Luis Paulino Vargas Solís
Por primera vez leí “Cien años de soledad” –la prodigiosa obra maestra del Nobel colombiano Gabriel García Márquez– hace unos 35, quizá 40 años. Recién volví a leerla en estos días. Y esta segunda vez la impresión que me dejó fue completamente otra. Como para corroborar que eso de hacerse viejo, con las desventajas que inevitablemente tiene, asimismo conlleva notables ganancias. Es que, al fin y al cabo, hay aprendizajes que solo con el paso de los años, y viviendo la vida, se obtienen.Ya desde aquellos lejanos años universitarios, incluso desde mi época colegial, escuchaba la referencia a García Márquez como uno de los autores del movimiento llamado “realismo mágico”. Y, seguramente, algo hay de eso, en una novela en la que, con excepcional maestría, y a través de una caleidoscópica galería de personajes, lo real se entrecruza y entreteje con la magia, la fantasía y el milagro.
Y, sin embargo, esta vez he creído encontrar en Cien Años de Soledad, algo que no capté en la primera ocasión: es como al modo de una gran metáfora de la historia de Colombia y, todavía más, de la historia de muchos de nuestros pueblos latinoamericanos. Una historia en la que lo absurdo, lo improbable, y hasta lo imposible, se instalaron dentro, y se hicieron parte, de los hechos realmente vividos.
La forma como García Márquez maneja el idioma es simplemente fascinante, de una riqueza abrumadora. Con él, y creo que con Alejo Carpentier, el español se eleva a las cumbres más elevadas. Nunca nuestro idioma fue tan bello, tan pletórico de matices y modulaciones, de sugerencias y provocaciones, como cuando se leen las páginas que estos escritores nos legaron.
Lo que me hace pensar que hoy posiblemente vivimos tiempos de empequeñecimiento, de alguna manera alimentado por las tecnologías y las redes sociales. Tiende a cundir la pereza para leer, pero también la pereza para escribir. Ambas operaciones exigen un esfuerzo de abstracción que a menudo sucumbe ante la inmediatez epidérmica de la imagen efectista.
Quizá lo que mejor refleja ese empobrecimiento estético e intelectual, sea la figura del “influencer”, devenido personaje dominante de nuestro actual entorno cultural, en sí mismo signo de una época que pareciera inclinada hacia la trivialización y la frivolidad.
Al terminar esa gran novela de García Márquez, y a propósito de Carpentier, me quedó la espinita de que debo releer “La Consagración de la Primavera”, una de las grandes obras del segundo. Cuando la leí –creo que fue como a finales de los ochenta– quedé deslumbrado. Sospecho que una segunda lectura de seguro me permitiría adentrarme en meandros que en aquella ocasión me pasaron inadvertidos. Aunque, en realidad, comprendo que muchas otras grandes obras ameritan, a estas alturas de mi vida, una relectura: desde “Los Demonios” de Dostoievski o “La Guerra y la Paz” de Tolstoi, a “Los Miserables” de Víctor Hugo o “La Cartuja de Parma” de Stendhal y “Cumbres Borrascosas” de Emily Brontë o la “Jane Eyre” de su hermana Charlotte, “Rayuela” de Cortázar, “La Región Más Transparente” de Carlos Fuentes y “Pedro Páramo” de Rulfo. Y del mismo García Márquez ¿cómo no releer “El amor en los Tiempos del Cólera”?
Y, por favor, que sea en papel. Comprendo que para algunas personas el libro digital pueda representar una ventaja, o, quizá, una opción más atractiva. En mi caso, la presencia física del libro es indispensable, precisamente porque representa un placer único. Manipularlo, acariciarlo, rayarlo, incluso, a veces, arrugarlo. Apropiarse del libro, no solo su faceta intelectual, sino también en lo que tiene de corpóreo y sensual.
Y, desde luego, los libros de economía, desde los clásicos como “La Riqueza de las Naciones” de Smith, a los textos más recientes, algunos con pretensiones de erigirse en los clásicos del siglo XXI –por ejemplo, las obras de Piketty– otros con una orientación más divulgativa. Es un universo que tiene sus particularidades y matices, sus propias exigencias, que uno, que pretende tomarse la economía en serio, necesariamente debe complementar con los artículos científicos, lo cual obliga a adentrarse en ese territorio, que tratándose de los libros prefiero eludir, un mundo a la vez más árido e inhóspito: el del texto digitalizado. Pero eso mejor lo dejo para otra ocasión.
Termino este pequeño escrito –reconozco que de tintes nostálgicos– con una admonición afectuosa, una especie de respetuoso intento de evangelización: por favor, no dejemos de leer, no dejemos de concedernos el privilegio de un rato de silencio y concentración frente a un buen libro.
– Economista, investigador independiente jubilado.