Donald Trump, el parto de los montes

Luis Manuel Arce

Trump

Las últimas elecciones presidenciales de Estados Unidos, y la pésima reacción de Donald Trump a su derrota, dan una imagen tan parecida a las repúblicas bananeras creadas por ellos mismos, que da horror por sus terribles historias golpistas, antidemocráticas, de represión y violencia.

Los llamados de Trump a sus seguidores recuerdan aquellas negras épocas de las cañoneras e imposición de gobiernos, militares o civiles, pero todos con el mismo sello de los tristemente célebres gorilatos en América Latina y el Caribe.

Con una polarización extrema en el país más armado del mundo, tanto en el aspecto militar como en el civil, llamados a la desobediencia civil y a la ruptura del orden institucional como no reconocer los resultados electorales, son de peligro mayor.

Trump, con su acostumbrada soberbia, el uso indiscriminado de la cultura del miedo practicada en sus cuatro años de gobierno tanto en política interna como externa, puntualiza como nadie imaginó, una franca decadencia del imperio, casi al calco de la descomposición del imperio romano desde la muerte de Marco Aurelio hasta la debacle del imberbe Rómulo Augústulo, último emperador impuesto por su padre el general Flavio Orestes.

Estados Unidos vive desde la época de Ronald Reagan con su teoría de la globalización neoliberal que puso de cabezas al mundo, otra especie de Edad Oscura de Roma de cuyas tinieblas salieron solamente después del cambio de su sistema económico esclavista y la eliminación de sus relaciones de producción discriminadoras.

Hay pocas dudas de que el neoliberalismo está en quiebra y de que un tipo nuevo de globalización se abre paso, aunque sus contornos aún no estén bien definidos.

En ese contexto de declinación sistémica surge como salvador Trump con el mismo aspaviento que los montes en la fábula de Esopo, porque la estructura del imperio presentaba cuarteaduras severas que denotaban fallas graves en sus cimientos y era necesario corregirlas.

Hasta el papa Francisco advirtió de que el mundo no transitaba por una época de cambios, sino más sustancialmente por el inicio de un cambio de época precipitado por un cáncer neoliberal que con su brutal y atroz concentración del capital, hizo metástasis en todo el tejido social capitalista y lo llevaba a la tumba.

Las elecciones de 2016 revelaron de la forma más angustiante esta realidad pues por vez primera asomaron a la superficie los huesos carcomidos del establishment imperial para dirimir a la luz del día las discrepancias internas de cómo liderar y conducir los cambios que se avecinaban, y dentro de ese gran poder surgieron dos tendencias divergentes.

Una tradicionalista con pretensiones de regresar a la época de oro del liderato universal de Estados Unidos y su presunta grandeza, encabezada por los nostálgicos del Plan Marshall y la Reaganomnics, y otra moderna, con una visión social más pragmática cuya punta estratégica se acercaba a un acuerdo global para una redistribución de la riqueza más abarcadora y menos concentradora.

Ambas compartían, y comparten, el fallo histórico de mantener su vista fija en las ramas del problema, no en sus raíces, y sus diferencias, por tanto, no son tanto de contenido como de forma de actuación y de forzar soluciones.

En aquel año, 2016, el Partido Demócrata fue factor decisivo en la creación de condiciones para que Donal J. Trump se convierta en protagonista de lo que ha venido ocurriendo desde entonces, al obtener sorpresivamente una victoria que presuntamente estaba en manos de Hillary Clinton.

Ambos tuvieron el raro mérito de sacar de la penumbra la figura del establishment -siempre a las sombras- y mostrarlo como un poder ya no tan monolítico en cuanto a la escogencia de sus candidatos a líderes, y con una ya visible capacidad de decisión disminuida.

La importancia de la Clinton en esta historia radica en que representó lo negativo del pasado, incluida la globalización neoliberal republicana expropiada por los demócratas y causa del debilitamiento de Estados Unidos (pérdida de grandeza, decía Trump) que le obligó a compartir con Alemania, Francia y Reino Unido un unilateralismo mundial el cual duró menos que lo imaginado. Fue el trigo que nutrió a Trump.

Para la otra derecha estadounidense, la más radical y más temerosa al cambio -los neoconservadores multimillonarios a los que pertenece Trump- había una urgencia de reconquistar la época de oro del Estados Unidos de la guerra fría y la expansión del capital financiero cuya exportación a todos los rincones del planeta lo colocó en el cenit del hegemonismo.

