Enrique Gomáriz Moraga
Un conocido proverbio eslavo asegura que el pescado siempre se pudre por la cabeza. Al final de los años ochenta del pasado siglo, este dicho se utilizaba profusamente tras el Telón de Acero, para referirse a que el desmoronamiento de la Unión Soviética no iba a suceder mediante una revuelta popular contra el Kremlin, sino como producto de una lucha interna en la cúpula del régimen. Algo que tuvo lugar efectivamente, bajo el liderazgo de Mijaíl Gorbachov.Muchos observadores de la política interna rusa hace años que se preguntan si este será el modelo que sacará del poder a Vladimir Putin. Algunos mencionan la guerra de Ucrania como el punto álgido de la controversia en Moscú entre los siloviki (los funcionarios que, como Putin, proceden de las agencias de defensa, seguridad e inteligencia) y los civiliki (procedentes del funcionariado del Estado y del empresariado oligarca ruso). Y ponen como prueba la posición contraria a la guerra de varios oligarcas, muchos de los cuales tuvieron que abandonar el país: Vasik Aleperov, Oleg Tinkov, Mijail Fridman, Alexei Mordashov, además del caso destacado de Anatoli Chubáis, el flamante envido especial del Presidente para las Relaciones de Rusia con los Organismos Internacionales, que desertó con su mujer la víspera de la invasión rusa a Ucrania.
Sin embargo, esa percepción es sólo parcialmente correcta. El conflicto venía de antes y su punto de no retorno refiere al desacuerdo de los civiliki con la decisión de Putin en 2019 de reformar la Constitución para poder presentarse a las elecciones en 2024 y mantenerse en el poder por varios períodos más. A comienzos del 2020, las dos cabezas visibles del modelo de la “democracia soberana”, el vicepresidente Medvedev y el asesor Surkov salen del gobierno. El primero dimite de su cargo el 15 de enero del 2020 y el segundo es cesado por Putin sólo un mes después, el 18 de febrero de ese mismo año. Aunque Medvedev es trasladado al Consejo de Seguridad y Surkov vive una vida cómoda en Moscú, la salida del gobierno de ambos es entendida como una derrota parcial de los civiliki en la lucha por el poder en el Kremlin.
Con el inicio de la invasión a Ucrania, las diferencias entre ambas sensibilidades políticas han aumentado, si bien se mantienen soterradas y sólo salen a la luz muy excepcionalmente en los medios de comunicación rusos. Pueden mencionarse dos casos significativos: el de Natalia Poklónskaya, exdiputada de la Duma y ex fiscal general de la anexionada República de Crimea, quien hace fuertes críticas al uso de la Z y la V en las unidades rusas en Ucrania, asegurando que son símbolos del dolor y la violencia, al tiempo que pide un alto el fuego lo más pronto posible; y el del portavoz del Kremlin, Dmitri Peskov, quien es partidario de negociar una detención del conflicto, pero que Putin lo mantiene en su puesto para no traslucir las disensiones en la cúpula del gobierno en estos momentos críticos. Parece que las admoniciones del presidente ruso, calificando de traidores a quienes critican la decisión de invadir Ucrania, también tiene sus límites.
Una pregunta que surge en este análisis de la política interna rusa es acerca de qué está sucediendo con el recambio generacional en las esferas de poder, dado que la generación de Putin ya es o será pronto septuagenaria. Y aunque la respuesta es sólo tentativa, todo indica que el personal más joven también llega dividido entre las dos corrientes políticas mencionadas. Hay que señalar que los cambios introducidos por Putin en el comando militar en abril suponen un refuerzo de los siloviki en la dirección de la guerra, que encabeza Alexander Dvornikov, el hombre clave de las operaciones en Siria, y los jóvenes oficiales que le acompañaron, los llamados “becarios de Siria”.
Desde luego, el descubrimiento de las matanzas realizadas con el cambio de objetivos militares, al abandonar el asalto a Kiev, para concentrarse en el Donbás, han incrementado el rechazo de los civiliki de la invasión a Ucrania, que se sienten apoyados desde el exterior y en sectores crecientes de la población rusa que sufre la guerra, tanto por las sanciones occidentales como por las bajas provocadas por el enfrentamiento bélico.
Sin embargo, parece acertada la opinión de Mira Milosevich-Juaristi, analista de seguridad del Instituto Elcano, cuando afirma que el apoyo que tiene Putin de los tres cuartos de la población rusa se mantendrá si se percibe que las sanciones occidentales tienen por objeto sacar a Putin del poder. Para la gente en Rusia es inaceptable que occidente determine la condición del gobierno en su país. Y si esa percepción se mantiene, las posibilidades de una rebelión social contra la guerra en Ucrania se reducen considerablemente.
Por supuesto, todo ello depende de que Rusia no sea derrotada en la guerra en curso. La tradición histórica rusa muestra que los gobiernos que pierden una guerra importante duran muy poco en el poder. La última experiencia en Afganistán fue factor indudable de la caída del régimen soviético en 1989. Por eso, Putin sólo puede presentarse victorioso este 9 de mayo, cuando se conmemore la victoria de Rusia sobre la Alemania Nazi. Pero depende de lo que suceda en las semanas siguientes.
En cualquier caso, para Putin es completamente inaceptable la posibilidad de perder la guerra. Sólo le quedan dos opciones: aumentar la escalada para evitar la derrota (de ahí la preocupación del uso táctico del arma nuclear) o, todo lo contrario, proponer un acuerdo para detener la guerra, siempre en calidad de vencedor (como asegura el Papa Francisco que ha conocido de buena fuente). La primera opción fortalecería a la oposición interna. Con la segunda, le robaría el viento a las velas de la propuesta de los civiliki de que debería abandonar el poder. Así, la cabeza del pescado tardaría mucho más en llegar al estado de putrefacción. Pero no todas las circunstancias dependen de la capacidad de maniobra del primer siloviki, Vladimir Putin.