Luis Paulino Vargas Solís
Mucha gente elogia a Nayib Bukele: primero, construyó una enorme cárcel; y, enseguida, y prescindiendo de cualquier proceso judicial ni medianamente transparente, metió ahí a 60 o 70 mil muchachos. E hízose el milagro: paz y tranquilidad en las calles de El Salvador. Con seguridad, mucho de esto está asentado en el miedo: cuando, a la más mínima sospecha, cualquiera puede ser encarcelado, nadie querría hacer, pero ni un mal modo. Muchísimo menos los hombres jóvenes de clases populares. Son sospechosos perpetuos y culpables por definición. He ahí una de las bases del consenso a favor de Bukele: ¿cómo estar en desacuerdo con un presidente que te mete a la cárcel tan solo con que se te ocurra hacerte un tatuaje?Los asesinatos disminuyeron y eso está bien. Pero el miedo sigue presente: antes se temía a las maras; ahora a Bukele. Y, con el miedo, el control sobre la población: ¿es que alguien querría salir a la calle a protestar contra un presidente-dictador omnipotente?
La construcción misma de la cárcel fue un enorme negocio, cuyos detalles son ampliamente…desconocidos. Una cosa opaca, detrás de la cual se adivinan negociazos corruptos. En todo caso, es muy pronto para cantar victoria. De hecho, nadie tiene ni idea de cuánto tiempo durarán encarcelados los hombres enclaustrados ahí, y qué se hará con ellos cuando salgan ¿O pretende Bukele encerrarlos «in aeternum«, y que el número de personas en prisión crezca indefinidamente?
Pero, además, la terrible experiencia de Ecuador advierte sobre otros posibles y muy peligrosos efectos. Los últimos gobiernos enfatizaron la respuesta represiva y el encarcelamiento. El resultado está ahí: las mafias se fortalecieron al punto que hoy Ecuador está, literalmente, en estado de guerra. El caso ecuatoriano demuestra que las cárceles tienen todo el potencial para convertirse en escuelas para la delincuencia, centros para el reclutamiento, la rearticulación de las mafias y la corrupción de la policía ¿Podría suceder algo similar en El Salvador? Yo no lo descartaría.
Es más: ¿podría estar sucediendo algo similar en Costa Rica, cuando nuestras cárceles ya están sobradamente atiborradas? Tampoco lo descarto. Los “call center”, que han funcionado desde las cárceles, aportan buenos indicios. Conectémoslo con cosas como lo de AMP-Terminals, donde los escáneres no terminan de funcionar, mientras la droga sigue circulando. O sea: hay buenas razones para pensar que las redes mafiosas se han extendido muy ampliamente. Más de lo querríamos admitir. Sobre todo, en el contexto de un gobierno -el de Chaves- que nos ha resultado notoriamente remolón y negligente en esta materia.
Pero todavía queda una pregunta tremendamente inquietante que es necesarísimo plantearse: ¿qué hacen 60 o 70 mil hombres jóvenes metidos en una cárcel cuando deberían estar, quizá estudiando, quizá produciendo, quizá construyendo una familia y, en todo caso, aportando a su país, en vez de estar desperdiciando su vida y constituyendo una carga para su sociedad, consumidos en una cárcel?
En el fondo, ese es el mensaje de Bukele a El Salvador: “como país y como sociedad hemos sido derrotados y somos un fracaso. Esta cárcel que yo les he construido es un monumento a nuestra derrota”.
A lo largo de mucho tiempo, algo se hizo muy mal como para llegar ahí.
La Costa Rica que, entre inicios de los cuarenta y fines de los setenta del siglo pasado, tuvo el firme propósito de convertirse en un ejemplo de éxito, mediante el logro de un adecuado balance entre lo social y lo económico, empezó a capitular de ese cometido desde mediados de los ochenta. Eso nos ha llevado por caminos pedregosos, acercándonos gradualmente a territorios de tormenta.
En los últimos 14 años el proceso de retroceso se aceleró. Pensar en construir megacárceles es indicio de rendición, a un paso de confesar nuestra derrota.
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