Enrique Gomáriz Moraga
Después de contener el aliento por 45 horas, a la espera de que el presidente Bolsonaro aceptara públicamente la resolución del Tribunal Superior Electoral que convierte a su contendor Lula da Silva en presidente electo de la República, parece llegada la hora de confirmar la buena nueva de que el bolsonarismo desalojará el palacio de Alborada. No importa que no haya reconocido explícitamente la derrota electoral y que no haya felicitado al ganador de las elecciones. Si hace honor a su palabra de que “seguirá cumpliendo los mandatos de la Constitución”, existe espacio para la esperanza de que en Brasil se producirá un cambio de gobierno de forma pacífica.Otra cosa es observar con realismo el escenario que se abre ante el futuro gobierno de Lula da Silva. Se ha repetido hasta la saciedad que el Brasil que recibe nada tiene que ver con aquel que empezó a gobernar el primero de enero del 2003. Comenzaba entonces el boom de los commodities que elevó los ingresos de toda la región y, en el plano político, su opositor había sido José Serra, el delfín de Fernando Henrique Cardoso del Partido socialdemócrata del Brasil. Además, Lula ganaba las elecciones con el 61% de los votos, es decir, se evidenciaba un claro desplazamiento del electorado hacia posiciones progresistas.
Nada de eso tiene lugar en el Brasil actual. El clima económico es de estancamiento, espoleado por una inflación inducida y en medio de una crisis internacional. El clima político no oscila entre el centro y la izquierda, sino que muestra una profunda división entre una izquierda contenida y una derecha agresiva. De hecho, la victoria de Lula es la más estrecha desde el regreso a la democracia en el gigante sudamericano. Apenas un punto porcentual (50,9% frente al 49,1%). En realidad, con esa escasa diferencia es un alivio que Bolsonaro no esté recurriendo los resultados por las vías legales. Además, el poder legislativo que se ha constituido es mayoritariamente favorable al actual presidente, y representará una poderosa brida para las políticas del nuevo gobierno, sin mencionar la gobernación de los poderosos estados de Sao Paulo y Rio de Janeiro, en manos de los seguidores del presidente saliente.
En su discurso de celebración de la victoria, Lula da Silva ha reconocido que su principal reto consistirá en evitar la polarización y comenzar a unificar el país. Pero esa no será una tarea fácil en lo absoluto. De hecho, para acometerla acertadamente, se ha de partir de un diagnóstico acertado. Y en ese sentido Lula no se mostró demasiado realista cuando negó que hubiera dos Brasiles. Eso es confundir los deseos con la realidad. Como ha señalado acertadamente el exministro boliviano del MAS, Manuel Canelas: “Bolsonaro ha sido derrotado en las urnas, pero es innegable que culturalmente no”.
El resentimiento social contra el progresismo de las élites que ha sabido cautelar Bolsonaro, como ya lo hizo Trump en Estados Unidos, no es precisamente una tormenta de verano. En realidad, los resultados electorales en Brasil muestran una situación similar a la de Colombia o Chile. La división en Colombia es histórica. Precisamente este fin de semana, tenía lugar en Bogotá una concentración multitudinaria para dar inicio a una marcha nacional contra el presidente Petro. En Chile, el presidente Boric pudo comprobar que la otra mitad del país era capaz de derrotarle en la consulta popular sobre el cambio constitucional.
Los resultados electorales de Brasil confirman así el diagnóstico en que se encuentra la región. No se ha producido un desplazamiento del electorado hacia posiciones progresistas, como tuvo lugar en el pasado, incluyendo la experiencia del propio Lula a comienzos de este siglo. Lo que se manifiesta es una profunda división sociocultural en estos países, pese a la conformación de gobiernos progresistas.
En estas condiciones adversas, Lula da Silva tiene un estrecho margen de maniobra. Si quiere gobernar para todos los brasileros tendrá que conciliar con representantes de Bolsonaro, pero eso le puede causar desafección entre amplios sectores del Partido del Trabajo. De momento, tendrá que comenzar por pacificar el país. Las acciones violentas de los camioneros y otros grupos no componen un horizonte de serena estabilidad.