La promesa de Moderna de no hacer valer las patentes de su vacuna COVID-19 carece de valor

Alexander Zaitchik

Moderna

La prensa ovacionó la promesa de Moderna de levantar las patentes de su vacuna COVID-19, a pesar de que este tipo de vacunas están protegidas por unas leyes de propiedad intelectual que fueron redactadas para que los conocimientos médicos no estén al alcance del público en general.

El día 8 de octubre de 2020 la empresa biotecnológica Moderna -radicada en Cambridge-, hizo algo curioso cuando anunció que suspendería temporalmente la patente de una posible vacuna que estaba desarrollando en colaboración con el gobierno de los EEUU. La empresa informó: “en las actuales circunstancias sentimos una obligación especial ”.

El tono de magnanimidad regia del anuncio insinuó que la empresa estaba feliz de poder ayudar disminuyendo beneficios en un momento muy difícil. Los responsables de Moderna -junto con varios de sus colegas del mundo farmacéutico y farmacológico-, trasmitían como mensaje que su prioridad no eran los beneficios ni la posición prioritaria en el mercado.

Suspender la aplicación de la propiedad intelectual en el momento de la crisis de la salud pública fue celebrada como una muestra de noblesse oblige, una noticia que merecía ser apoyada, muy a pesar de su tufo de incienso para ocultar el hedor de los escándalos empresariales recientes. Los medios de comunicación celebraron la promesa de Moderna y la difundieron como una prueba del compromiso social que asumían las empresas en tiempos de crisis. Fue transmitida por los medios y Reuters dijo que “permitiría que otros fabricantes de medicamentos fabricaran dosis utilizando la tecnología de Moderna”.

Los responsables de la empresa calcularon que la investigación no se profundizaría y que en la opinión pública seguiría flotando la idea de que la empresa ofrecía sacrificarse para frenar la pandemia. Pero esta creencia es falsa, y no sólo porque los reclamos legales de Moderna sobre tecnologías desarrolladas con el dinero del gobierno sean provisionales; sino también porque su promesa de suspensión de patentes fue una mueca huera que tiene una explicación distinta, incluso considerando su asociación con las Institutos Nacionales de Salud (NIH)

En realidad, la estrategia estuvo diseñada en función de algunas percepciones públicas vetustas sobre el funcionamiento de la propiedad intelectual en el siglo XXI.

Las actuales patentes en biomedicinas casi no aportan la información necesaria para producirlas en masa

La patente es una de las formas de la propiedad intelectual, pero no es un sinónimo. Entendidas como la herencia de un concepto antiguo que se usaba para hablar de los monopolios sobre el conocimiento, una “patente” es un retroceso, un modo anticuado de nombrar algo que más que explicar oscurece, como también lo es hablar de un teléfono para referirnos a la supercomputadora que guardamos en nuestro bolsillo.

Para comprenderlo debemos remontarnos a los orígenes de las patentes entendidas como un contrato social. Las primeras patentes nacieron en la Italia renacentista y funcionaron como concesiones reales que otorgaban un beneficios exclusivo sobre una tecnología, un proceso o un comercio. Estos privilegios eran limitados en su duración. A cambio del monopolio temporal, el beneficiado con la patente asumía el compromiso de introducir en el reino una forma nueva y productiva de conocimiento que luego de un tiempo y cuando la patente expirara, se difundiría.

Con el tiempo la invención tecnológica se complejizó y las patentes obligaban a suministrar una información más precisa, entendida como una garantía concreta de que los inventores -beneficiados con el privilegio del monopolio- proporcionarían al Estado todos los conocimientos adquiridos, con frecuencia denominados secretos comerciales. Hasta el año 1880, la Oficina de Patentes y Marcas de los Estados Unidos exigía a los solicitantes que presentaran modelos tridimensionales en miniatura, además de planos, instrucciones y diagramas y todo lo que un «experto en la materia» necesitaría para reproducir la invención. Cuando el plazo del monopolio expirara, los secretos pasarían a ser de dominio público, se harían productivos y los precios bajarían en un mercado supuestamente competitivo.

En 2021 este contrato social nos parece tan estrafalario como el dispositivo de flotación de barcos fluviales en miniatura que el joven Abraham Lincoln sometió a la consideración de la patente en el año 1849.

