La última bocanada de Friedman

Jonathan Cook

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La reciente columna de Thomas Friedman en el New York Times, en la que reflexionaba sobre los once días de destrucción de Gaza por parte de Israel, es un escaparate de los engaños del sionismo liberal, una constelación de pensamiento que nunca ha parecido tan deshilachada. Parece que a todo periódico liberal le hace falta un Thomas Friedman – el Guardian del Reino Unido tiene a Jonathan Freedland – cuyo papel es impedir a los lectores que tomen en consideración estrategias realistas para Israel-Palestina, por muy a menudo y catastróficamente que hayan fracasado las ya probadas. En este caso, el ruego de Friedman a Joe Biden de preservar el ‘potencial de una solución de dos estados’ apenas sí oculta su verdadera meta: resucitar el discurso de un ilusorio ‘proceso de paz’ del que todo el mundo, salvo el sionismo liberal, se ha movido ya. Su temor es que el debate se esté deslizando discretamente fuera de su marco…hacia el reconocimiento de que Israel es una régimen beligerante de apartheid, y a la conclusión de que un Estado democrático para palestinos y judíos es hoy la única solución viable.

Durante más de cinco décadas, la solución de dos estados – de un gran Estado ultramilitarizado en el caso de Israel, y uno mucho más reducido y desmilitarizado en el caso de los palestinos – ha sido el unico paradigma de la clase política y mediática occidental. A lo largo de esos años, el Estado palestino ha fracasado a la hora de materializarse, pese a (o, más probablemente, debido a) los diversos ‘procesos de paz’ respaldados por los EE.UU. Mientras norteamericanos y europeos se consolaban con esas fantasías, Israel asentía de boquilla, imponiendo de facto una solución de un solo Estado con la premisa de la supremacía sobre los palestinos, y consolidando su control sobre el conjunto del territorio.

Pero, en los últimos años, las acciones colonialistas de asentamiento sin tapujos por parte de Israel han puesto en peligro el paradigma occidental. Se ha vuelto cada vez más evidente que Israel es incapaz de llegar a la paz con los palestinos debido a que su ideología de Estado – el sionismo – se basa en el traslado o erradicación de los mismos. Lo que nos ha enseñado la historia es que la única manera justa y duradera de concluir un ‘conflicto’ entre una población autóctona y un movimiento de colonialismo de asentamientos consiste en la descolonización, además del establecimiento de un Estado único, compartido, democrático. De otro modo, los colonos prosiguen con sus estrategias de substitución, que incluyen invariablemente la limpieza étnica, la segregación comunal y el genocidio. Fueron estas precisamente las tácticas empleadas por los colonizadores europeos en las Américas, África, Australia y Nueva Zelanda: la función de Friedman en los medios occidentales – consciente o no – consiste en confundir estas lecciones históricas, conectando con una prolongada herencia de irreflexivo racismo colonial.

Uno de los pilares centrales de ese legado se cifra en un pertinaz temor ante el indígena y su presunto salvajismo natural. Este ha sido siempre un supuesto tácito detrás del interminable ‘proceso de paz’ de dos estados. Un Occidente civilizado y civilizador intenta negociar un ‘acuerdo de paz’ para proteger a Israel de las hordas palestinas de ahí al lado. Pero los palestinos ‘rechazan’ continuamente esas propuestas de paz debido a su salvaje naturaleza, lo que a su vez se presenta como razón por la cual ha de proceder Israel a la limpieza étnica y meterlos en reservas, o bantustanes, lejos de los colonos judíos. De cuando en cuando, Israel se ve obligado a ‘tomar represalias’ – o a defenderse de este salvajismo – en lo que se convierte en un inacabable ‘ciclo de violencia’. Occidente apoya a Israel con ayuda militar y comercio preferente, mientras contempla con exasperación cómo fracasan los líderes palestinos en disciplinar a su pueblo.

Friedman es un experto en explotar esta mentalidad. Evita a menudo aceptar una responsabilidad directa por sus supuestos racistas, atribuyéndolos a los ‘demócratas centristas’ o a otros observadores que están en lo correcto. El lenguaje codificado es negociado suyo, lo que sirve para acrecentar la incomodidad que sienten los públicos occidentales cuando los nativos tratan de recuperar cierto grado de control sobre su futuro. En algunos casos, el marco de los prejuicios es evidente, como sucede con su preocupación por la amenaza que representa un Hamás en ascenso para los derechos de las mujeres y para LGBTQ, envuelto en una política de identidad que sabe que suena bien a oidos de los lectores del NYT. Pero con mayor frecuencia, su marco resulta insidioso, con términos como ‘diezmar’ y ‘hacer estallar’, exhibidos para describir el deseo de autodeterminación de los palestinos como algo violento y amenazador.

La promoción de Friedman del modelo de dos estados ofrece un engaño con tres capas. En primer lugar, escribe que la solución de dos estados traería ‘la paz’, sin reconocer que la condición de esa paz es la permanente reducción a gueto de los palestinos y su sojuzgamiento. En segundo lugar, culpa a los palestinos por rechazar justo esos ‘planes de paz’, aunque Israel no se los ofreciera nunca en serio. Y por último, tiene el descaro de implicar que fue el fracaso de los palestinos a la hora de negociar una solución de dos estados el que ‘diezmó’ el ‘campo de la paz’ israelí.

