Claves para entender ese conflicto
Luis Paulino Vargas Solís
En muchos casos, pero no en todos, ese consenso se vio acompañado de un consenso paralelo, según el cual el objetivo prioritario que los bancos centrales debían observar era el control de la inflación.
¿Cómo se controlaría la inflación? Hubo un momento, como hacia finales del decenio de 1970 e inicios del siguiente decenio, en que se pensó que los bancos centrales debían controlar directamente el ritmo de crecimiento de la cantidad de dinero, de forma que este se ajustara al crecimiento de la producción en la economía, para, así, mantener la inflación bajo control. Luego debieron admitir que, en realidad, y contrario a lo que usualmente dicen los manuales de economía, los bancos centrales no pueden ejercer ese control sobre la cantidad de dinero en circulación, porque son los bancos comerciales los que, en su mayor parte, crean el dinero, cosa que hacen en el acto de conceder créditos.
(De donde resulta que –contrario a la idea popular, incluso entre economistas– los bancos no requieren de los depósitos de la gente para dar crédito, cuando los depósitos por lo general se crean a partir del crédito concedido. Pero de eso hablamos otro día).
En vista de que los bancos centrales no podían controlar la cantidad de dinero, se decidió que, para controlar la inflación, la tasa de interés debía ser el instrumento a utilizar. Y, entonces, se subiría la tasa cuando se percibiera que la inflación iba al alza y se bajaría cuando la inflación estuviese amansada.
Pero, en realidad, esto significaba que el empleo sería la variable de control: subir las tasas de interés, cuando la inflación tendía a subir, buscaba hacer que la economía se frenase y el desempleo aumentara, para, así, apaciguar la inflación. Esto lleva implícitos otros detalles técnicos interesantes, pero, por ahora, no los mencionaré.
Pues bien, la independencia de los bancos centrales implicaba que estos deberían poder manejar estas políticas para el control de la inflación, sin interferencia políticas de corto plazo, y, en particular, sin interferencias del gobierno de turno.
En Costa Rica, nuestro Banco Central es todo un templo de la ortodoxia más rancia: desde hace unos 30 años, la inflación ha sido lo único que le importa.
El banco central de Estados Unidos, la poderosísima Reserva Federal, tiene un mandato mixto: debe procurar equilibrar los objetivos de inflación con los del empleo. A veces prioriza el uno, otras veces el otro, dependiendo de la circunstancias específicas de la economía.
Pero, eso sí, la doctrina de la “independencia” ha gozado de gran arraigo en Estados Unidos. Los presidentes usualmente mantenían en su cargo al presidente de la Reserva Federal cuando concluía su período, al margen de que hubiese sido postulado por un presidente del otro partido. Y, por lo general, no se metían con las decisiones que se tomaban. A lo más, hubo presidentes que, con mucha contención y prudencia, expresaban públicamente, y como quien no quiere la cosa, algún malestar con alguna de tales decisiones.
Con Trump todo esto se ha ido al carajo. En 2018 se negó a renovar el nombramiento de Yanet Yellen, la única mujer que ha sido presidenta de la Reserva Federal y que había sido postulada por Obama.
Trump logró coloca en ese lugar a Jerome Powell, cuyo nombramiento fue revalidado por Biden en 2022.
Pero ahora Trump está en guerra contra Powell, pero, en general, contra la Reserva Federal. El dictador que lleva por dentro, lo empuja que querer ponerla bajo su mando directo. Similar a lo que hizo con la oficina que elabora las estadísticas de empleo o con los organismos científicos que tienen que ver con el clima, el medio ambiente o la salud.
Ha atacado directamente a Powell, pero, más recientemente, está intentando destituir a una de las “gobernadoras” de la Reserva Federal (una de las personas que forma parte del comité que toma las grandes decisiones en política monetaria). Si logra destituirla, habrá una mayoría de “gobernadores” designados por Trump en ese comité y Trump espera que, en tal caso, las decisiones que se tomen se ajusten a sus caprichos.
Y vean qué casualidad: esa gobernadora, además de mujer, es negra. O sea: Trump ni siquiera disimula su misoginia y su racismo.
Todo esto es bien paradójico.
Por un lado, es cierto que Trump es, con gran diferencia, el presidente estadounidense más proclive al favorecimiento de los muy ricos, el que más cercano a las grandes corporaciones se muestra. Pero, asimismo, es enemigo acérrimo de los más pobres y vulnerables.
Pero, también, es un presidente que está haciendo trizas muchos de los más “preciados” consensos neoliberales. El del libre comercio, por ejemplo. Y también hace trizas este consenso sobre la “independencia” de los bancos centrales.
Pero tengamos claro que sus motivaciones son las de un autócrata patológico e ignorante.
Tal vez sea el momento propicio para dar un debate importantísimo: porque siendo seguramente deseable que los bancos centrales sean técnicamente independientes de la politiquería cortoplacista, eso no debería significar que estén exentos de la rendición de cuentas.
En una democracia, ninguna entidad pública debe ser ajena a esa rendición de cuentas. Tampoco el Banco Central.