Tal encrucijada, sin embargo, no se abría en exclusiva para Trump como exponente de los grandes activos acumulados de los neoconservadores, sino también hacia el extremo opuesto –es decir, fuerzas emergentes en las antípodas republicanas divorciadas del establishment demócrata- que encontró un líder antagónico en el senador Bernie Sanders, autodenominado socialista independiente.

El parto de los montes se hizo más difícil por las tres visiones diferentes de cómo dominar el cambio de época, expresadas en Trump, Clinton y Sanders. Fue Trump quien logró desbancar a sus contendientes dentro y fuera de los partidos gracias a una decisión in extremis del establishment. Sanders fue eliminado por la propia cúpula demócrata, y Hillary fue decapitada por los neoconservadores de ambos partidos, aun cuando las encuestas le otorgaban la victoria,

un falso fenómeno de apreciación que movió a la intriga y la investigación.

Intempestivamente para unos, previsto por otros, Trump ganó las elecciones a Hillary en noviembre, y el 20 de enero se instaló en la Casa Blanca. El parto de los montes se concretaba, el establishment parió un ratón.

Curiosamente, la historia de 2020 en estas elecciones la pintan los mismos pinceles que la anterior, con la diferencia de que los colores son diferentes, el azul se impuso pero en un panorama muy preocupante porque la división de la sociedad en dos polos muy bien definidos, se vuelve a confirmar. Setenta millones de estadounidenses votaron a favor de Trump, y 78 por Joe Biden.

Es muy probable -aunque es parte del campo de la especulación- que si el oponente de Trump hubiese sido Sander- el balance hubiese sido aún más favorable para los demócratas. Pero sucedió lo mismo. La cúpula derechista se impuso en las internas de ese partido.

Para Trump, que en su elección de 2016 valoró muy alto el voto electoral que ganó con 306 puntos, y desmeritó el voto popular que perdió holgadamente frente a Hillary, la ecuación cambió ahora y toma de estandarte la decisión de la gente que divide las aguas.

Esa circunstancia, inesperada según las encuestadoras, le da una oportunidad a Trump para hacer florecer sus mentiras como verdades y llamar con fuerza a la rebelión de esa masa que lamentablemente no es producto de su imaginación ni sus trampas porque el voto está documentado. Es su base para hacer creer a esos millones que su acusación de que le robaron la presidencia es real, aunque no pueda aportar pruebas.

Trump, soberbio e irresponsable empedernido, retoma ahora con la rabia de la derrota, su preciada arma de la política del miedo y se da el lujo de advertir, sin miedo a las consecuencias judiciales que en otras circunstancias al menos serían investigadas, que entre la fecha de hoy y el día 20 de enero -cambio de mandato- pueden ocurrir muchas cosas.

En un mundo tan volátil como el que vivimos, y en un país donde la impunidad para asesinar es tan evidente, la cultura del miedo que gana terreno en la mentalidad de políticos como Trump, puede conducir a grandes desastres.

Hay hechos importantes que le corresponde juzgar al pueblo de los Estados Unidos. En las elecciones de 2016 votaron contra el continuismo porque había que cambiar un sistema que hacía aguas, pero el presidente escogido fue peor que la enfermedad y profundizó la crisis del espíritu como nunca antes.

En 2016 escogieron al individuo que destrozó de una manera irreflexiva todo instrumento de equilibrio mundial, como los tratados de París, del mercado común de Asia Pacífico, y de la prevención del desarrollo de armamento nuclear por Irán, y convirtió a Estados Unidos y a él mismo, en factor de riesgo por sus propios aliados principales.

Ahora tuvieron que escoger entre Trump y todo lo malevo de su pensamiento político e ideológico, entre apagar el fósforo en sus manos cercano a la mecha de la guerra, o avivar su fuego, y en estos momentos sus 70 millones deben hacerlo entre las normas constitucionales, el respeto a la democracia, o su violación. En la disyuntiva más dramática, entre la guerra y la paz.

Trump se ha dado el lujo de asaltar en sus cuatro años de gobierno el pensamiento racional desde la cotidianidad de la persona humana, al influjo de la cultura del miedo, fuente de todo lo que es malo en el desarrollo de nuestra especie.

Parece que a los estadounidenses les llegó la hora de hacer un juicio de valor sobre todo lo que sustente su realidad contemporánea y asumir que ese gran país vive con Trump bajo un manto de tinieblas como la Edad Oscura del imperio romano, y que en 2016 el establishment se equivocó y en su parto para enfrentar el inevitable cambio social, parió un ratón.

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