiable. «Este día El Salvador ha roto todos los récords de todas las democracias del mundo», celebró el mandatario de 42 años frente a gente embelesada que ovacionaba a Bukele entre vuvuzelas y vítores.

«Y no solo hemos ganado la Presidencia de la República por segunda vez con más de 85% de los votos, sino que hemos ganado la Asamblea Legislativa con 58 de 60 diputados como mínimo, es posible que sea más», reiteró Bukele, mientras algunas mesas de votación ni siquiera habían contado un solo voto de los comicios legislativos y los sistemas de transmisión del sufragio fallaban. Bukele aprovechó ese discurso para adelantar que a partir del 1 de mayo, cuando la nueva Asamblea Legislativa tome posesión, El Salvador vivirá bajo un modelo de partido único. «Sería la primera vez que en un país existe un partido único en un sistema plenamente democrático. Toda la oposición junta quedó pulverizada», se jactó. El resultado lo oficializó Bukele, el TSE ahora tiene que hacer que los números cuadren.

Para ese momento, el sitio de resultados preliminares del TSE indicaba que con 30% de las actas escrutadas, Bukele se había agenciado más de 1,2 millones de votos. Mientras que su competidor más cercano, Manuel Flores, del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), solo registraba 110.244 votos. Las elecciones presidenciales parecían estar cerradas. Pero faltaban los datos de las legislativas.

Entretanto, los presidentes de Guatemala, Honduras y Nicaragua, y los gobiernos de Estados Unidos y algunos de Europa se apresuraron a felicitar a Bukele luego de los anuncios en sus redes sociales y en el palco del Palacio Nacional. No mencionaron que su candidatura fue inconstitucional y que el máximo tribunal electoral no había oficializado el resultado. Creyeron simplemente en su palabra. En el caso centroamericano, en medio de la violencia generalizada, la figura del mandatario salvadoreño es muy popular y varios funcionarios han prometido aplicar el «método Bukele» en sus propios países. Incluso la ministra de Seguridad argentina Patricia Bullrich, un país cuyos niveles de inseguridad no se asemejan a los de Centroamérica, ha expresado su voluntad de «adaptar» el modelo salvadoreño.

«El pueblo salvadoreño habló y no solo habló fuerte y claro, sino que habló de la manera más contundente en toda la historia de la democracia del mundo entero», dijo el presidente en un país donde, según Latinobarómetro, menos de 50% de su población apoya la democracia.

Empresario y publicista de profesión, Bukele sabe de símbolos y cómo usarlos para dejar claros sus mensajes. El escenario que preparó para autoproclamarse ganador no fue casual. En su primera victoria presidencial, dio un discurso victorioso desde una tarima en otra plaza un poco más pequeña; esta vez, decidió utilizar el púlpito de un histórico edificio público y pronunciar un discurso en el que se dedicó a atacar a cuanta organización, gobierno o periodista lo ha criticado (o ha revelado la corrupción de su gestión), y se enorgulleció de todos los abusos de autoridad que ha cometido desde 2019. Dentro del Palacio Nacional, su familia y sus funcionarios (muchos señalados de pactar con pandilleros, de cometer decenas de actos de corrupción y de enriquecerse injustificadamente) celebraban que pasarán al menos otros cinco años en el poder. Al final de ese discurso, entre confeti y un largo show de fuegos artificiales, sonó la famosa canción de REM «It’s the End of the World as We Know It (and I Feel Fine)» [«Es el fin del mundo tal y como lo conocemos (y me siento bien)]. En ese ambiente de fiesta, aquella raquítica democracia que murió el 1 de mayo de 2021, con el golpe que el Legislativo y el Ejecutivo le dieron al Órgano Judicial, quedó sepultada por completo.

Bukele es el primer presidente salvadoreño en casi un siglo en ganar un segundo periodo. Pero como aquellos caudillos que lo precedieron, también tuvo que violar repetidamente y sin consecuencia la Constitución y las leyes del país. En ese camino inconstitucional dejó claro que no repararía en medios para acumular todo el poder de uno de los países más pequeños del continente americano.

Aquella ironía insípida consistente en presentarse a sí mismo como «dictador de El Salvador», «el dictador más cool del mundo mundial» y “emperador de El Salvador» en su biografía de la red X, o en cambiar su foto de perfil por la del dictador ficticio Haffaz Aladeen, un personaje del actor cómico Sacha Baron Cohen, se hizo realidad. Bukele solidificó la dictadura que parió hace tres años. Lo más grave no es que él mismo se haya encargado de comunicarles a los salvadoreños y al mundo entero que ya tenía resultados y que había pulverizado a la oposición, sino que lo hizo frente a las narices de un TSE doblegado a sus caprichos.