Esos argumentos no sólo se basan en la visión deshumanizadora de los árabes de Friedman. Están ligados también a sus preocupaciones políticas internas. Lo que teme es que si Joe Biden llegara a reconocer la realidad de que Israel ha saboteado la solución de dos estados, entonces el presidente podría desvincularse de una vez por todas del ‘proceso de paz’. Por supuesto, la mayoría de los palestinos recibirían bien ese final de las interferencias norteamericanas: los miles de millones de dólares canalizados anualmente hacia el ejército israelí, la cobertura diplomática norteamericana ofrecida a Israel y las presiones abusivas a otros estados para que acepten calladamente sus atrocidades. Pero, sostiene Friedman, esta retirada conllevaría un alto precio en casa, al desatar una guerra civil en el seno del mismo partido de Biden y dentro de las organizaciones judías en todos los EE.UU. Dios no lo quiera, podría ‘llevar incluso a la prohibición de venta de armas’ a Israel.

Friedman nos recuerda el aviso de un hombre de negocios israelí, Gidi Grinstein, según el cual en ausencia de una ‘potencial’ solución de dos estados, el apoyo norteamericano de Israel podría metamorfosearse ‘de cuestión bipartidista en cuestión de discordia’. El columnista escribe que preservar ‘proceso de paz’ de los dos estados, no importa cuán inacabable e imposible, tiene ‘que ver con nuestros intereses de seguridad nacional en Oriente Medio’. ¿Cómo define Friedman esos intereses? Se reducen, dice él, al ‘futuro político de la facción centrista del Partido Demócrata’. Un ‘proceso de paz’ antaño destinado a aliviar las conciencias de los norteamericanos, mientras permitía la desposesión de los palestinos, se ha redefinido ahora como cuestión vital de la seguridad nacional, puesto que, para Friedman, su supervivencia es necesaria para preservar el predominio de los halcones de política exterior de la maquinaría demócrata. El argumento se hace eco del reconocimiento extraordinariamente franco de Biden, realizado en 1986, según el cual ‘si no hubiera un Israel, los Estados Unidos de Norteamérica tendrían que inventarse un Israel a fin de proteger sus intereses en la región’.

Friedman concluye luego su artículo con un conjunto de propuestas que revelan sin querer las verdaderas consecuencias de un acuerdo para dos estados. Insiste en que Biden construya sobre el muy ridiculizado ‘plan de paz’ de su predecesor, que impartió la bendición norteamericana a a los asentamientos ilegales de Israel en enormes franjas de la Cisjordania ocupada, encerrando indefinidamente a los palestinos en sus bantustanes. El plan de Trump buscaba también afianzar el control de Israel sobre el Jerusalén Este ocupado, rehacer Gaza como campo de batalla permanente en el que se recrudecerían las rivalidades entre Fatáh y Hamás, y convertir en arma la riqueza de los estados teocráticos del Golfo, integrando plenamente a Israel en la economía de la región, a la vez que hace a los palestinos cada vez más dependientes de la ayuda externa. Los educados opinadores del NYT quieren ahora que Biden venda esas medidas como un nuevo compromiso con el ‘proceso de paz’.

Los EE.UU., escribe Friedman, deberían seguir a Trump en su despojamiento de una capital en Jerusalén Este a los palestinos: corazón económico, religioso e histórico de Palestina. Los estados árabes deberían reforzar esta desposesión trasladando sus embajadas de Tel Aviv a Jerusalén Oeste. Se anima a los países vecinos a presionar a la Autoridad Palestina, por medio del pago de ayudas, para que acceda aún más cobardemente a las exigencias de Israel (por supuesto, Friedman no cree que valga la pena mencionar que Palestina depende de ayudas debido a que Israel o bien le ha robado o se ha hecho con el control de todos sus recursos principales).

Una vez se garantice esta posición subordinada, ya se pueden inflamar las divisiones en el seno del movimiento nacional palestino, haciendo a Hamas – más los dos millones de palestinos de Gaza – dependientes del patronazgo de la AP. Friedman quiere la AP dirigida por Fatáh decida si enviar o no ayuda a la Franja de Gaza o sumarse a Israel en su asedio para debilitar a Hamás. Por si acaso, apremia asimismo a los estados del Golfo a cortar su apoyo a las agencias de ayuda de las Naciones Unidas, como la UNRWA, que ha mantenido a millones de refugiados palestinos alimentados y atendidos desde 1948. El compromiso ya débil de la comunidad internacional con los derechos de los refugiados palestinos se verá así quebrantado, y la diaspora se verá a la fuerza absorbida en sus países de acogida.

Esas propuestas son la última bocanada de un desacreditado sionismo liberal. Friedman se revuelve visiblemente mientras trata de volver a ponerle su traje al emperador con una solución de dos estados que se presenta ante nosotros en toda su fealdad. El modelo occidental de ‘pacificación’ se centró siempre en preservar la supremacía judía. Ahora, como mínimo, han desaparecido las ilusiones.

Jonathan Cook periodista británico y único corresponsal extranjero residente en Nazaret (desde 2001), ha sido distinguido por organizaciones de medios como Project Censored y con galardones como el Martha Gellhorn Special Prize for Journalism. Sus artículos han aparecido en publicaciones como The Guardian, The Observer, The Times, The New Statesman, The International Herald Tribune, Le Monde diplomatique. Counterpunch y Electronic Intifada.

Fuente: Sidecar – New Left Review, 10 de junio de 2021

Traducción: Lucas Antón para sinpermiso.info

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