En los ámbitos de alta tecnología como lo es la biomedicina es infrecuente que las solicitudes de patentes contengan los conocimientos que se necesitan para fabricar el invento. Este fenómeno es consecuencia de un diseño político, que a su vez es producto de la presión de la industria para cambiar las reglas, cosa que se hizo posible por la ayuda de la administración Reagan y del Congreso demócrata del momento. Pasadas ya cuatro décadas, las patentes juegan el juego de disuadir la reproducción dejando así fuera de juego incluso a los “mayores expertos en la materia”. Ocurre que los elementos clave de una invención y de su puesta en marcha resultan protegidos de manera sistemática y, por lo general, en forma indefinida por medio de una barricada de registros de propiedad intelectual que incluye a las patentes, los derechos de autor e “información no divulgada”, que es una nueva categoría amplia y opaca de propiedad intelectual (PI). Este nuevo concepto tiene tres subcategorías que son vitales para fabricar varias cosas, entre ellas las vacunas: los conocimientos técnicos, los secretos comerciales y los datos. Los secretos más valiosos se guardan en estas sub-categorías y no en la solicitud pública de la patente.

Los expertos en derecho industrial y propiedad intelectual suelen denominar a la información no divulgada como “el cerrojo de la patente”. Son muy escasas las nuevas tecnologías que no cuentan con tales candados para asegurar las “joyas de la corona” fuera de alcance antes, durante y después de la vigencia del monopolio legal. De acuerdo con la Ley de defensa de los Secretos Comerciales de Estados Unidos del año 2016 (DTSA), y de la Ley Uniforme de Secretos Comerciales de 1985 (UTSA,) se incluyó en el régimen mundial de propiedad intelectual -que actualmente aplica la Organización Mundial del Comercio (OMC)-, todo aquello que una empresa considere valioso y pueda ser protegido mediante el reclamo de información no divulgada. Eso incluye todas las formas y tipos de información financiera, comercial, científica, técnica, económica o de ingeniería, que comprende también los modelos, planes, compilaciones, dispositivos de programas, fórmulas, diseños, prototipos, métodos, técnicas, procesos, procedimientos, programas o códigos tangibles o intangibles, almacenados, compilados o memorizados física, electrónica, gráfica, fotográficamente o por escrito.

Este inventario es lo que permite explicar que Moderna estuviera interesada en cambiar sus patentes por una buena cantidad de noticias. La información más importante estaba bien guardada en otro lugar. Las empresas farmacéuticas y biotecnológicas monopólicas hoy son capaces de ocultarlo casi todo bajo el rótulo de «información no divulgada», lo cual incluye los diseños y las especificaciones técnicas, los procedimientos de control de procesos y de calidad, los mejores métodos de producción, los manuales de instrucciones y los datos de los ensayos.

Los requerimientos sobre información reservada –pero no las patentes- carecen de un límite de duración legal, tienen una vida infinita y eso deja sin efecto –no una sino dos veces- el acuerdo original de una patente: permite que las empresas oculten la información necesaria al dominio público y esto sirve para impedir la competencia y extender el monopolio más allá de los términos acordados.

En esta, la era de la información no divulgada, los solicitantes ya no tienen obligación de mostrar garantías significativas a cambio de los monopolios que les concede el gobierno. En lugar de ello es suficiente con mostrar mapas parciales de tecnología que no están dispuestos a revelar en su totalidad: fragmentos intencionalmente diseñados para malograr, confundir y ocluir, dando a conocer algunos conocimientos necesarios aunque no suficientes para producir.

El nuevo régimen de propiedad intelectual encuentra formas para blindar sus valiosos secretos

Los actuales expertos en propiedad intelectual empleados por las empresas farmacéuticas son los herederos de los abogados de patentes cigar-chomping del siglo pasado y son, sin lugar a dudas, los responsables del crecimiento y del poder de las actuales industrias farmacéutica y biotecnológica (NdT la expresión alude a señores ricos y obesos que al fumaban habanos mordiéndolos). Aunque sus descendientes del siglo XXI no se perciben a sí mismos como abogados, sino como expertos en la estrategia de “sombreros blancos” con un doble juego de espionaje industrial, versados en el arte de la «inteligencia competitiva».