La democracia de la que tanto habla Bukele cuando se le cuestionan sus maneras de gobernar tiene un rancio olor a dictadura con perfume popular.

Del precipicio al abismo

La sociedad salvadoreña tuvo la oportunidad de salvar la democracia, de alejarse del autoritarismo. Pero eligió enterrar ese sistema que a muchos no les dio resultados visibles y que la propaganda oficial se encargó de demonizar.

Para entender cómo El Salvador decidió depositar todo el poder en una sola persona, es necesario hacer un recuento de dónde vino y cómo gobernó Bukele desde el 1 de junio de 2019. En las elecciones de aquel año, el entonces candidato millennial se convirtió en una esperanza para millones de personas que estaban hartas del sistema bipartidista que gobernó durante 30 años, de la mano de dos fuerzas políticas que nacieron durante la guerra civil: la Alianza Republicana Nacionalista (Arena), el partido de la ultraderecha salvadoreña, y el FMLN, que nació de la guerrilla. Ese periodo se caracterizó por elevadísimos índices de violencia que conmovieron al país y por la corrupción que atravesó todo el aparato del Estado.

Para ganarse el favor de la gente y poder competir en esas elecciones, Bukele hizo todo lo posible para que el entonces partido oficial, el FMLN, lo expulsara de sus filas. Así pudo declararse independiente de aquella política rancia que había hundido al país en la violencia y la corrupción. Aunque intentó legalizar Nuevas Ideas, su proyecto político personalista, los tiempos no le alcanzaron. Terminó tomando entonces la decisión de afiliarse a Gran Alianza por la Unidad Nacional (GANA), un partido formado por disidentes de Arena. En aquellas elecciones, Bukele ganó con 53,1% de los votos.

El actual mandatario es, en esencia, producto de esa vieja política, tanto que gran parte de los dirigentes del oficialista Nuevas Ideas también provienen de los antiguos partidos hegemónicos.

Su primer periodo de gobierno pasará a la historia por haber logrado reducir los homicidios a cambio de negociar con la Mara Salvatrucha y las facciones Sureños y Revolucionarios del Barrio 18, las tres principales pandillas de El Salvador; por haber tomado con los militares la Asamblea Legislativa y amenazar con disolverla; y por haber implementado una especie de campos de concentración como política durante la pandemia de covid-19. Sin olvidar las decenas de señalamientos de corrupción, las destituciones ilegales del fiscal general y de los magistrados de la Corte Suprema de Justicia, y la derogación de varias garantías constitucionales con el régimen de excepción que está por cumplir dos años. Como parte de su política contra las maras, el gobierno ha encarcelado sin ninguna investigación previa a más de 75.000 personas, con el «costo» de cientos de muertes dentro de los centros penales del régimen de excepción, en el marco de una efectiva campaña con estética cinematográfica. Pero también el gobierno se caracterizó por sus constantes ataques a la prensa y a organizaciones sociales, y por haber usado todo el aparato estatal para catapultar la candidatura inconstitucional del presidente, además de proteger a decenas de funcionarios que han sido sancionados por Estados Unidos y acuerpar a otros tantos funcionarios que han encontrado un El Dorado en la administración pública.

Con esta nueva casta queriéndose perpetuar en el poder, los salvadoreños fueron a votar este 4 de febrero. Los ya desprestigiados partidos de oposición, diezmados por los malos resultados electorales, se enfrentaron a un tablero inclinado en el que el Ministerio de Hacienda se negó a entregarles la «deuda política», el dinero que el Estado otorga a los partidos para que puedan hacer campaña, y a diversas maniobras en su contra, con la complicidad del TSE.

Pero al electorado poco o nada le terminó importando todo esto. Y no es difícil de imaginar por qué. Parte del triunfo del gobierno de Bukele fue producto de la militarización de las fuerzas de seguridad, la implementación de un régimen de excepción y la captura indiscriminada sospechosos. Gracias a esta política represiva, el gobierno logró que las pandillas que dominaron grandes partes del territorio terminaran en la cárcel u ocultas. Y el aparato propagandístico le sacó el jugo a ese resentimiento que, con justa razón, la población tiene hacia estos grupos criminales, mediante una inédita espectacularización de las detenciones -y las humillaciones de los detenidos-.

