Guatemala: Esos atropellos, ese silencio

Ana Cofiño

Guatemala

Rodeado de acusaciones de corrupción y vínculos con el narcotráfico, el gobierno refuerza su asfixia del aparato judicial y la represión de las organizaciones sociales. Además, quiere sancionar a quienes se atrevan a investigar el genocidio perpetrado por los militares. Entrevista realizada por Daniel Gatti para Brecha.

«En Guatemala estamos en un momento en el que los tres poderes del Estado están siendo cooptados de una manera descarada por una extensa red de funcionarios y exfuncionarios corruptos, vinculados al tráfico de armas, de drogas, de personas, a las violaciones a los derechos humanos», dice Ana Cofiño, antropóloga, historiadora, fundadora de la revista feminista La Cuerda. Lo de «momento» hay que tomarlo en sentido relativo. Hace ya mucho que dura ese estado de situación. La propia Cofiño lo denunciaba en una entrevista anterior (véase «La ira en las entrañas del odio», Brecha, 11-XII-20). Y dura hace bastantes años. «Lo que pasa es que se va profundizando.» De gobierno en gobierno se va profundizando. «El copamiento del Estado por las elites no es precisamente nuevo en Guatemala. Es una estrategia de toma». Y, en tanto estrategia, es de largo aliento, progresiva. Cofiño dice que lo llamativo de ahora es el descaro, que cada vez hay más impunidad para cometer todo tipo de delitos y cada vez menos instituciones independientes y menos instancias de control. Los asesinatos «selectivos» de dirigentes sociales (campesinos, ambientalistas, sindicalistas) continúan años tras año, sin que nadie parezca inquietarse. El silencio de la comunidad internacional o de las instituciones regionales ante lo que sucede en Guatemala a Cofiño no la sorprende.

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En 2019 Guatemala fue el sexto país en el mundo con mayor número de homicidios de militantes ambientalistas. Colombia fue el primero. El mes pasado, 25 organizaciones sociales de los dos países presentaron ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos una solicitud de audiencia para denunciar el «continuum de violencia» de que son objeto «las personas defensoras de derechos al territorio, la tierra y el medioambiente». Dicen que los procesos de paz respectivos (lejano, el guatemalteco, reciente, el colombiano) no alteraron la situación, porque lejos estuvieron de alterar eso que comúnmente se llama el modelo de desarrollo, y que ese modelo, marcado por «la expansión sin precedentes de las actividades extractivas como la minería, la extracción de hidrocarburos, la agricultura a gran escala, los monocultivos y la deforestación», se impone muy a menudo por la coerción.

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La semana pasada Juan Francisco Sandoval, fiscal especial adscrito a la Fiscalía Especial contra la Impunidad fue destituido por la fiscal general, Consuelo Porras. Fue uno de los últimos episodios de la ofensiva contra quienes intentan poner diques de contención al «aparato de corruptos que es este Estado prebendario», dice Cofiño. En la madrugada del sábado 24, el hombre se fue de Guatemala. «Temía por mi vida», dijo. Sandoval fue respaldado por Jordán Rodas, procurador de derechos humanos. Rodas ha quedado como una de las pocas autoridades estatales independientes. La única plenamente confiable, insiste Cofiño.

A principios de junio la Fiscalía de Derechos Humanos imputó a 12 militares y policías retirados por un caso conocido como «Diario militar»: el secuestro y la desaparición de al menos 183 opositores entre 1983 y 1985, en el contexto de una guerra sucia que duró 36 años (de 1960 a 1996) y que, entre asesinatos y desapariciones, causó unas 245 mil muertes, más del 90 por ciento de ellas atribuidas por una comisión independiente a las Fuerzas Armadas y a los grupos paramilitares. Los 12 acusados (seis comparecerán ante los tribunales y el resto están internados en hospitales) eran parte de departamentos de inteligencia o contrainsurgencia del Estado.

Aunque resulten condenados, es muy poco probable que vayan a la cárcel. Está el antecedente del general Efraín Ríos Montt, bajo cuya dictadura, de 1982 a 1983, fueron asesinadas decenas de miles de personas y al menos 400 aldeas indígenas fueron totalmente arrasadas. En mayo de 2013 Ríos Montt fue condenado a 80 años de prisión por genocidio y otros delitos de lesa humanidad, pero la Corte Suprema anuló el proceso por un tecnicismo absurdo. En los tribunales, los sobrevivientes de las masacres ordenadas por el general evangelista habían relatado horrores de todo tipo.

