Ernesto Guadamuz
Todo proyecto país, para ser viable, requiere de una narrativa que identifique como miembros valiosos de una comunidad a las personas en los territorios físicos y paisajes culturales que lo habitan. El reconocimiento de esa valía, sin embargo, tiene que transcender la emoción de los momentos especiales, como cuando, por ejemplo, cantamos el himno nacional o la Patriótica Costarricense, en un partido de la Sele en el Estadio Nacional. De otra manera las bases de esa capacidad identitaria se erosionan día con día al darnos de frente con la desigualdad económica y sobre todo con la desigual distribución de las oportunidades para progresar.Las elecciones del 2018, al menos, en su primera ronda, se jugaron precisamente en este espacio: por un lado con algunos partidos (principalmente el PAC) alertando sobre la necesidad de resolver el problema del déficit fiscal para contar con un Estado medianamente solvente capaz de encarar tanto en el plano paliativo (programas de bienestar social) como en el de la promoción de la productividad; los desafíos de la creciente desigualdad social y del desencanto ciudadano.
Cuatro años después, de los cuales casi dos han sido tensados por una pandemia inédita; los resultados son duales: por una parte el balance macroeconómico es positivo, las cifras en el crecimiento de las exportaciones y en el manejo del gasto, son las mejores de los últimos catorce años y la capacidad de respuesta resiliente de las instituciones de salud pública frente a la pandemia ubican al país como un ejemplo a seguir; por otro, el descontento ciudadano sigue a la alzada y se lo cobra al partido de gobierno dejándolo fuera de la próxima Asamblea Legislativa. ¿Cuál es la razón de esta aparente paradoja política? Principalmente que para las mayorías nacionales la forma en cómo se han “resuelto” las cosas no ha sido la que favorece sus intereses, sino una que ha tendido a profundizar la desigualdad, mientras se deja intactas el poder las estructuras tradicionales que torpedean las transformaciones básicas que se le han venido prometiendo al electorado, por ejemplo, en el trasporte público, en la elusión fiscal, en el costo de los medicamentos, en la prevención efectiva de la corrupción, en la instauración de un Estado laico, en la forma en cómo se eligen a las diputaciones y en la reforma del régimen de pensiones.
Así las cosas, la primera ronda electoral se jugó en un espacio cultural crispado por las denuncias de corrupción de los casos “Diamantes” y “Cochinilla”, por los horrores de la dirigencia del Ministerio de Educación con la aplicación de las pruebas Faro, las publicaciones de los pormenores del conflicto familiar de uno de los candidatos y el conocimiento de las denuncias por acoso sexual de otro. Las propuestas sobre cómo enfrentar los desafíos nacionales que amenazan la viabilidad de nuestro proyecto como país democrático e inclusivo; fueron así relegadas a un segundo plano.
El enojo sin propuesta o con una propuesta falaz: caldo de cultivo del autoritarismo
Luego de la derrota electoral del fundamentalismo religioso y político en el 2018, se abrió un breve período de unos seis meses en el que la Administración Alvarado Quesada utilizó el capital político recién ganado para impulsar la reforma tributaria que había sido su promesa electoral de mayor urgente cumplimiento. Sin entrar a analizar qué tan progresiva o no fue esa reforma, lo cierto es que luego de ese breve lapso de relativa calma política, tanto desde la Asamblea Legislativa, como desde los medios de comunicación y las redes sociales, la promoción de los consensos no ha sido precisamente la consigna predominante. La crispación parece haber ocupado el lugar del diálogo en la negociación de las diferencias que distingue a las democracias consolidadas. La pandemia y el encierro obligado que la acompañó durante más de un año, probablemente no hizo más que contribuir a soterrar este clima psicosocial de enconado enojo con la clase política en general y con las soluciones a la crisis fiscal. Así que las elecciones y el fin relativo de las medidas de restricción; dieron lugar a que la apatía y el descontento se expresaran en las urnas; mediante la imprevista (al menos de la mayoría de las herramientas de medición de intención del voto) elección en el segundo lugar del candidato Rodrigo Chaves Robles y asimismo por medio de una elevación histórica del porcentaje de abstencionismo.
Estamos entonces un 3 de abril a las puertas de elegir nuevamente entre candidaturas cuyas votaciones sumadas no llegan al 40%; pero con una diferencia sustancial respecto a los de la segunda ronda del 2018. Ninguna de las candidaturas, concita el entusiasmo contagioso del electorado cuando vota claramente por una opción que propone un proyecto de sociedad con el cual se identifica o al menos, una vía diametralmente opuesta a la que le revuelve el estómago. Dentro de esto, la candidatura de Chaves, su campaña, aparece con un mensaje mesiánico, del Hombre fuerte que no teme comerse las broncas (como si de un cuadrilátero se tratara) para resolver a golpe de decretos, leyes exprés y referendos los problemas, por cuya persistencia el electorado está enojado o desilusionado. De modo, que las acusaciones por acoso laboral y sexual contra mujeres lejos de desfavorecer a Chaves, parecen reforzar su perfil de macho alfa capaz de hacer lo necesario para lograr sus objetivos. Claro que en la acera de enfrente un PLN desgastado por la corrupción y la falta de una identidad socialdemócrata contemporánea no marca una diferencia cualitativa suficiente como para reconvocar a las fuerzas progresistas que ansían un verdadero cambio hacia la democracia inclusiva. Con todo y ello, esta es la opción en liza que presenta una estructura interna transparente, en la que tienen cabida los disensos, en la que los grupos neoliberales internos pueden ser aún confrontados por sus copartidarios y en los que las formas de representación de los movimientos de mujeres, ambientalistas, cooperativismo y otros siguen teniendo representación.
Al final, como muchas otras personas cercanas, la decisión de anular el voto o de votar contra el autoritarismo de Chaves y el peligro que él entraña para la viabilidad de un proyecto nacional compartido, considero que son las opciones que nos han quedado, para quienes luego de la primera ronda nos quedamos políticamente en la orfandad. He optado por la segunda por razones prácticas y debido a la emoción que todavía siento cuando comparto con personas concretas, que también lucharán porque lo avanzado en derechos humanos e inclusión social, no sufra retrocesos.