Un conductor de Uber lo resumió así unos días antes de las elecciones: «La verdad es que se han llegado a enriquecer como todos los anteriores, pero al menos han traído seguridad. Y es que si no votamos por él, ¿por quién?». Esa retórica incluso ha permeado en algunas víctimas del régimen de excepción que han perdido a sus familiares en las cárceles. Muchos familiares de inocentes encarcelados dicen que Bukele lo ha hecho todo bien aunque lamentan las capturas arbitrarias, y aun así están dispuestos a renovarle su apoyo.

Este salto al vacío es posible también por la desarticulación de la oposición política, que durante el proceso electoral prefirió dividirse y velar por sus intereses personales en lugar de unificarse y luchar por mantener el sistema democrático que tanta sangre le costó a El Salvador. No supieron estar a la altura de lo que les exigió la historia y ahora ven cómo este capítulo concluye de forma amarga.

¿Y ahora qué?

Bukele ganó estas elecciones sin haber hecho una sola propuesta nueva. La oferta política para ganar el voto fue fomentar el miedo al pasado. Estaba tan seguro de su victoria que delegó la campaña en sus diputados. No tuvo ni un solo baño de masas. Prefirió utilizar el aparataje de comunicaciones del gobierno, el noticiero y diario que creó para posicionar su imagen, y la red de fanáticos digitales que trabajan para aumentar aún más su popularidad.

Lo que ha prometido es que en el próximo quinquenio dará continuidad a su gobierno. Pero ¿qué significa eso exactamente? ¿Seguirá la mafia política en el Estado que creó esquemas de corrupción que permitieron el pacto con las pandillas, las irregularidades en las compras de emergencia durante la pandemia de covid-19 y los abusos durante el régimen de excepción? ¿Seguirá violando sistemáticamente los derechos humanos? ¿Seguirá negociando con criminales para garantizar una paz que al romperse traerá un baño de sangre?

«En estos próximos cinco años esperen a ver qué vamos a hacer porque seguiremos haciendo lo imposible», adelantó Bukele en el discurso de celebración. Así de vago. Esta fue una constante en su primer gobierno; incluso declaró que no tenía plan de gobierno y ha puesto en reserva toda la información que dé luces, con datos oficiales, sobre su gestión.

Lo que dejó claro la noche del 4 de febrero es que arreciará su ataque contra toda entidad que lo critique sobre la certeza de haber desmantelado todos los sistemas de contrapeso y contraloría que lo podrían frenar. Lo ha hecho de manera sistemática contra la prensa y las organizaciones sociales, y no ha dudado en lanzar su artillería retórica contra cualquier gobierno extranjero que lo cuestione.

Esta embestida contra organizaciones, críticos y periodistas ha obligado a que mucho se autoexilien en otros países, como el caso de ex-magistrados de la Sala de los Constitucional, su ex-abogada defensora y al menos una decena de periodistas, según reporta la Asociación de Periodistas de El Salvador (APES). El mismo presidente ataca a los periodistas críticos. Entre sus ataques en la red X, Bukele afirmó en mayo de 2023 usando una referencia al magnate y filántropo George Soros, blanco constante de las derechas radicales : «En todos los países de Latinoamérica hay medios y ‘periodistas’ pagados por Soros. Pero en realidad no son periodistas, son activistas políticos con una agenda mundial definida y perversa».

Las leyes, libertades, deberes y voluntades de los salvadoreños ahora dependen de los caprichos de una persona y sus hermanos que cogobiernan en las sombras. Los derechos de los salvadoreños llegarán hasta donde Bukele quiera. No hay nadie que le ponga un límite, como quedó demostrado en estas elecciones.

Por primera vez, Bukele no se ha quejado del proceso de escrutinio ni ha criticado abiertamente al TSE. El TSE fue tan permisivo que incluso permitió que Nuevas Ideas hiciera proselitismo junto a las urnas en algunos centros de votación, una clara ilegalidad en el proceso. Y al final, fue el presidente quien anunció los resultados.

Bukele se autoproclamó ganador en medio de serias irregularidades que apuntan a un fraude electoral para aumentar aun más sus mayorías. Pero no importa, la narrativa ya está instalada y cualquiera que la cuestione será acusado de golpista. Bukele impuso un partido único y lo hizo en complicidad de un TSE que, lejos de ser un árbitro imparcial y asegurar la confianza del proceso electoral, demostró que está rendido a los pies del dictador.

Fuente: nuso.org

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