Vicenç Navarro
Como consecuencia de haber vivido bajo la dictadura fascista existente en España durante mi infancia y juventud, sé cómo reconocer a un fascista en cuanto lo veo. Y reconozco a Trump, en EEUU, como alguien que encaja en esta definición. Como ocurrió y continúa ocurriendo con el fascismo español, lo que define al trumpismo es un nacionalismo extremo, que considera a los EEUU como una nación designada por Dios para salvar al mundo del comunismo -que supuestamente controla al Partido Demócrata actual-, intentando recuperar un pasado imperial justificado por la superioridad de la raza blanca a la cual, se asume, pertenece la mayoría de la población del país. Tiene un ideario hostil hacia lo ajeno, bien sea inmigrante o alguien de raza o grupo étnico considerado inferior, indigno de ser ciudadano de pleno derecho en esa nación privilegiada. Su movimiento político es profundamente conservador y reaccionario, con una visión machista que se manifiesta en su desprecio hacia cualquier forma de humanismo, en su odio hacia la fragilidad humana y en su visión caudillista del poder, exigiendo fe ciega en el dictador, considerando al Estado como un mero instrumento de poder personal, autoritario y antidemocrático. Se presenta también profundamente religioso de sensibilidad cristiana y beligerante contra el conocimiento científico y, muy en particular, contra el que se centra en áreas de salud pública, sanidad y temas sociales y ecológicos, a los que ridiculiza constantemente. Hay muchísima evidencia que apoya la existencia de cada una de estas características en el discurso y la práctica política de Trump. Y aun así, millones de estadounidenses lo consideran su líder, al que muchos de ellos consideran dotado de poderes sobrenaturales (entre otras cosas, por su supuesta recuperación del coronavirus en solo tres días), que está conduciendo al país hacia un futuro en el que se recuperará un pasado idealizado, que había sido mejor que el presente. Desprecia la democracia y no duda en recurrir incluso a la violencia física y a la represión más brutal para lograr sus fines. No ha desautorizado a grupos armados de ultraderecha que han atacado a grupos en defensa de los derechos civiles y, muy en concreto, a grupos en contra de la discriminación racista.Y, también como con el fascismo español (más conocido en España como franquismo), el discurso trumpista oculta una enorme ambición por conseguir la máxima riqueza personal posible, utilizando todos los aparatos del Estado a su alcance para su beneficio individual (incluyendo también el de su familia), habiéndose convertido en uno de los presidentes más corruptos que ha tenido EEUU, como ha documentado con gran detalle The New York Times. Se presenta también con un discurso contra el establishment mediático y político liberal, centrado en la administración federal con base en Washington (al que define como «ciénaga pantanosa, llena de podredumbre»), canalizando el enfado de grandes sectores de la población (sobre todo de la clase trabajadora blanca) hacia dicha administración federal, a la cual consideran controlada por una mafia liderada por «negros y feministas radicales» que usan los recursos públicos para coaptar a los dirigentes de los movimientos negros y de las feministas de clase alta representadas por la Sra. Hillary Clinton. Su principal hostilidad política es hacia el presidente Obama y esta excandidata demócrata a la presidencia, la citada Hillary Clinton, a los cuales (junto con Biden) quiere enjuiciar y encarcelar.
¿Quién apoya a Trump en EEUU?
Lo que es sumamente preocupante es que, según las últimas encuestas publicadas en The New York Times, el 40% del electorado apoya a Trump, apoyo que alcanza unos niveles de movilización activa e incluso agresiva hacia aquellos que no comulgan con sus creencias. Trump ha instrumentalizado el Partido Republicano, radicalizándolo y convirtiéndolo en su propiedad privada. Y lo que es incluso más notorio y preocupante es que el grupo social que le es más fiel y leal es precisamente la clase trabajadora blanca, que constituye la mayoría de la clase trabajadora estadounidense. Según The New York Times, los estadounidenses sin estudios medios y superiores (clase trabajadora) apoyan primordialmente al candidato Trump (a excepción de negros y latinos).
Aunque las mismas encuestas señalan una ventaja de los que apoyan a Biden, ello no significa que Trump vaya a perder las elecciones. En realidad, no sería la primera vez que un candidato republicano gana las elecciones presidenciales a pesar de haber recibido menos votos que el candidato demócrata. Ello pasó tanto en el año 2000, cuando Bush ganó a Al Gore pese a haber conseguido medio millón menos de votos, y en 2016 cuando Hillary Clinton perdió las elecciones con 3 millones más de votos que Trump. Ello es resultado de varios hechos, siendo uno de los más importantes el que el presidente del país no es elegido por los votos directos de la ciudadanía, sino por el Colegio Electoral, en un sistema muy poco proporcional (en realidad, no tiene nada de proporcional) que premia a unos estados más que a otros.
