Denis Merklen
El Estado francés no está ausente en los barrios populares. Por el contrario, es omnipresente. En un entramado que va de la vivienda social a la biblioteca o la cancha de básquet, y termina en la policía, las bibliotecas son un elemento central de un país donde el manejo de la palabra escrita sigue definiendo el estatus social con más intensidad que en otros. Ese mismo Estado social, poderoso pero en crisis, atrae la violencia de muchos jóvenes con escolaridades truncas y destinos laborales inciertos. Y esto ocurrió en la última ola de protestas, iniciadas tras la muerte de un joven en un control policial en Nanterre.
Una nueva insurrección popular y juvenil, que comenzó el 27 de junio, sacudió Francia y llamó la atención de la prensa del mundo entero durante casi una semana, sin que el acontecimiento se haya cerrado completamente al escribir estas líneas. Frente a la preeminencia de las imágenes que muestran incendios de coches y edificios públicos durante las noches, el hecho se volvió incomprensible, reducido la mayor parte del tiempo a los efectos de un racismo que provocaría la revuelta de «negros» y «árabes» frente a la violencia policial. Seis bibliotecas fueron quemadas durante la revuelta, que se suman a la lista de 76 bibliotecas incendiadas en episodios anteriores, según hemos podido relevar.
Intentemos ver, entonces, lo que las llamas encendidas por los jóvenes iluminan y los reflejos de las imágenes no dejan ver. Para ello, propongo que nos pongamos en la piel de una familia que vive en uno de esos barrios en los que viven esos jóvenes. Se suele denominar banlieues [suburbios] a esos barrios populares de Francia, que sus habitantes llaman cité HLM [por habitation à loyer modéré, las típicas viviendas sociales] o simplemente la cité. Se trata de conjuntos habitacionales compuestos de torres de hormigón a cuyos pies se encuentra una cantidad notable de equipamientos y servicios urbanos. La mayor parte de ellos están ubicados en la periferia de las grandes ciudades, conectados a ellas por trenes rápidos o buses. Las viviendas, como todo lo demás, son de propiedad pública y se encuentran administradas por agencias llamadas Office HLM, que cobran los alquileres (de aproximadamente un tercio del precio de mercado), y se accede a ella por criterios sociales (ingreso, composición de la familia, etc.). Los barrios de vivienda social no son todos homogéneos, también albergan a asalariados estables, funcionarios públicos, docentes… Sin embargo, la revuelta partió de aquellos que se llaman «barrios prioritarios» (quartiers prioritaires), 1.500 conjuntos habitacionales repartidos en toda Francia que albergan a las familias más humildes.
En uno de estos barrios, el quartier du Vieux-Pont, en la localidad suburbana de Nanterre, al oeste de París, vivía el joven Nahel, de 17 años. Un policía lo mató el 27 de junio de 2023, durante un control, de un tiro en el pecho. Nahel estaba sentado al volante de su coche, desarmado, junto a dos amigos. Podríamos pensar que no era necesario mucho más que un video que mostraba con claridad la «ejecución» -los jóvenes se refieren así a su muerte- para que decenas de miles de ellos salieran con la rabia de la revuelta en sus manos, identificados con aquel muchacho, como ellos, frente a la arbitrariedad descarada de los policías. Además de lo que se ve, en el video se escucha a un policía gritar a su compañero: «shoote-le!» (¡disparale!), mientras este amenaza a Nahel : «Tu vas te prendre une balle dans la tête!» (Vas a ligarte una bala en la cabeza), justo antes de abrir fuego cuando el joven intentaba huir del control pero, según lo que se sabe hasta ahora, sin poner en riesgo a los policías. Y sin embargo, de tantos videos que circulan, solo algunos provocan estallidos sociales. Es necesario asomarse a ver detrás de las imágenes, las de la «ejecución» y las de la revuelta, ambas hechas de fuego, y es necesario ver antes y después de los acontecimientos. Sin esa mirada paciente, nada se entiende.
