El premierato en Italia

Cómo Giorgia Meloni quiere acabar con el parlamentarismo italiano

Jaime Bordel Gil

La primera ministra impulsa una reforma que busca dejar atrás la institucionalidad vigente desde 1948 y avanzar hacia un modelo que conlleva riesgos autoritarios.

Giorgia Meloni

Hace poco más de un año empezaba a andar una experiencia pionera en Italia, la del primer gobierno en su historia reciente liderado por un partido de derecha radical. La victoria de Giorgia Meloni en las elecciones de septiembre 2022 permitió que una antigua militante neofascista, que en su juventud elogiaba las bondades de Mussolini, asumiera los mandos de la tercera economía europea. Hasta el momento, su primer año de gobierno se ha caracterizado por una mezcla de continuismo en los temas económicos e internacionales, y reformas en temas sociales que, sin hacer saltar las alarmas en Europa, poco a poco implementan su programa ultraconservador. La líder romana ha sido cauta, y ha preferido optar por cambios paulatinos y sigilosos en vez de giros bruscos y sonoros. Hasta la semana pasada.

El pasado 3 de noviembre, poco después de cumplir su primer año en el gobierno, Meloni anunció la tramitación de una reforma constitucional que de salir adelante cambiaría completamente el sistema político italiano. Un cambio de enorme magnitud que rompe con esa línea prudente y cautelosa que había mantenido durante su primer año de mandato. Esta iniciativa terminaría con la centralidad del Parlamento en la vida política italiana y concentraría una cantidad de poder inusitada en la figura del primer ministro, hoy en manos de Meloni.

La propuesta impulsada por el gobierno se funda en cinco pilares: la elección directa del primer ministro; un premio de 55% de los escaños para la fuerza política que obtenga en primer lugar en las elecciones; un mandato fijo de cinco años; una norma anti-«gobiernos técnicos» que obliga a que si el presidente es destituido por la cámara solo pueda ser reemplazado por otro parlamentario para seguir «la dirección política y el programa del presidente saliente»; y la eliminación de los senadores vitalicios.

Exceptuando la medida relativa a los senadores, el resto de puntos de la reforma supondrían un vuelco completo a la institucionalidad italiana. Con este cambio, el Parlamento pasaría de ser el encargado de dar y quitar la confianza al primer ministro y el núcleo de la política italiana pasaría a ser un organismo títere sometido a los designios de un primer ministro con una supermayoría constante. Algo sin precedentes en un país que, cuando redactó su Constitución en 1948, se dotó precisamente de un Parlamento fuerte con gran capacidad de control del poder ejecutivo para evitar reeditar las experiencias pasadas de caudillismo y dictadura.

La justificación de un cambio de tal magnitud es, en palabras del oficialismo, acabar con la ingobernabilidad italiana, los ejecutivos débiles y los gobiernos técnicos. Escenarios que se han repetido en numerosas ocasiones las últimas décadas generando no pocos problemas, pero que distan mucho de la realidad del actual gobierno de Meloni. La primera ministra cuenta con una holgada mayoría parlamentaria y su gobierno se encuentra en una posición muy estable y con un horizonte de futuro que podría llegar incluso a agotar la legislatura. ¿Por qué adentrarse ahora en este terreno cuando por primera vez en años Italia no sufre esos problemas que se dicen pretender solucionar?

En un momento alto de popularidad y con una oposición que muy debilitada, Meloni ha decidido acelerar la marcha y cumplir con la misión histórica que desde hace décadas pretende su espacio político. Desde su fundación, el Movimiento Social Italiano (MSI), partido neofascista del que procede la formación Hermanos de Italia (FdI, por sus siglas en italiano) de Giorgia Meloni, defendía un giro presidencialista de la república. Ante los vaivenes del parlamentarismo, los precursores de Meloni buscaban reforzar la figura del ejecutivo para permitir que gobiernos fuertes pudieran hacer frente a los problemas del país. Una medida a la que se oponían casi todas las fuerzas democráticas, conscientes del importante papel del Parlamento como barrera ante cualquier deriva autoritaria.

Hasta la fecha, nadie en todo el arco de la derecha había sido capaz de meterle mano a un tema tabú en Italia, un país que siempre había tenido en alta estima a su constitución y sus instituciones. Tan solo se habían conseguido progresivas reformas de la ley electoral que favorecieran la formación de mayorías a costa de reducir la proporcionalidad del sistema. La actual ley es un ejemplo de ello, y las pasadas elecciones otorgó a la coalición de las derechas 60% de los escaños con apenas 44% de voto. Pero la actual primera ministra ha visto una ventana de oportunidad que tratará de aprovechar con una reforma que pretende ir mucho más allá que cualquiera del pasado.