Trump puede conservar la presidencia, aunque perdiera las elecciones. Cómo está planeando su estrategia
Otra causa de que Trump pudiera continuar siendo presidente (después de las elecciones del 3 de noviembre, a pesar de haber conseguido menos votos) es, además del sesgo conservador del Colegio Electoral, el dominio que las fuerzas conservadoras ejercen sobre el sistema judicial, que tiene que dirimir quién gana las elecciones a nivel local, estatal (equivalente al gobierno autonómico en España) y federal, cuando hay conflicto entre los dos partidos, el Republicano y el Demócrata, en cuanto al recuento electoral. Trump ya ha dado órdenes a sus seguidores (incluyendo algunos grupos armados) para que estén presentes en los centros de votación para vigilar el escrutinio e interrumpirlo en caso de que se detecten irregularidades. Y a nivel presidencial, es el Tribunal Supremo el que decide y ratifica el resultado electoral. En realidad, este Tribunal Supremo ha intervenido en varias ocasiones para que ganara el candidato republicano. El caso más reciente fue la derrota de Al Gore en el año 2000, que obtuvo más votos que Bush hijo, republicano. En esa ocasión, el Tribunal Supremo falló a favor del candidato republicano, en la lectura sesgada que hizo de los resultados del Estado de Florida, en el que dicho tribunal decidió que el recuento final favoreciera al candidato que sería el presidente más tarde, el Sr. Bush.
Este sesgo derechista del Tribunal Supremo explica la estrategia que seguirá el Trump derrotado en las elecciones presidenciales, habiendo ya declarado que no aceptará el resultado de las elecciones en caso de que estas den mayoría a Biden, el candidato demócrata, lo que Trump atribuirá a irregularidades y manipulaciones del Partido Demócrata en el proceso electoral. De ahí que Trump haya propuesto llenar la vacante del Tribunal Supremo derivada de la muerte de la juez Ruth Bader Ginsburg, proponiendo como candidata a una juez muy joven, Amy Coney Barrett, profundamente conservadora y católica, que en su discurso a graduados de la Facultad de Derecho de la Universidad Católica de Notre Dame, afirmó que «el objetivo de la ley es asegurarse de que se siga la voluntad de Dios en la sociedad». Actualmente, cinco de los nueve miembros del Tribunal Supremo ya son católicos, con lo cual la elección de dicha candidata por parte del Senado, controlado por los republicanos, daría una clara mayoría a los conservadores. La mayoría de la comunidad católica blanca apoya a Trump.
¿Por qué la mayoría de la clase trabajadora apoya a Trump? El surgimiento y auge de la hostilidad hacia el establishment político-mediático del país
Por raro que pueda parecer, es muy fácil de ver y entender este apoyo. En realidad, es bastante parecido a lo que ha estado pasando en muchos países de Europa, incluyendo España. Y como ocurre también en Europa, para entender el auge de la ultraderecha en EEUU hay que analizar y entender lo que ha pasado en las democracias a los dos lados del Atlántico Norte, y el fracaso de las izquierdas gobernantes en los últimos años, resultado de su abandono de la socialdemocracia y su conversión al neoliberalismo.
Esta transformación de la socialdemocracia al neoliberalismo (característica de la Tercera Vía) ha ido ocurriendo masivamente desde el mandato del presidente Clinton. Fue durante su mandato cuando se acentuó la sensación de desengaño de la clase trabajadora estadounidense con el Partido Demócrata (partido que en su día, en tiempos de Roosevelt, se había presentado como The People’s Party -el Partido del Pueblo-). El centro de esta conversión fueron los tratados de libre comercio que facilitaron la globalización económica de las grandes empresas industriales de EEUU.
Clinton, que había ganado las elecciones de 1992 con un programa relativamente progresista (heredado, en parte, de la campaña de Jesse Jackson –al cual tuve el honor de asesorar– en 1988), cambió y pasó a apoyar la propuesta del presidente Bush de establecer el tratado de libre comercio entre EEUU, Canadá y México (NAFTA), causa de que el Partido Demócrata perdiera las elecciones al Congreso de 1994 (perdiendo a la vez el control del Senado, debido a la abstención generalizada de la clase trabajadora, que se oponía a dicho tratado). Esta política de promoción de la globalización neoliberal (típica de la Tercera Vía que Clinton inició y Blair replicó en la Gran Bretaña) se tradujo en la deslocalización de empresas manufactureras estadounidenses a otros países con salarios mucho más bajos. La pérdida de buenos puestos de trabajo en la industria estadounidense creó una enorme crisis en los barrios obreros industriales de EEUU. Un ejemplo de ello es el mayor barrio obrero blanco de Baltimore, Dundalk (la mayoría de cuyos habitantes trabajaban en la industria siderúrgica), que pasó de ser un barrio con un elevado nivel de vida a un barrio muy pobre cuando los altos hornos de la industria del acero (uno de los principales creadores de empleo de la ciudad) dejaron Baltimore. Hoy es un barrio decadente y pobre. En 2016 sus electores votaron masivamente a Trump y, probablemente, volverán a hacerlo en unos días. Si se pasean por ese barrio estos días, podrán ver posters de Trump por todas partes.
