El Qatargate sacude a la eurocracia (y más allá)

Miguel Urbán

El Qatargate sacude a la eurocracia (y más allá)

El pasado viernes 9 de diciembre comenzaba públicamente el que ya es uno de los mayores casos de corrupción jamás destapados en las instituciones europeas. Y lo hacía en su mismo centro neurálgico: en las inmediaciones del Parlamento Europeo. Más concretamente, en el domicilio de Eva Kaili, eurodiputada socialista griega y vicepresidenta de la Eurocámara, y de su pareja, Francesco Giorgi, asesor parlamentario. Otros 15 registros domiciliarios tenían lugar prácticamente al mismo tiempo en diferentes puntos de Bruselas.

Entre los detenidos hasta el momento se incluyen los dos mencionados, pero también Pier Antonio Panzeri (exeurodiputado socialista italiano y actual lobista de la ONG Fight Impunity), Luca Visentini (recién elegido secretario general de la Confederación Internacional de Sindicatos, cargo que ejercía hasta ahora en la homóloga Confederación Europea) y Niccolò Figà-Talamanca (responsable de la ONG No Peace Without Justice). En los últimos días se han sucedido registros en instancias parlamentarias, con numerosas oficinas precintadas y un número todavía indeterminado de diputas, diputados y asistentes parlamentarios involucrados.

Una operación dirigida por la Unidad de Anticorrupción de la policía belga, como resultado de una investigación que los servicios secretos del país, en coordinación con sus homólogos de al menos otros cinco países europeos, tenían abierta desde principios de 2021. Como en muchos otros países, la inteligencia belga tiene prohibido (al menos formalmente) investigar a partidos políticos o cargos electos. Salvo si se considera que existe un riesgo para la seguridad nacional. Como en este caso, donde la pista apuntaba a supuestas “injerencias extranjeras” en procesos de decisión legislativos.

Según el diario flamenco De Staandard, en julio los agentes de inteligencia belgas entraron clandestinamente en la vivienda del exeurodiputado italiano Panzeri, donde encontraron 700.000 euros. Este descubrimiento dio inicio a una investigación de la justicia belga en lo que ya es uno de los mayores escándalos en la historia de instituciones europeas. En Bruselas, algunos se acuerdan hoy de aquel marzo de 1999 en el que toda la cúpula de la Comisión Europea, encabezada por Jacques Santer, dimitió en bloque rodeada por varias tramas de corrupción.

La noticia de la detención de la vicepresidenta Eva Kaili y la cinematográfica imagen de su padre siendo apresado cuando huía con bolsas de deporte repletas de billetes, pilló al Parlamento Europeo por sorpresa, justo cuando se preparaba para celebrar su última sesión plenaria del año en Estrasburgo antes de las vacaciones de Navidad. Pero más allá de este episodio concreto, lo que no ha sorprendido tanto en los círculos de la eurocracia bruselense es el hecho de que un Estado extranjero (o varios) haya intentado influir en el trabajo de los y las eurodiputadas.

Bruselas es la segunda ciudad del mundo con más grupos de presión registrados. No es raro verlos haciendo cola para entrar en el Parlamento, paseando en sus pasillos o tomando un café con algún diputado. La dilatada historia de su presencia y actividad en las instituciones europeas ha terminado por normalizarlos, tanto dentro como fuera de sus pasillos. Hoy son una parte más del ecosistema de la eurocracia bruselense. Especialmente quienes representan a empresas privadas. Pero no son los únicos grupos de presión.

Las misiones diplomáticas y embajadas suelen pasar, al menos hasta ahora, mucho más desapercibidas para el foco mediático y el escrutinio público Y esto a pesar de que han ido aumentando paulatinamente su presencia y actividad de presión. Y en esta otra liga de lobistas soberanos, destaca por especialmente activa la delegación de Marruecos y su agresiva agenda diplomática en el Parlamento Europeo, sobre todo en su continua defensa y lavado de cara de la ocupación ilegal del Sahara Occidental. Y, como ya hemos visto, el Qatargate empieza en Doha pero apunta directamente a Rabat como auténtico muñidor de la trama de sobornos en las instituciones europeas.

En el actual contexto de crisis de legitimidad y gobernanza global de los organismos multilaterales, las declaraciones, audiencias y/o resoluciones del Parlamento Europeo referentes a cuestiones internacionales, por muy declarativas que sean, han ido adquiriendo un importante impacto en terceros países. Esto ha atraído el interés de numerosas dictaduras, con mucho dinero y pocos escrúpulos, para intentar utilizar el Parlamento y a los y las eurodiputadas para lavar su imagen pública internacional o, al menos, para mitigar cualquier crítica que pudiese salir de la Eurocámara. De esta forma, en los últimos años han florecido numerosos grupos de amistad de eurodiputados con las ricas autocracias de Oriente Medio o con países en el punto de mira por las violaciones de Derechos Humanos como Marruecos o Israel.

Más allá de que, en realidad, estos grupos no tengan ningún tipo de formalidad parlamentaria, ni control o escrutinio público, la verdadera pregunta es ¿qué motivación política encuentra un cargo público para pertenecer a un grupo de amistad con una autocracia medieval que encarcela a homosexuales, ilegaliza partidos y sindicatos, tutoriza a las mujeres y vulnera sistemáticamente los Derechos Humanos y las libertades democráticas? Porque hay serias dudas de que los presuntos intentos de soborno de Qatar o Marruecos se limiten a un único grupo político, los socialistas, o a apenas un puñado de eurodiputados y eurodiputadas. No sería descartable que la investigación en marcha vaya arrojando nuevos nombres de esa y otras instituciones europeas, especialmente de la Comisión. De hecho, ahora mismo los focos apuntan al comisario europeo y vicepresidente de la Comisión, el griego Margaritis Schinas, quien viajó junto a Kaili a Qatar y que durante estos meses, al igual que su compatriota, no ha escatimado en alabanzas públicas a las autoridades qataríes.