Una de las claves, sociología obliga, es entrar en las condiciones de vida del grupo social que protagonizó la revuelta. ¿Cómo hacen las familias que viven en esos barrios para resolver la multitud de problemas con que está hecha allí la vida cotidiana? ¿La vivienda en que vivimos? ¿El bus y el tren que necesitamos para ir al trabajo, a estudiar, al cine o al centro comercial? El agua que bebemos y la energía que nos ilumina y nos calienta… la educación de los niños y su salud, el deporte y las actividades culturales… Una larga y compleja serie de instituciones públicas tienen en sus manos las respuestas a todas las preguntas que surgen sobre estas y muchas otras dimensiones esenciales de la vida de esos vecinos.
La oficina del HLM y el transporte urbano, el municipio y sus servicios, la biblioteca, la ludoteca, el teatro municipal, la sala de conciertos y la escuela, el hospital, la cancha de fútbol y la de básquet, la piscina, el centro materno infantil y la comisaría; desde el espacio urbano, la iluminación y la recolección de residuos, hasta los intersticios más íntimos de la casa, pasando por la fachada del edificio, el hall de entrada, los ascensores, los sótanos y las escaleras, mucho es de propiedad social y su gestión está en las manos de una institución pública. Detrás de cada una de sus instituciones hay un funcionario. El maestro y el bibliotecario, el médico y el enfermero (a menudo la enfermera), el animador, el empleado municipal, la empleada de la guardería, el obrero que limpia calles, el basurero… y el policía. Es en contacto diario con esos agentes estatales como fermenta la vida en estos espacios sociales. Y detrás de los funcionarios, hay autoridades y políticos: el alcalde y el edil, el diputado y el prefecto, el ministro y el presidente de la República. La vida cotidiana de este sector de las clases populares al que pertenecía Nahel se encuentra directamente politizada por efecto de esa intervención institucional masiva.
Para este sector social, poco queda fuera del espacio de las instituciones públicas: el trabajo, y gracias al salario y a otras formas siempre insuficientes de ingreso, el supermercado y el consumo, el coche y algo de diversión. Así avanza, entre el mercado y el sector público, la vida de estas familias, las que tienen los niveles más bajos de educación, las más expuestas al desempleo y la precariedad, y cuyos hijos tienen como horizonte un trabajo desagradable, duro y poco interesante a lo largo de una larga vida de labor (que acaba de alargarse dos años más gracias a la reforma jubilatoria del presidente Emmanuel Macron). Trabajos cuyos títulos no son fuente de prestigio social: repartidor de Amazon en bicicleta o chofer de Uber, agente de seguridad, cajero, empleado, obrero; aquellos a los que allí conduce el paso trunco por la escuela y un dominio azaroso de la palabra escrita, por decir lo menos.
Aunque el empleo estable y protegido sea la norma, allí arrecia el desempleo, que alcanza el 23% (contra 7% en el nivel nacional) y 33% para los jóvenes (17% nacional), y la exposición al riesgo de tener un empleo precario es 2,5 veces más importante que para el promedio. El poderoso Estado social francés se encuentra sacudido y corroído por los cambios económicos que desestabilizan estas vidas. Se trata de un Estado social que aún en el mejor de los mundos se las vería en dificultades para hacer frente a tal vendaval, y no estamos en el mejor de los mundos, porque ese Estado ha debido aguantar los gobiernos que, como el de Macron, intentan, con mayor o menor éxito, responder a través de las ya numerosas reformas liberales aceleradas desde 2002.
Sin embargo, es el mundo de la empresa el que tiene la iniciativa, lo que conduce a una paradoja: las autoridades a cargo de las instituciones que, mal que bien, intentan hacer frente al vendaval que sopla el nuevo capitalismo terminan por ser un blanco más directamente expuesto a la revuelta que las empresas y el mercado, socialmente más alejados, inaccesibles e inmunes a las críticas. La revuelta es entonces contra el Estado, más que contra el «mercado».