Luego de que en 1985 se aprobara la UTSA (Uniform Trade Secrets Act,) en las clínicas de las facultades de derecho patrocinadas por las empresas con el fin de ampliar y defender los monopolios comenzar a delinear una teoría unificada de la gestión de la propiedad intelectual. El de mayor influencia fue el Centro para el Derecho de la Innovación y el Emprendimiento de la Universidad Franklin Pierce, dirigido por Karl F. Jorda, un antiguo jefe de PI de la empresa farmacéutica suiza Ciba, que luego se fusionó con Sandoz y en 1996 formaron Novartis.

Jorda decía sobre este nuevo modelo, que los secretos comerciales se habían convertido en “las joyas de la corona de las empresas”, y que las patentes ya no serían más que la punta de un iceberg en medio de un océano de secretos comerciales” . Entonces, la misión de los nuevos profesionales expertos en PI ya no consiste en presentar de manera exitosa solicitudes de patentes para y de acuerdo a la cláusula constitucional de EEUU, “promover el progreso de la ciencia y las artes de utilidad” sino todo lo contrario. Según Jorda se trata de lograr una “integración sinérgica entre las patentes y los secretos comerciales a fin de conseguir una exclusividad inexpugnable”.

Y esta «exclusividad inexpugnable» es prácticamente inocua cuando protege fórmulas secretas de gaseosas o salsas raras para hamburguesas, pero no es divertida cuando impide a los países utilizar su derecho legalmente protegido para fabricar e importar medicamentos que salvan vidas. Y en eso consiste justamente lo que el diseño del nuevo régimen de propiedad intelectual intenta impedir.

En una conferencia de prensa que tuvo lugar en mayo de 2020, y como respuesta a un periodista que preguntó sobre la posibilidad de que se otorgaran licencias obligatorias a los países en desarrollo para levantar las patentes de las vacunas Covid, Thomas Cueni -el director de la asociación comercial mundial de la industria farmacéutica- se encogió de hombros y dijo lo que los ejecutivos de Moderna ocultaron de manera intencional. «Enfocarse en la PI de las vacunas muestra una incomprensión, porque con las vacunas todo depende de los conocimientos técnicos». «En la historia de la PI, nunca ha habido una licencia obligatoria para las vacunas porque realmente no resuelves el problema».

Detrás de las vacunas como Moderna existe una guerra global entre las empresas para proteger la propiedad intelectual.

La importancia de la “información no divulgada” entendida como una caja negra de la propiedad intelectual, al igual que el régimen de propiedad intelectual de la OMC del que forma una parte esencial, fueron un proyecto de EEUU.

Hasta 1970 la patente se pensaba como la mejor forma de obtener información relevante sobre una invención. Como consecuencia de un pánico generalizado frente a la competencia tecnológica –muy especialmente con el crecimiento de la economía asiática-, en 1985 la UTSA (Uniform Trade Secrets Acts) impuso un código cuasi nacional que eliminaba toda sombra de un sistema de propiedad intelectual estatal cuya vigencia databa del siglo XVIII

Esta ley, además que declarar que los secretos comerciales eran una subcategoría de la PI, también modificó su alcance mediante una definición tautológica: todo lo que logra tener «un valor económico independiente porque no es generalmente conocido o fácilmente determinable» y «es fruto de esfuerzos para mantener el secreto».

Con la Ley de espionaje económico de los EEUU del año 1996, la ley del 85 obtuvo un conjunto adicional de herramientas necesarias para convertir en un delito federal el robo de secretos comerciales, a los que definió con mayor precisión como aquello que una empresa «ha tomado medidas razonables para mantener en secreto» y «considera valioso». (Por cierto que ocho años antes de la aprobación de la Ley de Espionaje Industrial, la opinión pública pudo advertir la cara oscura de esos secretos comerciales, cuando los responsables administrativos de la Universidad de Florida enviaron a la cárcel a un estudiante acusándolo de haber “robado secretos comerciales”. El estudiante había utilizado algunos datos en su tarea de asistente de un proyecto de investigación conjunto de su universidad y una compañía de electricidad de Florida). Dos años antes, Washington logró colar un lenguaje similar en las cláusulas de propiedad intelectual del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA-TLCAN) y del Tratado de Marrakech de la OMC. Así pudieron globalizar -en la práctica- un cambio legal que gestionaron las mismas empresas y que rompieron el contrato social ligado con la propiedad intelectual.