Otro síntoma de que este escándalo podría salpicar a muchos otros espacios es el atronador silencio que están manteniendo los otros grandes grupos del Parlamento Europeo. El Partido Popular Europeo apenas ha amagado tímidamente con señalar al grupo socialista en su conjunto. Podría ser porque no están seguros de no verse involucrados en este u otros escándalos en proceso de investigación. Pero también porque son los primeros interesados en no echar más leña a un fuego que podría quemar una casa común hoy en disputa. Mejor señalar únicamente a algunas manzanas podridas que asumir que nos encontramos ante un problema estructural: un marco institucional opaco y alejado del control ciudadano que favorece este tipo de prácticas.

Y aquí se abre una brecha para un campo de batalla más profundo: quienes tradicionalmente han defendido un modelo federal europeo, liderado por una Comisión y un Parlamento con cada vez más competencias y poder, fundamentaban su apuesta en que las instituciones europeas son una garantía no solo contra los nacionalismos y sus egoísmos y belicosidades, sino también contra las prácticas corruptas que atraviesan a los Estados nación tradicionales. Desde la democracia cristiana hasta buena parte de la nueva progresía, pasando por liberales, verdes y socialdemócratas, un escándalo como este golpea en la línea de flotación de la legitimidad de su manera de entender la construcción del proyecto europeo. Pero hay otros modelos que agitan las ascuas para que crezca la llama. El propio Orban o Le Pen ya señalaban desde el inicio del escándalo la hipocresía de una Bruselas corrupta que pretende controlar a los Estados miembros, en referencia a las acusaciones de corrupción y vulneración del Estado de derecho hacia Hungría.

Desde las diferentes extremas derechas que habitan la Eurocámara hasta los sectores en proceso de radicalización de la familia popular europea, durante los últimos años se ha estado gestando una mutación desde posiciones euroescépticas hacia un euro reformismo en clave conservadora que, visto el auge de sus posiciones en los diferentes Estados miembros y en el propio Parlamento, se preguntan: ¿para qué destruir una UE que podemos cogobernar? Pero, obviamente, no bajo ese formato federal tan propio del neoliberalismo progresista. La UE de las derechas es la Unión de sus Estados, la famosa Europa de las patrias de De Gaulle. Esto es, un modelo intergubernamental más acorde con unos Estados Unidos de Europa que con una Unión Europea de los Estados. Un modelo donde los gobiernos nacionales mantendrían el grueso de las competencias y se coordinarían entre sí a través del Consejo Europeo, sin ceder soberanía a una Comisión o a un Parlamento que son identificados como el perverso globalismo a la europea por la Internacional Reaccionaria del Viejo Continente.

Las nuevas derechas en auge ya no quieren romper ni salirse de la UE, pero sí romper con una manera hasta ahora hegemónica de construir el proyecto europeo. Su problema no es la UE, sino Bruselas, esa versión europea del nuevo orden mundial plagada de políticos corruptos y privilegiados que, de tan ensimismados que están en su burbuja eurócrata, no conocen la realidad de los pueblos de Europa. Y un escándalo como el Qatargate abre una jugosa puerta para recortar las competencias del Parlamento Europeo y, de paso, de esos molestos dispositivos como las resoluciones sobre urgencias de Derechos Humanos en el mundo que podrían molestar a algún aliado lejano. Así, con la excusa de las injerencias extranjeras a raíz del Qatargate, el EPP [grupo popular europeo] propuso en la última reunión plenaria de Estrasburgo su viejo propósito de acabar con las declaraciones de urgencia de derechos humanos que realiza el parlamento.

¿Y la izquierda mientras tanto? Pues, tristemente, sin proyecto. Criticamos la corrupción y hemos estado al frente del combate contra este y otros escándalos. Y seguimos tirando del hilo para que esto no se quede en un caso de Qatar, Marruecos y un puñado de personas imputadas, sino que se denuncie el funcionamiento opaco y antidemocrático de las instituciones europeas en su conjunto y de una arquitectura institucional al servicio de las élites y de sus intereses. Pero desde la izquierda seguimos sin tener un discurso claro sobre qué Europa queremos y qué hacer con la UE. Con esta o con cualquier otra posible. Tanta impugnación como poca estrategia.

Por eso cuando este tipo de escándalos de corrupción abren ventanas de oportunidad para esas otras batallas más profundas, sentimos que jugamos con las cartas marcadas y con el techo muy bajo. Nos falta una discusión estratégica para que cada ocasión de anotarnos un punto no nos pille en fuera de juego. Si no, corremos el riesgo de convertirnos en un mero actor que critica la corrupción, los abusos de poder y su impunidad, pero que no tiene ideas fuerza para esa otra Europa posible, solo algunas propuestas para hacer algunos cambios concretos. Y para hacer eso, ya están los grupos de presión buenos de transparencia o grupos como los verdes. Que el Qatargate sirva para tirar del hilo que impugne el modelo antidemocrático de la UE, pero también para tirarnos de las orejas a las izquierdas para que, de una vez por todas, nos sentemos a pensar qué otra Europa queremos y cómo la construimos.

Miguel Urbán, de Anticapitalistas, eurodiputado, forma parte del Consejo Asesor de viento sur

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