Volvamos al orden, la seguridad y el respeto

Debemos ordenar el caos. Y no tengo duda de que el mejor y más veloz método es implantar la ley del pueblo en vez de la de la turba.” (Gandhi)

Un pueblo ignorante es un instrumento ciego de su propia destrucción; la ambición, la intriga, abusan de la credulidad y de la inexperiencia de hombres ajenos de todo conocimiento político, económico o civil; adoptan como realidades las que son puras ilusiones; toman la licencia por la libertad; la traición por el patriotismo, la venganza por la justicia”. (Simón Bolívar)

Adriana Núñez Artiles

Adriana Núñez

Entrenada como estoy desde niña para solventar problemas, enfrentar injusticias y sacar pecho frente a las adversidades, me he pasado parte de la vida superando obstáculos, sorteando oleajes y dejando atrás los malos tragos. Así he podido llegar ilesa hasta el momento actual, con sinceridad y fortaleza, a pesar de que los vaivenes de la vida pueden llegar a ser demoledores para el espíritu. Y que los cambios negativos en el entorno no solo afectan el ambiente, sino que también inciden en las reservas energéticas que cada uno tiene para protegerse y defenderse del medio circundante.

Tras los avatares electorales, he hecho un análisis profundo de las circunstancias y de las gentes que ahora -en números cuestionables- decide cómo debemos vivir quienes no coincidimos con sus novedades libertinas ni en fondo ni en forma. Hablo de las turbas enrarecidas que se imponen mediante distintos tipos de violencia…

Hasta que llegó la pandemia, no había considerado la posibilidad de mantenerme en una burbuja. Hoy me parece que ese entrenamiento obligado por la situación sanitaria me permite -no obstante, con reticencia anímica- adoptar sistemas similares para interactuar con el exterior desde la isla segura de mi círculo inmediato, de mis valores y costumbres. Pero la conciencia me empuja a puntualizar hechos antes de cerrar puertas y abstraerme de la catastrófica realidad en que estamos inmersos.

Un vistazo más sereno y agudo en derredor, ahora que he bajado de la montaña en que me recluí mientras me recuperaba de la pérdida de mi esposo, me ha develado ciertas situaciones que lamentablemente no estoy dispuesta a aceptar tan fácilmente, a pesar de mi heredada capacidad de resiliencia y adaptación.

La calidad de los servicios, incluidos los más sencillos, ha caído estrepitosamente en nuestro país. Nos enfrentamos a diario a los denominados “buzos” que escudriñan y despedazan lo mismo honras en redes sociales, que las bolsas de basura debidamente depositadas en un recipiente. Dejan los desechos regados por doquier y contra ello, no existe solución visible pues cada quien hace en nuestras calles y medios de comunicación lo que le da la gana.

Igual ocurre con los chatarreros, que se anuncian por altavoz -con gritos agudos y estridentes- y que peligrosamente llenan sus estrechos vehículos de todo tipo de fierros, aunque a su paso transgredan la seguridad vial, la de los transeúntes, y vayan golpeando postes de luz, portones, buzones y cualquier otra estructura que encuentren, con el consecuente daño para los bienes públicos y privados. A esos los encontramos entronizados en distintas áreas de la actividad económica y social del país, acumulando chunches.

Ni qué decir de algunos de los nuevos “vigilantes” de casas, carros y otros bienes materiales, que lejos de poner un alto a los perpetradores, les ayudan en sus faenas porque “son de los mismos”. Están también en el interior de los bancos y otras instituciones financieras manipulando lo ajeno.

Las ciudades y los distintos barrios en sus alrededores se han convertido en mercados persas de baja categoría, donde ocurren los sucesos más deleznables que podamos imaginar. La gente orina frente a las tapias, a la vista y paciencia de cualquier persona que haya salido a ver la luna; los perros con y sin dueño, hacen sus necesidades al pie de los columpios que luego los niños utilizan. Lo mismo se permite comer en los autobuses y botar los restos por la ventana, que desechar expedientes, tirar los recursos públicos por la borda, destruir documentos históricos o violentar la moral. Y no les pasa nada…

La algarabía de gritos, de camiones descargando mercadería -legítima o no- en media calle y a trompazos; de sirenas ululando; de bicicletas, ruidosas motos y carretones caseros abriéndose camino entre las interminables filas de conductores, absortos en sus celulares, es todo un panorama de caos, al mejor estilo de las películas futuristas sobre la destrucción del mundo.

¿En qué momento permitimos que la nación se convirtiera en esto? ¿Quiénes le abrieron las puertas a tanta vulgaridad? ¿Dónde quedaron los modales, aseo y buenas costumbres? ¿Dónde el legítimo orgullo de haber sido llamados “la suiza centroamericana”? ¿En eso consiste ser iguali-ticos? ¿En remedar lo peor de otros conglomerados humanos y dejar que nos permeen? ¿En comportarse como trogloditas? ¿En dejarse llevar por la correntada? ¿En ondear los antivalores como cosa normal?

Nunca como hoy mantiene intacta su vigencia la frase lapidaria de don Alberto Cañas Escalante: “la gradería de sol invadió la cancha”. Y ahora a quienes no podemos digerirlo, no nos queda más remedio que presenciar el espectáculo grotesco y desalentador no solo en las plazas, parques, residenciales, avenidas y barriadas, sino también en los más altos estamentos de la sociedad, incluidos los poderes del Estado. Y no me digan que es consecuencia de la pobreza -propia o importada- porque las peores actitudes las he visto en gente estudiada, con recursos materiales, que pudiendo contribuir al orden y al respeto, a la superación del prójimo, más bien participa gustosamente de las fragilidades y además lo celebra.

Me siento abrumada ante el desalentador panorama que nos envuelve, a pesar de tener tranquila la conciencia, pues agradecida con esta patria, he dado siempre lo mejor de mí.

Sabrá Dios en qué momento despertarán de su sueño de opio aquellos que han nacido en esta tierra, para unirse en un frente común que rescate los últimos jirones de cordura y decencia que quedan en nuestra sociedad. Ojalá que no sea demasiado tarde, pues ya hay daños irremediables y caos por doquier.

Periodista

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