La adopción de la política de secretos comerciales de los EEUU en el contexto de la OMC obviamente tiene importantes consecuencias para el derecho legal de las naciones a emitir las licencias obligatorias consagradas en la conferencia de Doha de la OMC, en el año 2003. Cuando los aspectos centrales de un proceso complejo biofarmacéutico se cierran con candado, la patente real del producto sólo sirve para hacer un avioncito de papel.

Como escribe Christopher Garrison, asesor jurídico del Centro Medicines, Law & Policy, «sin el acceso a los conocimientos técnicos, un tercero no podrá producir la invención de forma eficiente y comercialmente viable. Y continúa: «en la práctica, la explotación de la licencia obligatoria no sería viable. Incluso si un empleado de quien es propietario de una patente y de los conocimientos técnicos para producirlo, no estuviera de acuerdo en no permitir que el tercero fabrique y venda el producto en virtud de una licencia obligatoria concedida legalmente por motivos de salud pública, no podría revelar los conocimientos técnicos porque está amenazado con acciones legales en su contra.”

Esto favorece al titular de la patente en más de un sentido. Históricamente, las licencias obligatorias se han utilizado más como una amenaza que como un arma real. Cuando un gobierno tiene toda la información que necesita para iniciar la producción de genéricos de un medicamento, tiene una buena oportunidad de obligar al titular de la patente a sentarse a la mesa de negociaciones, dando a ambas partes la oportunidad de llegar a un acuerdo. En el primer año de la pandemia, India utilizó este poder para obligar a Gilead a conceder múltiples licencias para la producción local de remdesivir con descuento. Obviamente más famosa fue la estrategia que usaron Sudáfrica e India en su batalla para que las terapias combinadas para el SIDA tuvieran precios que pudieran pagar los países pobres y de ingresos medios.

Ahora bien, para que este arma de ataque de los débiles funcione, la amenaza debería ser creíble. Cuando una empresa farmacéutica sabe que su invento está bloqueado tanto por los secretos comerciales como por los conocimientos técnicos, puede ignorar la amenaza sin problema o incluso burlarse, como lo hizo Thomas Cueni al decir que algunas cerraduras no pueden abrirse.

Las vacunas que ocupan el debate actual sobre la propiedad intelectual nos permiten aclarar esta diferencia. A diferencia de lo que ocurrió con los antirretrovirales para el VIH/SIDA –que eran medicinas clásicas de “moléculas pequeñas” modificables de manera fácil con ingeniería reversa y se podían fabricar con la tecnología existente-, los medicamentos de base biológica y las vacunas de nueva generación son más complejos, y las tecnologías necesarias y las especificaciones de fabricación están protegidas por secretos comerciales, junto con materiales biológicos como las líneas celulares. Para adquirir esta información es necesaria la participación activa y voluntaria del dueño de la patente, que debe estar dispuesto a compartir sus secretos y mostrar cómo funcionan. Este aspecto es lo que en los acuerdo de licencia se denomina transferencia de tecnología.

En todos los campos de la tecnología de avanzada se muestra una reducción asombrosa de la utilidad de la patente tradicional. Casi el 80 por ciento de los acuerdos de licencia incluyen ahora cláusulas de transferencia de tecnología que cubren los secretos comerciales y otras formas de conocimiento no revelado. Según Robert Sherwood -un consultor internacional de PI-, los secretos comerciales son el «caballo de batalla de la transferencia de tecnología». Ya nada se puede construir sin secretos comerciales, y ninguna herramienta política -salvo una redada de la policía federal- puede obligar a las empresas a renunciar a ellos.

Imaginemos que un país solicitara ejercer su derecho a emitir una licencia obligatoria en la crisis de salud pública mundial. En primer lugar, debería tener la voluntad política y la fuerza como para poder desafiar el peso concertado de la multinacional farmacéutica y sus embajadas amigas.