La cité HLM es, por lo tanto, un espacio social muy singular. Contrariamente a lo que caracteriza los espacios de vida de las clases trabajadoras y de los más pobres en casi todas partes (pensemos en Estados Unidos, en el sur y el este de Europa, en América Latina…), aquí, «pobre» o «popular» no se define por la ausencia de Estado. En estos espacios sociales de Francia, el Estado es omnipresente: lo es a través de sus instituciones y sus diferentes niveles de gobierno. Esto es mérito de la República, que ha expandido la democracia gracias a la fuerza del Estado de Bienestar, tal como lo estructuró el Consejo Nacional de la Resistencia a la salida de la Segunda Guerra Mundial. La villa o la favela (bidonville en francés) y el barrio pobre desaparecen y la cité HLM se integra a la ciudad. Así ocurrió en Nanterre, donde el último bidonville de Francia fue demolido en 1974 y sus habitantes fueron alojados en los conjuntos habitacionales adonde fueron a vivir los abuelos de la generación de Nahel.
Pero ¿qué ocurre hoy cuando los servicios se deterioran, cuando la infraestructura envejece y funciona mal? ¿Es necesario hacer la lista de los ascensores que no funcionan, de los autobuses que no circulan, de los trámites que quedan sin respuesta en el municipio, de subsidios familiares insuficientes, de las salas de urgencias del hospital saturadas, de las escolarizaciones que quedan truncas? Los disfuncionamientos del poderoso Estado social producen una serie de conflictos que se multiplican entre las instituciones y los habitantes que viven su ciudadanía a través del prisma de esta confrontación repetida.
Es esta singular conflictividad la que crea la cadena donde los funcionarios se engarzan los unos con los otros, y al final de la cual siempre está el policía. Detrás de esa cadena de funcionarios, los reglamentos, la ley y el poder político. Los conflictos no encuentran como adversarios a los agentes de otra categoría social (como en el mundo del trabajo), sino que colocan a los habitantes frente a los funcionarios y los políticos. A ellos se les suman los periodistas, que muestran imágenes, se sienten escandalizados y dicen no comprender lo que ocurre…
En el centro de estos espacios sociales se encuentra a menudo y afortunadamente una biblioteca. Son bibliotecas municipales construidas por los poderes públicos como parte de la economía social que acabamos de describir. Así, la República perfecciona la integración del barrio en la ciudad, al mismo tiempo que inserta al bibliotecario en la cadena de funcionarios públicos en cuyo extremo se encuentra el policía. La biblioteca se inscribe en ella sin perder su especificidad como institución de la palabra escrita, de la lectura y la escritura, de la cultura, el pensamiento, la inteligencia y la información, de la expresión y de la comunicación. La biblioteca es la única de su tipo, y vive cerquita de la escuela.
En reacción a los incendios de bibliotecas ocurridos durante la revuelta del otoño de 2005 -provocadas por la muerte de dos jóvenes que se electrocutaron al huir de la policía-, el Ministro de Cultura de la época, conmovido, declaró que se atacaba «la institución más simbólica de nuestra democracia». En 2005 contabilizamos 33 bibliotecas incendiadas. En 2023, una lista del Ministerio de Cultura reporta seis bibliotecas quemadas sobre un total de 39 establecimientos dañados (piedras, incendios, saqueos, daños menores, etc.).
El Ministerio tenía razón y estaba equivocado al mismo tiempo. Las bibliotecas desarrollan una importante labor social y cultural. «Estamos ahí para escuchar, aconsejar y orientar a los vecinos», nos dice un bibliotecario. Desde su punto de vista, el papel de estos establecimientos va mucho más allá de la puesta a disposición de libros, música, películas y acceso a internet. La biblioteca es en Francia el más importante equipamiento cultural, en número y densidad, con 15.000 establecimientos, sobre todo si pensamos en los barrios populares donde hay pocos cines y teatros. De los 1.500 quartiers prioritaires, 500 cuentan con una biblioteca. La intervención del Estado en todos los niveles, y en particular de los ediles, ha favorecido su desarrollo.
