Luis Paulino Vargas Solís
En lo esencial, resucita aquí el espíritu de Ronald Reagan. Las tesis teóricas subyacentes son las mismas: las de la “economía de la oferta” que asimismo son –sinónimo exacto– las de la “economía del goteo”. O sea, la idea de que hacer más rico a los superricos promoverá la inversión y el empleo y, por esa vía, en algún momento, quién sabe cuándo, la copa se rebalsará y algunas gotitas de tales excesos de riqueza concentrada, “bendecirán” a los grupos de ingresos medios y a los más pobres.
La historia nos demuestra que esas políticas de Reagan fueron una de las fuerzas motrices que empujaron hacia la deriva especulativa y financiarizada del capitalismo estadounidense. Un proceso que se desplegó a lo largo de los decenios siguientes, y que repercutió en una dinámica empobrecida de la productividad y masivos procesos de desindustrialización que hoy se visibilizan en el llamado “cinturón de óxido”: una amplia región, sobre todo el noreste de Estados Unidos, incluyendo estados que circundan los Grandes Lagos, y que arrasó ciudades tan importantes como Baltimore, Búfalo, Chicago, Cincinnati, Cleveland, Detroit, Milwaukee, Filadelfia, Pittsburgh, Rochester y San Luis.
Pero, además, ahí inició un movimiento hacia el ahondamiento de las desigualdades que, como bien han demostrado economistas como Tomás Piketty y Emmanuel Saenz, hizo perder a Estados Unidos todos los importantes avances logrados durante el período posterior a la Segunda Guerra Mundial, hasta reinstaurar los abismos de desigualdad que existían en los “rugientes años veinte” del siglo pasado, previos a la Gran Depresión.
Y, en fin, sucede que, hoy, Estados Unidos es, con enorme diferencia, el país rico más desigualitario.
Esta “bella” ley, reitera muchos de los énfasis que, en su momento, Reagan impuso, y que luego se reiteraron con Bush hijo y el primer gobierno de Trump. Pero los amplifica y endurece de diversas formas:
1) Masivos recortes de impuestos a los muy ricos y a las grandes corporaciones, los cuales se vuelven permanentes.
2) Recortes a los programas sociales, incluyendo los de atención a la salud para personas pobres y los subsidios alimenticios, a lo cual se suman complicados procesos burocráticos que, con seguridad, harán que mucha gente quede excluida. Por razones entendibles, la cuestión resultará especialmente intimidante para personas migrantes. Todo esto resulta aún más dramático, siendo que Estados Unidos tiene la más baja esperanza de vida entre los países ricos: 4 o 5 años por debajo de Dinamarca, Francia, España, Suecia o Noruega. Incluso dos años menos que nuestra pequeña Costa Rica.
3) Incremento sustancial del gasto militar, incluyendo el desarrollo de su “Golden Dome” o “Cúpula Dorada”, que, presuntamente, protegerá a Estados Unidos de cualquier misil que fuese lanzado contra su territorio (algo que también recuerda la “guerra de las galaxias” que, en su momento, quiso lanzar Reagan).
Pero Trump aporta nuevos elementos ausentes en Reagan:
4) Incremento sustancial de los presupuestos para la ICE, la agencia de seguridad encargada de perseguir, capturar y expulsar a los migrantes, lo cual la convierte, con mucha diferencia, en el cuerpo policial mejor financiado, muy por delante del FBI o nuestra conocida DEA.
5) Prácticamente desmantela e inutiliza programas, creados durante el gobierno de Biden, para promover el desarrollo de la energía eólica y solar. Eso implica regalarle la iniciativa a China, que ya es líder mundial en esas formas alternativas de energía.
6) En correspondencia con lo anterior, abre todas las compuertas para los combustibles fósiles: petróleo, gas y carbón.
Fue Warren Buffet –hoy día el quinto hombre más rico del mundo– quien, hace algunos años, reconoció que el mundo vive una encarnizada “guerra de clases”. Solo que esa guerra había sido declarada por gente como él –los más ricos entre los ricos– en contra del resto. Pero, además, dijo Buffet, esa guerra estaba siendo ganada por ellos, por los superricos.
Esta bella-horrorosa-terrorífica ley trumpiana lo confirma.
– Economista jubilado