Ante esta alternativa la empresa farmacéutica dueña de la patente posee tres opciones: impedir la licencia obligatoria con maniobras legales y amenazas privadas, proponer negociar un compromiso o, si la amenaza está relacionada con un medicamento defendido por una muralla de secretos comerciales, tranquilamente colocar el pulgar en la nariz y mover los dedos.

Si se diera esta tercera opción, los científicos dispuestos a fabricar la versión sin patente cuentan con la información parcial que se encuentra en los archivos públicos, y aún cuando se pudiera contar con la información para el trabajo final, deberían hacer lo mismo para cada uno de los componentes o ingredientes activos que incluso podrían estar cerrados bajo candado. Una matrioska de secretos comerciales.

Y aún cuando lograran superar tales obstáculos, los científicos deberían contar con un diseño de fabricación que funcionara aún sin poder acceder a cientos y quizás miles de secretos comerciales y fragmentos de conocimientos técnicos. Cuando los secretos comerciales no estaban aún en apogeo, las patentes estaban obligadas a informar sobre el «mejor método de producción» del producto. Pero a los dueños de las patentes se les permite hoy cumplir con normativas mucho más débiles para los métodos de producción; por ejemplo no revelar los detalles sobre el “mejor método” durante todo el tiempo que crea necesario. Huelga decir que los científicos tendrán que hacerlo sin el apoyo o la formación que el titular de la patente proporciona a sus licenciatarios que pagan tarifas de mercado.

Pero incluso si los científicos – propios o contratados- consiguieran superar todas las barreras y lograran producir una replica molecular exacta a la del medicamentos patentado, la tarea del gobierno no ha concluido. Sus científicos deben enfrentarse ahora al gran jefe de la propiedad intelectual farmacéutica, el reaseguro final del sistema contra la competencia de los genéricos de bajo costo.

El gran jefe suele estar sentado con los pies sobre el escritorio de la propia agencia reguladora del país, y se denomina DATA.

Las empresas pueden usar la «exclusividad de datos» para proteger sus monopolios

El derecho de propiedad intelectual sobre los datos es lo que parece: un derecho para controlar de manera exclusiva los datos reunidos en el proceso de la investigación, el desarrollo y las pruebas de un nuevo medicamento o vacuna. Estos derechos de control de datos servirían para distintas cosas. Durante las primeras etapas de la “carrera de las vacunas”, por ejemplo, se usan para impedir que se divulguen los fracasos o los cul-de-sac, evitando así que los científicos de la competencia tengan ventajas. Al comienzo de la pandemia varios defensores de la ciencia abierta sugirieron la creación de PI y fondos de conocimiento para lograr la colaboración y en el intercambio de conocimientos, en lugar de impedirlo. No cabe duda de que los beneficios de los datos abiertos parecían más que evidentes cuando se realizaban ensayos de vacunas en humanos a gran escala.

Sin embargo, los ensayos comparativos globales y transparentes anunciados por la Organización Mundial de la Salud no se llevaron a cabo, simplemente porque en la industria farmacéutica y biotecnológica los datos son los resultados de los ensayos que se presentan a los organismos reguladores. Obviamente algunos datos se publican y forman parte del proceso de aprobación, otros se publican en revistas médicas, otros se difunden en sitios que ofrecen datos sobre los ensayos y las normativas, aunque las empresas se reservan el control de los datos esenciales que prueban la seguridad y la eficacia de los medicamentos. No contar con estos datos implica costos inalcanzables y barreras regulatorias para la elaboración de genéricos.

“Si la empresa original tiene la exclusividad sobre los datos del ensayo -como bien dice K.M. Gopakumar que es asesor jurídico de la Red del Tercer Mundo- no habrá otra opción que repetir todo y reinventar la rueda», aún cuando se pueda copiar en su totalidad la invención original y no exista una patente sobre el otro producto, la reivindicación de los datos protegidos convierte a las agencias reguladoras en las ejecutoras de los secretos comerciales.»

Las empresas farmacéuticas han construido una industria edificada sobre mentiras acerca de los costos del desarrollo de nuevos medicamentos, aunque ahora no mienten cuando dicen que los ensayos clínicos son gravosos. Por cierto, lo son tanto que las empresas de genéricos con frecuencia no pueden permitirse realizarlos, y por esa razón se concentran en mostrar que su producto es casi idéntico al medicamento original. De ahí que las agencias reguladoras aprueban el medicamento genérico a partir de los datos del ensayo original. Pero cuando la empresa de marca tiene exclusividad sobre sus datos, ya no es posible hacerlo.