Lejos de constituir islas en sus localidades, las bibliotecas establecen un amplio abanico de colaboraciones con las estructuras sociales y educativas de la zona (guarderías, escuelas, centros de asistencia materno-infantil, centros sociales, tiendas de comestibles comunitarias, centros juveniles, etc.). Un estudio del Ministerio de Cultura publicado en 2016 muestra que «la composición de los usuarios de las bibliotecas refleja ahora la de la sociedad francesa, tras una reducción significativa de la brecha entre las diferentes categorías sociales en los últimos 10 años».
Entonces, ¿por qué se ataca la biblioteca? Es difícil dar una respuesta corta y simple a un problema que nos llevó seis años de investigación y cuyos resultados necesitaron varios cientos de páginas para ser presentados. Sin embargo, las pistas deben buscarse por tres costados. En primer lugar, como explicamos aquí, las instituciones públicas e, in fine, el Estado, se encuentra es una posición de tajante ambigüedad a los ojos de este grupo social. Por un lado, es la mano que los sostiene, y por la otra es la fuente de una parte importante de los problemas que les hace tan difícil la vida.
Los disfuncionamientos institucionales, sumados a la precariedad social y a la pobreza que agrava la inflación, producen un importante sentimiento de desigualdad. Por otra parte, la palabra escrita ocupa un lugar en la sociedad francesa incomparable a la de cualquier sociedad latinoamericana. Porque los niveles de escolarización y de exigencia escolar de competencia en la palabra escrita son muy altos. La falta de ortografía o de gramática sancionan socialmente con fuerza e impiden acceder a una parte cada vez mayor del mercado de trabajo. En fin, el libro y su institución, la biblioteca, se encuentran en el corazón simbólico de la democracia y de la República. El ataque a la biblioteca muestra, hipostasiado, uno de los sentidos primordiales de la revuelta: denunciar la democracia como un cuerpo enfermo, exigir de la República mayor y mejor inclusión, pedir a gritos que la palabra pública incluya estos territorios de la sociedad como objeto de la discusión y del debate público.
El ataque no está dirigido contra la democracia. La revuelta la defiende, incluso en el error y a costa de producir efectos que, a primera vista, parecen contrarios a lo que se desea. Al hablar de «descivilización», el presidente Macron pone en evidencia a un poder político con poca capacidad de aprendizaje y mucha de menosprecio. La revuelta, incluidos los incendios y ataques de bibliotecas, son actos simbólicos destinados a provocar la toma de la palabra y el debate allí donde, sin él, habría reinado el silencio.
La perplejidad ante el incendio y, en general, frente a la revuelta que provocó la policía por un uso ilegítimo de la fuerza, dice tanto como la revuelta misma. Si quienes estamos reunidos alrededor de estas páginas no entendemos lo que significan los mensajes que nos envían las imágenes ardientes de la revuelta, es porque nuestra democracia está enferma. La politicidad de las clases medias francesas, es decir, la forma en que vivimos y habitamos nuestra condición cívica, se separa y se divorcia de la de las clases trabajadoras a una velocidad y a unos niveles peligrosos. En América Latina sabemos de qué se trata. Cuando ello ocurre, se establece una impresión de alteridad dentro de la comunidad de ciudadanos.
Las bibliotecas arden ante la incapacidad de hacer inteligible la evolución de un mundo que se calienta tanto ante nuestra mirada indiferente que se enciende periódicamente, como libros obsoletos o sobrantes que un bibliotecario o un editor enviaría a la destrucción.
Fuente: nuso.org