Conmemoración del otorgamiento a Oscar Arias del Premio Nobel de la Paz

Palabras Rodrigo Arias Sánchez

Rodrigo Arias

Hoy, esta Sala de Expresidentes nos convoca a conmemorar el Premio Nobel de la Paz otorgado a Oscar Arias Sánchez, el 10 de Diciembre de 1987. Ese día fue todo un paradigma en la historia patria, brillaba entonces nuestro pueblo en la arena internacional y un compatriota había llegado alto en la constelación de las grandes personalidades del planeta.

Fue gloriosa la empresa que el Nobel premiaba. Me atrevería a llamarla heroica. La iniciativa por la paz enfrentaba poderosas fuerzas que propiciaban la guerra. Los intereses geopolíticos reclamaban victorias para unos y derrotas para los otros. Había de por medio un extraordinario riesgo nacional y personal. La paz parecía una utopía. La fue, hasta que, con el liderazgo de Oscar, lo imposible tomó cuerpo y se abrió paso, hasta convertirse en una promisoria realidad para los pueblos centroamericanos.

La lucha por la de paz en Centroamérica fue una verdadera gesta. Las grandes gestas responden a necesidades históricas y encuentran alianzas que las respaldan, asesorías y equipos que las encaminan, bases sociales y nacionales a las que responden. Todo eso acompañó a Oscar en su meritoria hazaña. Fue cabeza visible de una trascendente iniciativa. Su nombre, convertido en bandera de esa lucha, quedó escrito en la historia. Así relució también la democrática investidura que había recibido de su pueblo, que lo había elegido consciente y deliberadamente para realizar esa tarea.
Quienes compartimos con él los complejos procesos que condujeron a los acuerdos de paz en Centroamérica tenemos el deber ético y político de transmitir su significado y su importancia a las jóvenes generaciones. Pero para ello, necesitamos regresar a aquellas tormentosas aguas, porque sólo así podremos comprender el sustrato de las guerras centroamericanas que esta iniciativa ayudó a sofocar.

Los años 80 del siglo pasado tuvieron vientos huracanados. La paciencia de los pueblos había llegado a su punto de ruptura. Desde la colonia, la vida social y política se había sembrado de injusticias. Esas estructuras opresivas derivaron en oligarquías sostenidas por cruentas tiranías militares. El descontento popular generaba protesta y a ella se respondió siempre con represión sangrienta. Las cárceles se llenaron de quienes buscaban un mejor futuro para sus pueblos. Y en esos surcos de abandono, analfabetismo, enfermedad, hambre, y, sobre todo, desesperanza, germinó la violencia. Centroamérica ardía. Horrendas violaciones a los derechos humanos, miserias y migraciones masivas se habían convertido en la cotidianidad de sus poblaciones sin esperanzas.

La ira popular desencadenó en la búsqueda improbable de la justicia social con el instrumento impropio de la violencia armada. Surgió un panorama generalizado de guerras civiles en todos los países centroamericanos. Era un camino al infierno. Guatemala vivía un genocidio; en Nicaragua, una victoria popular derivó en otro régimen autoritario que reinició el nefasto ciclo de una nueva guerra civil.

No olvidemos el trasfondo geopolítico de aquellas luchas. Era el contexto irracional de la Guerra Fría. Enfrentamientos entre bloques determinaban los intereses de cada bando. Ese era el telón de fondo detrás de cada acto en esta tragedia. Cada conflicto se traducía en intereses internacionales a los que favorecía o amenazaba.

Piénsese entonces en el valor político que significó, en ese contexto, luchar por la paz. Miremos hoy la actualidad de Europa: una guerra injusta, como todas las guerras, se encarna inmisericorde en Ucrania. Se sabe que la continuidad de la guerra sólo traerá más dolor. Se sabe que es necesario terminarla. Se sabe que hay que buscar la mesa de negociaciones. Y… sin embargo, ¿Dónde está el mandatario europeo que asuma el riesgo político de reclamar que se detenga esa barbarie?

¿Eran, acaso, diferentes las guerras centroamericanas de los 80? No olvidemos que los Estados Unidos armaban a la contrarrevolución de Nicaragua y al régimen militar de El Salvador, montaban campamentos contra revolucionarios en Honduras e incluso en Costa Rica. Mientras tanto, Rusia armaba a los sandinistas y a las guerrillas centroamericanas. Y no olvidemos tampoco que Costa Rica atravesaba la mayor crisis económica y social de su historia y que su dependencia económica de los Estados Unidos nos hacía particularmente vulnerables.

Nada aseguraba que nuestro nuevo mandatario se atrevería a enfrentar al Presidente Reagan. Importantes grupos de poder costarricense pensaron que al buscar la paz para los vecinos en llamas se ponían en peligro los intereses nacionales, y actuaron en consecuencia.

Pero Oscar Arias fue fiel a sus promesas de campaña. Por primera vez un candidato presidencial se había ofrecido al pueblo de Costa Rica como mediador de la paz en Centroamérica. Fue el eje central de toda su campaña presidencial. Ese es el peso que se le dio a la paz, ponerla en el centro de las preocupaciones nacionales.

El 8 de mayo de 1986, en su discurso de toma de posesión, el Presidente Arias repitió su promesa de campaña y dijo, cito ”Mantendremos a Costa Rica fuera de los conflictos bélicos centroamericanos y lucharemos, con medios diplomáticos y políticos, para que en Centroamérica no sigan matándose hermanos».

Nueve meses después, el gobierno de Costa Rica ofreció una primera propuesta de paz. El 15 de febrero de 1987, el Presidente Arias la presentó a los mandatarios de El Salvador, Guatemala y Honduras, reunidos en San José. Se titulaba: «Una hora para la paz», y ahí comenzó el proceso «para establecer la paz firme y duradera en Centroamérica».

Con su respaldo a la lucha por la paz en Centroamérica, el pueblo de Costa Rica encarnó ante el mundo la grandiosidad de su espíritu pacífico. Mostró así, a las naciones de la tierra, la cosecha cultural que había germinado en 40 años de ser un Estado desarmado. La lucha por la paz, fue el corolario político más impactante de la fuerza que da ser un pueblo sin ejército.

Es justo reconocer a la Academia Nobel la cual, con el anuncio del otorgamiento del Premio Nobel de la Paz a Oscar Arias, hizo que el peso de su enorme prestigio se convirtiera en un acto político trascendental que influyó, sin duda, en el éxito del Plan que llevaba el nombre de su galardonado.

Los costarricenses, sentimos entonces, el Premio Nobel como un reconocimiento a todos los que compartimos el sueño de la paz. Mismo sueño que nos obliga hoy a mirar con angustia las deudas pendientes de esta paz alcanzada con tanto dolor, a volver a mirar a la Centroamérica actual de nuevo en llamas que clama por la justicia social que, como la piedra de Sísifo, suele volver a caer, una y otra vez, sobre las historias de nuestros pueblos. La mejor manera de celebrar el aniversario del Premio Nobel es, dicho en palabras de Oscar, reconocer y recordar que “… la justicia y la paz sólo pueden prosperar juntas, nunca separadas.”

De la gesta de Oscar Arias y de la Costa Rica de los años 80 aprendimos que es en la paz que debemos encontrar nuestros remedios.

Brindo pues por la esperanza. Saludo a Oscar, y orgulloso como costarricense saludo también el decoro que merece la hidalguía serena y humilde de nuestra Patria, nación que se proyecta, como faro de paz e inspiración para el mundo.

Presidente de la Asamblea Legislativa

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