En los distintos países hay variaciones sobre los tiempos de duración de la exclusividad de los datos, aunque por lo general se amplían – por la presión de los países del norte sobre el sur en las negociaciones comerciales bilaterales- como ocurrió recientemente con el acuerdo Estados Unidos-México_Canadá. Cuando otros cerrojos de la propiedad intelectual no son suficientes para detener a un posible competidor, los datos pueden sirven como cerrojo final muy eficaz.

Un abogado de patentes, Christophen Moren, que fue representante de la industria farmacéutica y ahora es profesor en la Universidad de New York- opina que «en la década de 1990, las patentes se consideraban el principal rompecabezas que debían resolver los defensores del acceso a los medicamentos», aunque «hoy (el principal rompecabezas) son los datos de los ensayos clínicos patentados, las exclusividades reglamentarias y otras formas de exclusividad no relacionadas con las patentes».

Pues bien, cuando las empresas farmacéuticas ya no tienen otras opciones aún les queda esgrimir la exclusividad de los datos, incluso para proteger los reclamos de monopolio más débiles y vulnerables en apariencia. Un caso evidente es el de GSK (GlaxoSmithKline), que usó datos de ensayos exclusivos para crear y controlar un mercado de aceite de pescado de uso médico no patentado, valuado en miles de millones. Es común que los datos exclusivos den lugar a la existencia de monopolios zombis que vagan por la tierra mucho tiempo después de que la patente del producto expire.

Con la firma del acuerdo del “Área de libre comercio profunda y completa” (DCFTA) entre la Comunidad europea y Ucrania en el año 2016, se puso en evidencia un fenómeno insólito. A consecuencia de tal acuerdo, Ucrania fue obligada a adoptar la política de la Comunidad europea y otorgar ocho años de exclusividad de datos a las industrias farmacéuticas. En ese momento Ucrania exportaba a Egipto la versión genérica del costosísimo tratamiento contra la hepatitis C, de Gilead.

Lo insólito es que aún no teniendo la patente de su medicamento de marca en Ucrania, la empresa Gilead demandó al gobierno por violar sus datos de ensayo, que Kiev había utilizado para conceder una licencia al genérico egipcio (químicamente idéntico). Gracias a ese pacto comercial con la Comunidad europea, Ucrania se vio obligada a revocar la licencia de la empresa egipcia y conceder a Gilead un monopolio retroactivo y de facto sobre su versión de marca, de mil dólares por pastilla del medicamento.

Los ejecutivos de Moderna que con un dejo de amabilidad ofrecieron suspender temporalmente la aplicación de la patente saben perfectamente bien de qué se trata. Si las patentes tuvieran guardadas las joyas de la corona de la riqueza de la propiedad intelectual de sus empresas –importante aunque legalmente vulnerable- no lo habrían ofrecido al mundo.. Pero no la tienen y no la han tenido desde hace un tiempo. Exclusivamente en los libros de historia y en los relatos de Mark Twain la patente todavía se considera un como el símbolo de un trato justo -a corto plazo- entre los inventores y la sociedad, entendido como una recompensa temporal que se otorga para lograr a largo plazo la difusión del conocimiento que redundará en considerable beneficio social.

Debemos abandonar las ideas decimonónicas de las patentes si queremos verlas como lo que realmente son: uno de los tantos componentes que constituyen la fortaleza de la propiedad intelectual, esa “exclusividad invulnerable” como dijo sin atisbo de vergüenza Jorda, el teórico de IP y otrora ejecutivo de CIBA.

Alexander Zaitchik periodista que escribe en The Nation, The New Republic, the Intercept, Rolling Stone, the Guardian, Foreign Policy, the Baffler, the International Herald Tribune, Wired, the San Francisco Chronicle y The Believer, entre otros.

Fuente: https://jacobinmag.com/2021/04/moderna-patents-covid-19-vaccine
Traducción: María Julia Bertomeu para sinpermiso.info

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