La propuesta defendida por el gobierno supera por ambiciosa las demandas de los líderes del MSI. No se trata de un cambio al presidencialismo y de llevarse a término transformaría el sistema en una suerte de democracia plebiscitaria sin ningún tipo de contrapesos. Los sistemas presidencialistas se basan en la elección separada del ejecutivo y el legislativo, y las cámaras ejercen una labor importante de control a los presidentes. De hecho, solo hay que echar un vistazo al actual panorama latinoamericano para ver el escaso margen de acción con el que cuentan muchos presidentes que carecen de mayoría parlamentaria. En el premierato –así se llama popularmente a la reforma– se prevé una única elección donde el ganador se llevaría automáticamente 55% de los escaños. Es decir, se trata de instaurar la mayoría absoluta como única fórmula de gobierno y eliminar de facto el control de las cámaras al ejecutivo.

Queda por saber cuáles serían las claves del nuevo sistema electoral, pero la asignación automática de 55% de los escaños al vencedor augura un importante perjuicio a la correcta representación de los intereses de los italianos. Candidatos con 30% de los sufragios se verían beneficiados con más de 55% de los escaños, lo que contravendría de manera severa la voluntad expresada en las urnas.

En resumen, se trataría de una democracia basada en una presidencia omnipotente sin oposición ni contrapesos capaces de poder tumbar sus decisiones. Un cheque en blanco cada cinco años que podría incentivar todo tipo de tendencias autoritarias.

Más allá de los peligros de caudillismo que supondría un cuadro institucional de estas características, la reforma también conllevaría riesgos importantes para el futuro político de Meloni. Riesgos que de momento parece estar dispuesta a asumir. La mayoría actual derechas no cuenta con los números necesarios para reformar la Constitución (no llegan a los dos tercios de las cámaras), por lo que para llevar a cabo esta reforma debería ser sometida a un referéndum, como ya ocurrió en 2016 con la propuesta promovida por Matteo Renzi. Este escenario supondría no pocas potenciales complicaciones para el gobierno de Meloni, ya que concedería a la oposición una oportunidad de oro para debilitar a un gobierno al que hoy parecen incapaces de hacer daño.

La primera ministra ha dejado ver en estos días que mantendría un perfil neutral y que no renunciaría al cargo en caso de perder el referéndum, pero tal y como se ha planteado la propuesta, sería muy complicado que una derrota no se leyera como un fracaso personal. Aun así, con todos los riesgos que conlleva, parece que Meloni y la coalición de derecha están completamente decididos a seguir adelante, y las próximas semanas comenzará el trámite parlamentario en el senado, presidido por Ignazio La Russa, incondicional de la primera ministra.

Si la líder de FdI consigue llevar a cabo la reforma, su presidencia será la más transformadora y exitosa en décadas. Meloni habrá conseguido en un par de años imponer el modelo institucional que su espacio político lleva defendiendo durante décadas. Pero una derrota en el plebiscito podría reactivar a la oposición y hacer tambalear su plácido mandato.

Ante este panorama, las fuerzas progresistas italianas tendrán que defender sin ambages el parlamentarismo como centro de la política italiana frente a las tentaciones caudillistas que implicaría el premierato. No será sencillo, pero existe la posibilidad de que la reforma pudiera suponer una oportunidad para la oposición al actual gobierno de derecha. La campaña de referéndum podría reactivar a un electorado aletargado y afianzar la alianza entre el Partido Democrático de Elly Schlein y el Movimiento 5 Estrellas (M5S) de Guiseppe Conte. Algo ineludible si quieren ganar unas elecciones con el actual sistema electoral.

Para ello, ambas fuerzas deberán desterrar completamente las tentaciones antipolíticas pasadas, ya que en distintas etapas ambos partidos apoyaron reformas que han contribuido a una dinámica de desprestigio de las instituciones. El PD de Matteo Renzi fue el impulsor de una reforma, el Italicum, que buscaba asignar un rol secundario al Senado y fortalecer el poder del ejecutivo, y el M5S capitaneó en la Legislatura una reforma que redujo en más de 200 escaños el número de parlamentarios. Ambas propuestas parten de una premisa errónea: considerar el Parlamento como el origen de los males de los italianos, y contribuyeron a una escalada antipolítica que ha derivado en la actual situación.

Con las derechas decididas a demoler el edificio institucional levantado en 1948, la oposición tiene la misión de defender la democracia y las instituciones italianas con un rechazo frontal a la reforma. No será sencillo, pero cualquier cosa que se aleje de esta posición sería una claudicación inaceptable ante una propuesta que bien podría derivar en todo tipo de fórmulas autoritarias.

El momento no es ni mucho menos cómodo, y Giorgia Meloni asegura tener todo bajo control, pero como dice el periodista Enric Juliana, en Italia existe una tendencia a ensalzar a líderes fuertes para luego derribarlos. Ocurrió con Matteo Salvini, Matteo Renzi o Silvio Berlusconi, que tuvieron ascensos meteóricos y caídas estruendosas cuando se pasaron de frenada. Meloni intentará no repetir sus pasos y de ahí la cautela de no ligar su futuro al resultado del referéndum. Quién sabe si esta reforma podría llevar a la actual primera ministra a seguir el camino de otros tantos líderes que intentaron situarse por encima de las instituciones italianas.

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