Ríos Montt murió en 2018, a los 91 años, habiendo pasado apenas un tiempito en prisión domiciliaria (véase «Acabar hasta con la semilla», Brecha, 6-IV-18). El gobierno y los partidos que lo apoyan están promoviendo una ley de amnistía para los militares acusados de delitos de lesa humanidad. Pero no solo eso: el proyecto prevé incluso sanciones contra los jueces que abran causas por esos y otros delitos graves. «Cada vez hay en este país más impunidad para cometer cualquier clase de atropellos, desde el genocidio hasta los tráficos de drogas o de personas, los desfalcos, lo que sea», cuenta Cofiño. El presidente, Alejandro Giammattei, «se siente con las manos libres porque todo el aparato de Estado está cooptado por el crimen organizado. Y se da, por ejemplo, el lujo de condecorar a corruptos que están siendo investigados en otros países. Continuamente está provocando, y sabe que no corre riesgos».

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La pandemia ha dado para cualquier cosa. Y ha sido reveladora de la «enorme brecha social que existe en este país». Guatemala es uno de los países americanos con menor porcentaje de gente vacunada contra el covid-19: menos de 9 por ciento con dos dosis, según datos de fines de junio. Al ritmo actual, se tardaría nueve o diez años en vacunar a la población objetivo. Y el perfil de los vacunados es límpido: apenas el 16 por ciento son indígenas en un país en que más del 43 por ciento de sus casi 15 millones de habitantes se reconocen como tales.

«El plan de vacunación del gobierno es excluyente y discriminatorio», dijo en el Congreso la diputada y médica Lucrecia Hernández Mack, hija de Mirna Mack, una antropóloga asesinada en 1990 por un comando paramilitar. La diputada denunció, entre otras cosas, que la población debe agendarse en una plataforma digital cuando menos del 30 por ciento de los guatemaltecos accede a Internet, que los vacunatorios en el medio rural brillan por su ausencia, que las vacunas han llegado con cuentagotas y han sido distribuidas según criterios muy poco claros. Hay quienes viajan al exterior (a la frontera con México, a Estados Unidos) para vacunarse. Miami es más seguro que Chiapas. Menos riesgoso el viaje, más fácil vacunarse. También más caro bancarse la estadía hasta recibir el pinchazo. «Ahí también se ven las diferencias entre quienes se quedan y quienes pueden viajar, y entre quienes se van al exterior. Es un poco absurdo, de todas maneras, que se vacunen afuera, porque luego regresan y se encuentran con que acá el virus circula casi libremente. De las medidas de contención del gobierno mejor ni hablar», dice Cofiño.

Rodas pidió la renuncia de las autoridades de salud del país, comenzando por la ministra Amelia Flores, por el manejo global de la pandemia. A comienzos de julio Flores fue denunciada, además, por «peculado por sustracción» por un contrato leonino de compra de 16 millones de dosis de Sputnik V a un oscuro empresario ruso que apenas entregó unos pocos cientos de miles. La ministra habría «mordido» una coima, como otra coima habrían mordido las autoridades que toleraban el funcionamiento en el aeropuerto de Ciudad de Guatemala de un laboratorio ilegal que hacía pruebas truchas de detección del coronavirus a los viajeros llegados del exterior.

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Las organizaciones de la sociedad civil se sienten acorraladas. Una ley de oenegés autoriza al presidente a prohibir cualquier asociación de la que sospeche de «alterar el orden público» y prevé dispositivos para ahogarlas financieramente. Todos los recursos de amparo presentados contra esa norma fracasaron. A mediados de junio la Corte de Constitucionalidad falló que la ley de oenegés no violaba ningún derecho y le dio luz verde. «Era previsible. Hay muy pocos funcionarios en todo el Poder Judicial con voluntad de resistencia. A los jueces los contás con los dedos de una mano. Cuatro de ellos han tenido que recurrir a la fiscalía para protegerse, porque se les quiere quitar la inmunidad. Estamos ante un callejón sin salida, bajo ataque por todos los flancos. Los medios de comunicación independientes tampoco tienen margen, el acoso al que los someten desde arriba es tremendo», apunta Cofiño.

Ante la embestida contra las organizaciones sociales ha habido manifestaciones de protesta, señala, «pero no existe una opción de oposición clara». «El descontento es muy perceptible, pero no se pasa de allí. Es difícil explicar por qué se vota por esta gente, y domina en la sociedad el “sálvese quien pueda”. Una continúa sin embargo apostando a que resurjan las reservas de lucha, y la historia muestra que cuando los pueblos se hartan…»

Ana Cofiño es antropóloga y militante feminista guatemalteca.

Fuente: Brecha

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