En 2016, el Partido Demócrata estaba además liderado por la ministra de Asuntos Exteriores del gobierno Obama, la Sra. Hillary Clinton (referente del movimiento feminista), gran defensora de la globalización neoliberal que ha comportado grandes ganancias de las empresas a costa de una gran pérdida de puestos de trabajo en EEUU. Las elecciones de 2016 fueron precisamente una lucha entre la figura del establishment del Partido Demócrata (un partido liderado por la clase profesional de renta alta, con claras conexiones con grupos financieros como Wall Street), la Sra. Clinton, que había sido la máxima promotora activa de la globalización económica en la Administración Obama, versus el candidato antiestablishment liberal, el Sr. Trump. Ella era la referencia del nuevo Partido Demócrata, que abandonó las políticas de clase (como la redistribución de la riqueza para favorecer a las clases populares a costa de la disminución de los privilegios de las grandes corporaciones financiera y económicas del país), para favorecer las políticas identitarias, encaminadas a la integración de las minorías y de las mujeres (especialmente, las de clase media alta) en las estructuras de poder. Fue en ese momento cuando la clase trabajadora abandonó masivamente el Partido Demócrata. De ahí que muchos barrios obreros blancos que habían votado a Obama en 2012 votaran a Trump en 2016.
El abandono por parte del Partido Demócrata de las políticas de clase, de carácter redistributivo, y su sustitución por las políticas identitarias
Esta pérdida de la base electoral de la clase trabajadora convirtió al Partido Demócrata en el partido de las clases medias, abandonando a las clases trabajadoras. En realidad, incluso el término «clase trabajadora» prácticamente desapareció del discurso del Partido Demócrata, sustituyéndolo por el de «clase media». Esta transformación se justificó indicando que la clase trabajadora se iba desplazando y subiendo en la estructura social pasando a ser clase media. Esta percepción nunca se correspondió con la realidad. De hecho, si se le pide a la población a qué clase pertenece, hay más estadounidenses que se consideran de clase trabajadora que de clase media. En realidad, en lugar de este «ascenso social» de la clase trabajadora a la clase media, hemos visto lo contrario, el empobrecimiento de grandes sectores de las clases medias que ahora son clase trabajadora, en un proceso definido como la «proletarización de las clases medias», consecuencia de los cambios de las condiciones de trabajo de los grupos profesionales que han ido perdiendo más y más autonomía profesional para convertirse en meros empleados de las grandes empresas. Por otra parte, la pandemia ha mostrado claramente la existencia e importancia de la clase trabajadora, la gente cuyo trabajo no le permitió confinarse, y que contribuyó como ninguna otra a la supervivencia a todos los demás. Ello ha ocurrido en EEUU y en todos los países capitalistas desarrollados.
Han sido las políticas neoliberales impuestas por los partidos gobernantes de izquierdas las que han causado el gran declive tanto en su militancia como de su base electoral. Los datos así lo muestran. En España, también ocurrió con la conversión del gobierno Zapatero, en su segunda etapa, cuando se aplicaron las políticas neoliberales. En Francia y en Italia, los partidos socialdemócratas casi han desparecido. De ahí que el obrero del cinturón rojo francés que votaba a las izquierdas pasara a votar al Frente Nacional de Le Pen; y que aquí en Baltimore, los trabajadores pasaran de votar al Partido Demócrata a votar a Trump.
¿Cuál sería la alternativa?
El Partido Demócrata de EEUU no es un partido de izquierdas. Durante muchos años fue próximo a la Internacional Liberal, la misma federación de partidos a la que perteneció durante muchos años Convergència Democràtica de Catalunya o CDC (el partido nacionalista -hoy independentista- mayoritario en las derechas catalanas) y Ciudadanos. No hay en aquel país partidos mayoritarios de izquierda, ya sean socialdemócratas o comunistas. Tales partidos son muy minoritarios y actúan como corrientes dentro del Partido Demócrata, y su fuerza se ve reflejada durante las primarias. El sistema electoral en EEUU no permite un sistema distinto al bipartidista, polarizado entre el Republicano (hoy ultraderecha) y el Demócrata (mayoritariamente liberal con también corrientes de izquierdas). Biden es muy representativo del establishment liberal, y representa una sensibilidad de centro derecha. Es cierto que las izquierdas dentro del Partido Demócrata han aumentado notablemente su influencia, lideradas por Bernie Sanders, un político perteneciente al Partido Socialista estadounidense, que conserva su vocación socialdemócrata, próximo a los partidos socialdemócratas escandinavos. Estas izquierdas han sido muy influyentes durante la campaña electoral, configurando en gran medida el debate alrededor de una serie de propuestas progresistas, como la de establecer un sistema nacional de salud y un cuarto pilar del bienestar, es decir, los servicios de ayuda a las familias.
