De la complicidad conceptual con Daniel Ortega

Enrique Gomáriz Moraga

Enrique Gomariz

Ante las últimas atrocidades del gobierno de Daniel Ortega (encarcelamientos, asesinatos, persecuciones) para preparar con holgura la campaña de las elecciones presidenciales de noviembre, se ha elevado una oleada de indignación internacional. Hasta la Internacional Progresista, que contiene lo más granado del populismo latinoamericano y europeo (Rafael Correa, Álvaro García Linera, Yanis Varufakis, Podemos en Cataluña), muchos de ellos reunidos en Caracas para apoyar a Maduro en las anteriores elecciones parlamentarias, ha emitido resoluciones de condena del gobierno de Ortega. Claro, estoy seguro de que alguien podría reclamarme que en la mencionada Internacional hay también gente de distinta orientación, lo cual es cierto. Pero ese es precisamente uno de sus problemas, como explicaré más adelante.

En medio del rechazo generalizado a los desmanes de Ortega, surge una pregunta inquietante: ¿Cómo es posible que esta situación suceda en un país latinoamericano a estas alturas del siglo XXI?

Hay algunas respuestas que refieren a las instituciones del sistema político nicaragüense. En la Asamblea Legislativa, la división de la oposición permite al Frente Sandinista de Ortega comprar voluntades por separado, algunas veces como muestra de una corrupción desatada, como ocurrió con la negociación con el expresidente Arnoldo Alemán, para salvarlo de la cárcel. También se asegura que las fuerzas armadas y de seguridad son colmadas de premios por Ortega, para lograr su sólido respaldo. Quizás el caso más penoso sea el de la judicatura, compuesto por jueces puestos por el Gobierno o que buscan no complicarse la vida (algo que sucede también en Venezuela o Bolivia).

Creo que hay mucha menos reflexión en lo que atañe a la ciudadanía y la sociedad civil en Nicaragua y el resto de América Latina. Y desde la perspectiva de Ortega, la interpretación es clara: su Gobierno ha sido elegido en las urnas, lo cual indica que tiene el apoyo de la mayoría del electorado. Sus opositores responden de inmediato que esa mayoría es minoritaria: Ortega sólo es apoyado por una porción que oscila entre un cuarto y un tercio de los inscritos en el padrón electoral. Es la división del resto de las fuerzas políticas lo que impide su derrota, aunque ahora también es la acción descarada de Ortega por desbaratar esa posibilidad.

Resulta curioso que el populismo latinoamericano esté practicando de forma grosera algo que tanto criticó durante la última década del pasado siglo: la democracia electoral. Durante años hicieron hincapié en que la democracia que proponía la ideología neoliberal era simplemente electoral; después de las elecciones, la ciudadanía debía dejar campo libre a los gobiernos. Algo peor es lo que están haciendo los gobiernos populistas: una vez ganadas las elecciones, por el margen que sea, el gobierno electo tiene carta blanca para saltarse todas las reglas del juego del comportamiento democrático, incluida la violación sistemática de los derechos humanos si resulta necesario. Quizás sean los casos de Maduro y Ortega los más flagrantes al respecto.

Pero esa evidencia no agota la reflexión sobre el comportamiento de la ciudadanía en este contexto. A principio de este siglo, tuve la oportunidad de participar en el Programa de Apoyo a la Democracia en Nicaragua, que impulsaba Naciones Unidas, en su segmento de fortalecimiento de la Asamblea Legislativa. Y en ese año y medio, pude ver como las impropias negociaciones entre Alemán y Ortega tenían lugar en medio de una indiferencia social notable. Desde luego que había grupos minoritarios que las denunciaban, pero ni los medios ni la opinión pública hicieron una intensa acción de protesta por esta causa.

Resulta útil examinar esta situación a través de la distinción de comportamientos de la ciudadanía en un sistema político: ciudadanía formal, ciudadanía activa y sustantiva. Existen claros indicios de que existen en Nicaragua amplios bolsones de ciudadanía formal, es decir de personas que viven en un régimen supuestamente constitucional, pero no tienen ningún interés por conocer su funcionamiento ni de apropiarse a cabalidad de sus derechos. Hay que agregar que muchos observadores señalan que buena parte de esa ciudadanía formal procede de un prolongado desencanto de la política real en Nicaragua.

En el otro extremo está la ciudadanía activa, que es la que participa mas directamente en la actividad política. Siempre suele ser protagonizada por minorías activas, que, en el caso de Nicaragua, se presentan claramente divididas: de un lado, las y los activistas vicarios, que apoyan y profitan del régimen establecido y, del otro lado, compuesta por los grupos minoritarios opositores y de derechos humanos. El activismo vicario puede ser rotundamente antidemocrático, como se aprecia en este caso.

Pero todo indica que el segmento más débil en Nicaragua refiere a la ciudadanía sustantiva, aquella que tiene información y conocimiento del funcionamiento del sistema democrático, sabe de sus derechos, pero no actúa sistemáticamente en la acción política, a menos que tenga lugar una situación particularmente grave. Es difícil saber la dimensión de este segmento ciudadano en el país centroamericano, pero las protestas del pasado año ofrecen indicios para pensar que, aunque minoritario, existe.

Al examinar estos tres comportamientos, la conclusión que se obtiene es que la cultura política democrática del país es apreciablemente pobre, y que, de forma mayoritaria, sólo la tienen en cuenta con verdadero interés si afectan su condición socioeconómica. Se trata, pues, de un caso extremo de visión instrumental de la democracia. Del que, desde luego, se aprovecha el régimen de Daniel Ortega.

Ahora bien, el problema es que esa percepción instrumental de la democracia es algo muy extendido en toda la región y, en especial, en las filas de la izquierda. Existe al respecto un hilo conductor que enlaza al régimen cubano, los partidos leninistas y populistas, e incluso a buena parte de la socialdemocracia latinoamericana: la democracia sólo es un instrumento para generar desarrollo social y combatir la pobreza, no tiene tanto valor en si misma. De hecho, acabo de participar en unos encuentros con sectores socialdemócratas, quienes repiten en sus presentaciones que la democracia debe servir para el bienestar de la gente y de inmediato se agrega que “no tiene valor en sí misma”. Es decir, el valor sustantivo de la democracia, como el sistema menos malo para procesar las decisiones colectivas, es algo borroso y difuminado. He insistido en varias oportunidades que una democracia sin demócratas convencidos de su valor sustantivo, dispuestos a defenderlo, acaba siendo endeble y expuesta a crisis consecutivas.

Me parece que es necesario reconocer la doble dimensión de la democracia: como un instrumento para el bien común y como un sistema para tomar decisiones colectivamente. Sin poner en valor esta segunda dimensión, las tropelías de un gobierno como el de Ortega pierden importancia y relieve. Y esa visión conceptual de la vida social, donde la democracia es algo segundario, se convierte en una plataforma de complicidad para este tipo de gobiernos.

Por cierto, una complicidad que también adopta la modalidad de mirar hacia otro lado, como hacen la mayoría de los aliados populistas de Ortega. Y esa larga sombra llega hasta los predios de la Internacional Progresista. Una organización internacional que tiene en su seno gente que soslaya la condena de Maduro o de Ortega se convierte en cómplice de sus arbitrariedades. No importa si, al mismo tiempo, establece condenas formales del gobierno de Nicaragua, hay situaciones en que seguir un criterio y su opuesto no es más que otra forma de complicidad.

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