Enrique Gomáriz Moraga
Cuandose cumplen seis meses de guerra, iniciada el pasado 24 de febrero con la invasión rusa de Ucrania, las perspectivas del conflicto empeoran. Ambas partes contendientes parecen empeñadas en enfrentarse abiertamente hasta conseguir una hipotética victoria en la guerra. Los discursos sobre la posibilidad de un alto el fuego, vuelto a proponer por Naciones Unidas con motivo del acuerdo para permitir la exportación de los granos de Ucrania, parecen haber desaparecido solo tres semanas después.En Moscú se considera que la ofensiva militar que les conseguiría controlar el Dombás antes del invierno se ha estancado como producto de la intervención armamentista de occidente -principalmente de Estados Unidos- que ha dotado al ejército ucraniano, entre otras cosas, de artillería y drones de largo alcance. Ante esa situación, los halcones de Moscú están convencidos de que ha llegado el momento de pulverizar las ciudades ucranias, comenzando por la capital, desatando finalmente un armamento que Moscú ha tratado de evitar: los bombardeos estratégicos, tanto desde el aire como desde tierra (en esta perspectiva tampoco está descartado el uso de armas tácticas nucleares). Esta escalada cualitativa de la guerra se justifica también por razones preventivas: dejar que las fuerzas ucranias recuperen terreno en el Dombas, significaría para Rusia una derrota estratégica y política inasumible.
Del lado opuesto, en Kiev se ha producido un giro de 180 grados en la política declaratoria confrontativa. Si hace un mes, Zelenski aseguraba que no era razonable conseguir una victoria militar sobre Rusia, porque eso costaría muchas vidas ucranias, “un precio que nuestro pueblo no puede pagar”, esta semana afirma que “la victoria en la guerra debe ser nuestro único objetivo”. Desde luego, este nuevo discurso es posible -mas bien inducido- por la decisión de Washington de aceptar finalmente la propuesta de los halcones norteamericanos, que sostienen que es posible montarle un nuevo Afganistán a Rusia en Ucrania hasta derrotar a Moscú militarmente. Algunos observadores estadounidenses opinan que Biden no tiene mejor forma de recuperar aliento en unas encuestas que muestran que su popularidad rueda por los suelos. Así que la perspectiva no es otra que enviar miles de millones en armas a Kiev, en versiones cada vez más sofisticadas. Un artículo en el New York Times se preguntaba si es que se puede afirmar que Estados Unidos no está en guerra con Rusia a la vista del gasto militar que está haciendo en la guerra de Ucrania.
Así las cosas, con ambas partes empeñadas en que la única forma de terminar la guerra es mediante la derrota del contrario, el horizonte parece limitarse a una oscura disyuntiva: enquistamiento del conflicto militar durante mucho más tiempo, o bien lanzarse a un incremento brutal de la escalada para salir del estancamiento.
Ambas opciones no solo son execrables, por la cantidad de muerte y destrucción que provocan, sino que suponen un apreciable incremento de inestabilidad para la seguridad mundial. Evidentemente, la escalada es la más peligrosa, porque implica enormes riesgos de errores involuntarios, que harían de la crisis de los misiles en Cuba un juego de niños. Pero el enquistamiento del conflicto por largos meses e incluso años, también es detestable: no sólo significa mantener la carnicería de la guerra sin apelaciones, sino que puede dar lugar a la tentación de jugar a la escalada en cualquier momento.
Parece mentira que este escenario tenga lugar sin que pueda detenerse. Pero las propuestas de un alto el fuego, que continúa haciendo Naciones Unidas, se parecen mucho a una voz que clama en el desierto. Lo que parece cada vez más cierto es que la especie humana acumula sólidas razones para avergonzarse.