¿Tiene sentido cuestionar la moral del capitalismo?

Laura Pennacchi

Si creemos que una rehabilitación de la dimensión moral de la economía es fundamental, necesitamos enfocarnos en una «reforma» a gran escala del capitalismo. Para ello es necesario audacia, un programa teórico y un posicionamiento ético-político.

¿Tiene sentido cuestionar la moral del capitalismo?

La pandemia global está llevando todos los temas que atormentan al mundo moderno al punto de ebullición: la escasez de empleos, la transformación ecológica, la migración masiva, las biotecnologías, la inteligencia artificial y el desarrollo sin control de la ciencia, la educación, los bienes públicos y la cultura. El Foro Económico Mundial, que ya el año pasado anunció en Davos el «fin del lucro sin ética», ahora proclama «economías y sociedades mejores». Se reconoce la necesidad de poner en discusión la legitimidad del capitalismo en una variedad de frentes, incluso desde un punto de vista estrictamente moral.

Algunos académicos continúan celebrando el ensayo en el que Milton Friedman afirmó, hace 50 años, que el capitalismo no tenía otra responsabilidad social que la de incrementar las ganancias («el negocio de los negocios es el negocio»). Pero están empezando a surgir ciertas cuestiones, desde la preocupación de Paul Collier por el «fundamento ético mutilado» del capitalismo al deseo de Joseph Stiglitz de liberar al «capitalismo progresista» del «fundamentalismo del mercado». Los filósofos Nancy Fraser y Rahel Jaeggi buscan reconstruir las «bases regulatorias» del capitalismo, sosteniendo que ninguna práctica económica es neutral ni está, por lo tanto, desligada de la valoración normativa, y que el capitalismo no debe verse simplemente como un sistema económico sino como un «orden social institucionalizado».

Entonces, ¿tiene sentido cuestionar la moral del capitalismo? Sí, de hecho sin ese cuestionamiento no podría haber una superación del paradigma en dirección de un muy necesario nuevo modelo de desarrollo.

¿Una inmoralidad necesaria?

No obstante, Branko Milanović, un distinguido investigador del tema de la desigualdad –en sí misma una cuestión de fuertes connotaciones morales, aunque se la vea sobre todo como un problema de redistribución–, no está de acuerdo. Milanović considera inevitable la inmoralidad del capitalismo y la «externalización» de la moral» por la cual los mecanismos de autocontrol interno de un individuo, que hoy se creen ya muertos o desplazados, se transfieren a la coerción externa de reglas y leyes. Su convicción es que «el comportamiento inmoral es necesario para la supervivencia en un mundo en el que todos tratan de obtener tanto dinero como sea posible».

No es accidental que Milanović comparta la idea que formuló en el siglo XVIII Bernard Mandeville, y que fuera cuestionada por Adam Smith, de que el éxito depende de que los individuos se comporten de la manera más ambiciosa y egoísta posible. Tampoco es accidental que acepte que las preferencias son, en esencia, cuestiones inobjetables de gusto –llega al extremo de aplicar el concepto de de gustibus non est disputandum incluso a la economía–, ni que condene la crítica de Karl Polanyi a la mercantilización extendida e indiscriminada, porque esta es deseada y elegida libremente por los individuos, más que «un desarrollo antinatural que presagia la crisis del capitalismo». De este modo, sin embargo, Milanović acepta en su totalidad los postulados del viejo paradigma, llevados al extremo por el neoliberalismo, así como su pretensión de neutralidad y la división entre ética y economía.

La neutralidad de este paradigma ha sido cuestionada, no obstante, por el Premio Nobel Amartya Sen. Desde sus comienzos como académico, Sen ha criticado la hipóstasis del agente económico como un individuo aislado, solo centrado en su propio interés, que persigue las máximas ganancias en forma obsesiva y que es perfectamente racional en el plano práctico. Ya en la década de 1970, Sen calificó a ese agente de «tonto racional» e «idiota social»: alguien cuyo único problema era reunir ciertos medios y ciertos fines sin reflexionar sobre unos u otros, con total ignorancia de su propia sociabilidad intrínseca y de su interdependencia.

Estructuras profundas

Quizás, entonces, haya aquí algo más profundo que hace la diferencia: si el carácter enfáticamente ético-político de la presente conmoción pone en cuestión la dimensión del valor, esto le da a la denuncia de los problemas políticos y sociales un profundo sentido moral, al tiempo que otorga a la moral un contenido crítico mayor. No podemos quedarnos en la superficie de la agitación actual, considerando la justicia y la igualdad como meras cuestiones de compensación y redistribución. En cambio, debemos recuperar las estructuras profundas que articulan nuestros sistemas de producción y nuestros roles productivos: nuestros deberes, nuestros poderes y nuestro prestigio social.

Pasa entonces a primer plano la meta del pleno empleo de calidad, un objetivo que en la actualidad elude hasta a los gobiernos de centroizquierda. Es sumamente significativo que, durante la campaña electoral que llevó a Joe Biden a la Casa Blanca, muchos simpatizantes del Partido Demócrata se aplicaran a elaborar programas de «empleo garantizado».

Las iniciativas de empleo garantizado se basan en una tradición teórica noble, que va de John Maynard Keynes a James Meade, de Hyman Minsky a Anthony Atkinson. Este último desarrolló la convicción de que, en circunstancias como las actuales de una gran subutilización de los factores fundamentales de la producción –mano de obra y capital– y, en consecuencia, de creciente «estancamiento secular» de las bajas inversiones, el Estado ya no debería enfocarse en transferencias monetarias indiscriminadas. En lugar de eso, podría y debería crear directamente empleo a través de proyectos de gran envergadura al estilo de los del New Deal de Franklin D. Roosevelt. De ese modo, se convertiría en un «empleador de última instancia», una imagen que a su vez tiene la connotación de «Estado innovador» y de «Estado estratega».

Desplazamiento del poder

Las preguntas que surgen aquí ya no pueden evitarse. ¿Cuáles son las políticas verdaderamente adecuadas para el resurgimiento de las economías globales y nacionales? ¿Cuáles son los equivalentes actuales del New Deal, los acuerdos de Bretton Woods de 1944 o los Estados de Bienestar de posguerra, capaces de provocar un desplazamiento del poder de las finanzas a la producción, para cambiar el foco de los índices de bolsa a la expansión de la economía real y el aumento del bienestar social? ¿Puede seguir quedando de lado la meta de lograr el pleno empleo de calidad? ¿Cómo es posible crear empleos que tengan tal alcance y calidad que incrementen la tasa de participación de jóvenes, mujeres y población de las áreas desfavorecidas?

Si creemos que una rehabilitación de la dimensión moral es fundamental, aunque incluya una crítica al capitalismo, eso nos induce a subir la apuesta. Necesitamos enfocarnos en una «reforma» a gran escala del capitalismo, una reforma profunda como la delineada por Keynes. En ese entonces, un programa teórico inusualmente radical y una crítica ético-política combinaron el innovador pensamiento keynesiano con las iniciativas revolucionarias de Roosevelt y el reformismo europeo radical –desde el movimiento laborista inglés inspirado por William Beveridge a la socialdemocracia escandinava–, todo ello al tiempo que enfrentaban, aun en el nivel de los ideales, a toda forma de totalitarismo.

Fuente: Social Europe

Traducción: María Alejandra Cucchi para nuso.org

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