Enrique Gomáriz Moraga
Existe coincidencia en los medios de comunicación acerca de un pronunciado giro en la política declaratoria del ya presidente Rodrigo Chaves. Si durante la campaña electoral, el candidato Chaves nos tenía acostumbrados a un discurso enfáticamente confrontativo, desde el día siguiente de su elección, el nuevo presidente exhibe una narrativa acentuadamente conciliadora y unitaria.En general, este giro ha sido recibido positivamente en medios políticos y periodísticos, si bien quedan algunos pequeños grupos, que Chaves ha calificado de “cabezas calientes”, que quieren mantener el fragor de la batalla electoral a toda costa y de manera extrema.
No obstante, este cambio discursivo tiene lecturas más complejas. El llamado ferviente a la unidad nacional es una constante en países muy divididos políticamente. Ese fue el caso de Barak Obama en Estados Unidos, que renovó Joe Biden tras su victoria electoral. Por cierto, el propio Obama reconoció que ese había sido un propósito no alcanzado al final de su mandato. En el caso de Costa Rica, esa acentuada división se ha manifestado en los propios resultados electorales: el ganador ha obtenido un poco más de un millón de votos y el perdedor cerca de un millón. Es decir, una Costa Rica políticamente dividida prácticamente por la mitad, en medio de cerca de un 40% que no ha gustado de ninguno de los dos candidatos. No puede resultar extraño que, ante este cuadro sociopolítico nada exultante, tanto Chaves como Figueres quieran ofrecer muestras mediáticas de conciliación política, como lo ha sido la visita de este último al domicilio del nuevo presidente, 48 horas después de los comicios. Habrá que ver si esos gestos se decantan luego en una colaboración política y parlamentaria sustantiva.
Por otra parte, el tono conciliatorio del presidente electo, está mostrando algunas contradicciones discursivas propias de la clase política tradicional. La primera consiste en afirmar que Costa Rica está sumida en una profunda crisis, pero continúa siendo un país maravilloso. Esta narrativa, tendencialmente esquizofrénica, no puede explicar como puede calificarse de maravilloso un país que es incapaz de prevenir una crisis tan profunda. Hay algo que no cuadra, a menos que se esté hablando del bello paisaje y no del paisanaje.
Ello guarda relación con otro nudo lógico. Durante la campaña, el candidato Chaves ha insistido en que Costa Rica ha sufrido la expoliación de sucesivos gobiernos en los últimos treinta años. Esa era su respuesta habitual cuando su contendor aludía al exitoso desarrollo del país en las últimas décadas. Adicionalmente, Chaves aludía a la trama institucional montada por una argolla política, que era necesario superar.
Ahora, el presidente electo insiste en ser respetuoso de la institucionalidad existente e incluso habla de que se siente orgulloso de ese legado histórico. ¿se trataría del legado histórico previo a los últimos treinta años? ¿O simplemente se está desdiciendo de lo expresado al respecto al calor de la competencia electoral?
Este asunto también correlaciona con la nueva percepción del presidente acerca del extraordinario valor de la identidad nacional. Junto a los llamados a la unidad de la familia costarricense, el nuevo mandatario enfatiza el carácter costarricense, del cual se siente particularmente orgulloso. La mención reiterada al patriotismo nacional completa este elogio al cuadro identitario.
El problema que tiene esta narrativa es que nos devuelve a nuestra consideración inicial. Cuesta creer que una sociedad tan “pura vida” no haya sido capaz de lograr acuerdos de país, en los foros impulsados para lograr pactos nacionales antes y durante la pandemia. Dificultades que condujeron a graves explosiones sociales y a continuación a una campaña política tan confrontativa como la que ha tenido lugar.
Las causas de ese malestar social no pueden atribuirse únicamente a una serie de gobiernos, como si los problemas de desajuste no tuvieran nada que ver con los procesos que se generan en las entrañas de la sociedad. Esperemos que el presidente no comparta esa tesis institucionalista hace mucho abandonada por la ciencia política contemporánea. Se sabe que su especialidad es la economía, pero quizás debería poner alguna atención a la sociología política.
Hay que insistir en que existe una explicación alternativa. Como se ha dicho, Costa Rica podría haberse enfermado de su propio éxito. Es decir, el país estaría padeciendo del desarrollo exitoso logrado en décadas anteriores, que compactó instituciones y grupos sociales que hoy son verdaderos obstáculos en el siglo XXI. Algo que se refleja particularmente en el propio Estado.
El éxito de Costa Rica para configurar un Estado fuerte de aspiración social, que cubriera bien su pequeño territorio, parece haber desembocado en una ampliación de la administración pública a un ritmo mayor que el aumento de su eficiencia. Ello has provocado la configuración de sectores corporativos en su interior, que frenan cualquier intento de modificación que pueda dotar de mayor flexibilidad al aparato público para adaptarse a las nuevas exigencias societales. El resultado de ese proceso es que el Estado comienza a funcionar para sí mismo, sobre la base de sus propios intereses funcionariales y corporativos, mucho más que para satisfacer los intereses del resto de la sociedad. Algo, que, desde luego, afecta a los tres poderes públicos, también al poder judicial, cuyos intereses corporativos se han puesto últimamente de manifiesto.
Pero esta conversión de éxitos en obstáculos no hubiera sido posible sin la implicación amplia de la ciudadanía. El ejemplo del poder judicial es ilustrativo. El logro que supuso un sistema judicial que contribuyera a resolver los conflictos sin el uso de la violencia, como ha sido frecuente en el resto de la región, ha evolucionado por derrame a la judicialización de cualquier tipo de conflicto y su consecuencia más visible, el exceso de mora judicial. Pero para superar esa trabazón es necesario resolver un problema serio en el seno de la sociedad: la falta de confianza mutua. Los estudios sobre la materia muestran unos niveles muy bajos de confianza (similares a los de otros países de menor desarrollo humano en el istmo) no sólo respecto de las instituciones sino también entre las personas. Y hay estudios que señalan que esa falta de confianza mutua hace tiempo forma parte de la identidad nacional.
En suma, los problemas que afectan a la sociedad costarricense no sólo son de naturaleza económica, también presenta disfunciones sociopolíticas importantes, que es necesario atender con cuidado, tanto en la arquitectura institucional como respecto de la cultura política de amplios sectores sociales. Y está bien evitar la consideración de que Costa Rica ya no merece la pena -creciente en muchos jóvenes- pero sin necesidad de caer en el otro extremo: acudir al recurso de la exaltación identitaria patriotera. Esa narrativa puede ser flor de un día si no se acometen los problemas sociopolíticos que afectan a Costa Rica. Insisto, hay mucho trabajo que hacer para dejarse caer en la autocomplacencia.