La conciencia del piloto de Hiroshima


Tranvía ardiendo en el puente Aioi de Hiroshima, de Yoshio Takahara.
Wikimedia Commons

Antonio Fernández Vicente, Universidad de Castilla-La Mancha

Sin conciencia moral no hay humanidad posible. Era lo que nos mostraba el cuento William Wilson, de Edgar Allan Poe. Cada vez que Wilson se disponía a cometer un acto inmoral, aparecía inesperadamente otro William Wilson, la personificación de su conciencia, para impedirlo con un “susurro apenas perceptible”.

Pero la conciencia moral pide siempre un alto precio. Así lo demuestra la historia de Claude Eatherly, piloto del Straight Flush, encargado de asegurar que las condiciones climatológicas fueran las adecuadas en la misión del lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima. Dio la señal de “adelante” al bombardero Enola Gay y cumplió con su deber de soldado.

El avión Straight Flush, pilotado por Claude Eatherly.
The Joseph Papalia Collection / Wikimedia Commons

Los susurros de Hiroshima

Sin embargo, limitarse a obedecer no le eximió de escuchar los susurros de la conciencia. No dejó de imaginar el infierno que había ayudado a causar al obedecer aquellas órdenes. ¿Cómo se podría permanecer impasible ante tal barbarie? Lo extraño hubiese sido dormir el sueño de los justos.

En sus pesadillas, una voz interior le recordaba el horror de masacrar a ochenta mil personas en un instante. En los días y meses que siguieron, la tormenta de fuego que abrasó la ciudad y las radiaciones causaron atroces sufrimientos a decenas de miles de personas. ¿Cómo podría Eatherly sortear la angustia de su responsabilidad? ¿Cómo alejar de su pensamiento las espantosas imágenes de millares de cuerpos desgarrados por el fuego?

Pintura de Akiko Takakura, superviviente de la bomba atómica de Hiroshima.
Thejk1994 / Wikimedia Commons, CC BY-SA

En Japón, los supervivientes de la bomba atómica fueron estigmatizados, discriminados porque se creía que la radiación era contagiosa. Se les llamaba hibakusha y estaban afectados por desfiguraciones físicas, mutilaciones y enfermedades provenientes de la radiación como el cáncer. Para empeorar las cosas, la lluvia negra extendía las partículas radiactivas y, dada la escasez de agua, los desesperados supervivientes abrían sus bocas al cielo para saciar la sed.

La obediencia ciega

En ocasiones, el deber es el deber. Y los susurros de la conciencia se silencian cuando se hallan justificaciones, por malintencionadas que sean. Podríamos decirnos “simplemente cumplía órdenes, luego no soy responsable”. O “era imposible actuar de otro modo” y “el fin justifica los medios”. Son mecanismos para atenuar la tensión psicológica llamada disonancia cognitiva, es decir, el malestar que sentimos porque lo que hacemos contradice nuestras creencias y valores morales.

La obediencia ciega nos descarga de la responsabilidad moral de nuestros actos. Es como tomar un tranquilizante que anestesia la conciencia y nos vuelve insensibles al dolor ajeno. Acabamos convertidos en meras piezas de un gran engranaje, como advertía el escritor Ernesto Sábato. Y una pieza intercambiable no debe tener conciencia moral sino, sencillamente, funcionar como un autómata.

Elogio de la mala conciencia

La tragedia de Eatherly fue que no pudo mirar para otro lado y dejar de ser humano. Se enfrentó a sus demonios y a su culpa. No se dejó narcotizar por los subterfugios acostumbrados para limpiar la conciencia.

El precio que pagó fue una vida atormentada por la mala conciencia. Su anomalía fue conservar la humanidad y no buscar refugio en el autoengaño. Durante años cometió delitos inexplicables atormentado por la culpa, como robar en comercios sin llevarse el dinero. Lo que buscaba era reafirmar su responsabilidad moral. Intentó suicidarse en varias ocasiones y pasó por correccionales e instituciones mentales militares como la de Waco, en Texas.

La poeta Wislawa Szymborska tituló uno de sus poemas Elogio de la mala conciencia de uno mismo. Permítanme que por su belleza y sabiduría lo cite in extenso:

El ratonero no tiene nada que reprocharse.

Los escrúpulos le son ajenos a la pantera negra.

No dudan de lo apropiado de sus actos las pirañas.

El crótalo se acepta sin complejos a sí mismo.

No existe un chacal autocrítico.

El tábano, la langosta, la tenia y el caimán

viven como viven y así están satisfechos.

Cien kilos pesa el corazón de la orca,

pero en otro sentido es ligero.

No hay nada más bestial

que una conciencia limpia

en el tercer planeta del Sol.

La moral decadente

Podemos trucar el espejo para que no muestre nuestras miserias y desviar la mirada, de modo que las infamias se abismen en el pozo del olvido. Que sea el retrato de Dorian Gray, tal y como escribió Oscar Wilde, el que guarde en secreto el testimonio de nuestras vilezas y no mostremos a los demás más que la fingida belleza de una conciencia maquillada.

Portada del libro El piloto de Hiroshima, que recoge la correspondencia entre Eatherly y Anders.
Planeta de Libros

El escritor Robert Jungk observó que el caso Eatherly ponía al descubierto la hipócrita y decadente moral de su época: “La bondad es considerada una ingenuidad; la integridad, una estupidez; la compasión, una debilidad; el amor al prójimo, un signo de demencia”.

El dolor moral de Eatherly se consideraba poco menos que una traición, puesto que desenmascaraba las miserias de su tiempo. Durante su estancia forzosa en el psiquiátrico de Waco mantuvo correspondencia con el filósofo Gunther Anders. Era una especie de terapia en la que ambos, activistas del pacifismo, mostraban sus inquietudes ante la amenaza nuclear. En una de sus cartas, Eatherly escribió: “La sociedad no puede aceptar mi culpa sin reconocer simultáneamente en sí misma una culpa mucho mayor”.

Los ecos de Hiroshima

A su manera, Eatherly también fue una de las víctimas de la locura belicista, el verdugo convertido en otra víctima más del delirio suicida de la guerra. El filósofo pacifista Bertrand Russell escribió con sobrada razón: “Cada individuo que sufre en el mundo representa un fallo de la cordura humana y de la humanidad común”.

En el cuento de Poe, William Wilson da muerte a su propia conciencia. Justo antes de morir, el otro Wilson, su espejo moral, le susurra:

“Has vencido y me entrego. Pero también tú estás muerto desde ahora… muerto para el mundo, para el cielo y para la esperanza. ¡En mí existías… y al matarme, ve en esta imagen, que es la tuya, cómo te has asesinado a ti mismo!”

Resonaban en la atormentada mente de Eatherly los estridentes susurros de su conciencia, del otro Eatherly, los infernales ecos de Hiroshima imaginados por el compositor Krzysztof Penderecki.

Antonio Fernández Vicente, Profesor de Teoría de la Comunicación, Universidad de Castilla-La Mancha

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

The Conversation

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