Sin embargo, Biden, que es una persona de gran astucia y experiencia política, ha diluido su liberalismo y ha hecho suyas algunas -pero no todas- de las propuestas de Bernie Sanders, hablando explícitamente de clase trabajadora y de la necesidad de cambiar e interrumpir la exportación de puestos de trabajo, dando prioridad a la población nacional y penalizando la dicha deslocalización. El gran interrogante es saber si podrá convencer a la base electoral perdida durante décadas de políticas neoliberales de que su compromiso social es creíble. Ayuda el apoyo que le brinda Sanders, pero lo que está por ver es si los seguidores de Sanders, sobre todo los jóvenes, se sentirán suficientemente interpelados para movilizarse a favor de Biden. En realidad, tanto en 2016 como en esta ocasión, Sanders habría sido el que hubiera podido canalizar el enfado que Trump había conseguido. Las encuestas mostraban que en 2016 Sanders podía haber ganado a Trump, pero el aparato clintoniano del Partido Demócrata destruyó su candidatura. Algo muy parecido a lo que ha ocurrido en 2020.
El futuro de EEUU
El futuro de EEUU se juega en los próximos tres o cuatro meses y depende, en parte, de quién sea reconocido como presidente. Ahora bien, gane o no gane Trump, los próximos meses serán dificilísimos, y no se descarta la posibilidad de que intervengan las fuerzas de seguridad y el ejército en la represión o resolución de las tensiones. Ya intervinieron cuando Trump envió tropas federales para reprimir movilizaciones sociales en varias partes del país. En realidad, algunos sectores de los sindicatos estadounidenses (AFL-CIO) han propuesto hacer una huelga general en caso de que el presidente Trump no respete los resultados de las elecciones del 3 de noviembre, propuesta que podría ser tomada en consideración (leer el artículo «Labor Prepares for Last-Minute General Strike If Trump Tries to Steal Election», Truthout, 22.10.20).
En cuanto al Partido Demócrata, su futuro depende de las movilizaciones sociales que han ido emergiendo para pedir un cambio sustancial en el partido que permita un giro fundamental en sus políticas.
¿Tiene el Partido Demócrata posibilidad de cambiar?
No es nada difícil entender qué es lo que debería hacer el Partido Demócrata para debilitar el fascismo y recuperar el apoyo de la clase trabajadora blanca. En primer lugar, debe promover programas de cobertura universal, es decir, que empoderen social y políticamente a la ciudadanía estadounidense, principalmente mediante el establecimiento de un programa nacional de salud que garantice el acceso a los servicios sanitarios (derecho que aún no existe en EEUU). Este programa debe sustituir el carácter asistencial de las políticas públicas federales, como el Medicaid, diseñado para las familias pobres -también denominadas «familias humildes»-, y las poblaciones vulnerables, que la clase trabajadora cree, erróneamente, que son los negros (en realidad, la mayoría de los pobres son blancos). Es bien conocido que los programas universales (que afectan a todos los ciudadanos y residentes) son más populares que los asistenciales (solo para grupos llamados «humildes» o «vulnerables»), como son la mayoría de los servicios y transferencias del Estado del Bienestar estadounidense (el trumpismo acusa al gobierno federal de ayudar solo a los negros y a las mujeres de rentas altas). Otra medida esencial es el empoderamiento de las clases trabajadoras y el aumento de su capacidad adquisitiva, facilitando una sindicalización hoy muy dificultada por las políticas aprobadas por el Congreso, que deberían ser revertidas. Y, por supuesto, aumentar la inversión pública, tanto en las áreas sociales como económicas, transfiriendo fondos del complejo militar-industrial a los sectores sociales y ecológicos. Que ello ocurra o no va a depender de la relación que exista entre las nuevas izquierdas que se movilizaron a raíz de la candidatura de Bernie Sanders en 2016 y que han continuado en 2020, y la nueva dirección del Partido Demócrata y su aparato liberal, que marcaría los términos del debate político en caso de que ganara Biden. En caso de no prevalecer las nuevas izquierdas, el fascismo o trumpismo continuará vigente e incluso aumentará para desgracia del pueblo estadounidense y de la humanidad.
Catedrático Emérito de Ciencias Políticas y Políticas Públicas, Universitat Pompeu Fabra; Profesor de Public and Social Policy en The Johns Hopkins University y Director del JHU-UPF Public Policy Center