Enrique Gomáriz Moraga
Estoy convencido de que el conflicto de Ucrania tiene un antes y un después de la agresión militar a Ucrania por parte de la Rusia de Putin. A partir de la luctuosa madrugada del 24 de febrero, se ha abierto una nueva etapa del conflicto, donde su naturaleza cambia, al cobrar más peso el factor militar, por voluntad de quien es el responsable de haberlo hecho, Vladimir Putin. Esa acción es rotundamente condenable y rompe con los principios básicos del derecho internacional.Pero esa condena sin paliativos puede hacerse desde distintas perspectivas. Puede considerarse como la trasgresión de la línea roja fundamental de la seguridad compartida (Olof Palme), o puede hacerse desde la perspectiva del atlantismo renovado, que considera necesaria la estrategia de disuasión militar para contener la amenaza del imperio ruso.
Captar mejor la naturaleza de esa condena, se facilita examinando los antecedentes del conflicto (que han conducido a esta agresión condenable). Un buen punto de partida consiste en revisar la “Carta de Paris para una nueva Europa”, aprobada por la Conferencia de Seguridad y Cooperación en Europa (CSCE) en la capital francesa en noviembre de 1990, justo cuando se derrumbaba la Unión Soviética y el Muro de Berlín, cuyo optimismo general es indudable desde su inicio:
“Nosotros, los Jefes de Estado o de Gobierno de los Estados participantes en la Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa, nos hemos reunido en París en un momento de profundos cambios y de históricas esperanzas. La era de la confrontación y de la división de Europa ha terminado. Declaramos que de ahora en adelante nuestras relaciones se basarán en el respeto y la cooperación”.
Y más adelante, la Carta se ratifica:
“Europa está liberándose de la herencia del pasado. El nuestro es un tiempo para colmar las esperanzas e ilusiones que nuestros pueblos han abrigado durante decenios: un resuelto compromiso con la democracia basada en los derechos humanos y las libertades fundamentales; prosperidad mediante la libertad económica y la justicia social; e igual seguridad para todos nuestros países”.
El texto de la Carta muestra el abandono de la doctrina de la disuasión y acoge sin dudas la doctrina de la seguridad compartida:
“Finalizada la división de Europa, nos esforzaremos por conferir una nueva calidad a nuestras relaciones de seguridad respetando plenamente la libertad de cada uno de elegir en esta materia. La seguridad es indivisible y la seguridad de cada Estado participante está inseparablemente vinculada a la de todos los demás. Por consiguiente, nos comprometemos a cooperar en el fortalecimiento de la confianza y la seguridad entre nosotros y a fomentar el control de las armas y el desarme”.
Cabe, por tanto, a la vista de la guerra en Ucrania treinta años después, la pregunta fundamental: ¿en qué se equivocó la constructiva Carta de París?
El primer error constatable refiere a la rotunda certeza con la que los signatarios consideraban que el clima de distensión y cooperación existente en ese momento podría mantenerse a futuro sin mayor esfuerzo en materia de paz y seguridad en el viejo continente.
Para comprender de donde han surgido las disfunciones en esta materia durante las pasadas tres décadas, se hace necesario examinar el comportamiento de los principales actores implicados: de un lado, el bloque formado por la Unión Europea y la OTAN y del otro lado, la naciente Federación Rusa, surgida después de la desaparición de la URSS.
En cuanto a esta última, existe coincidencia acerca de que el regreso a la política confrontativa guarda relación con el relativo fracaso de su transición hacia una economía saneada y una democracia política efectiva. La recepción del aparato productivo estatal tuvo lugar por parte de un conjunto de personas con poder, que se convirtieron rápidamente en una cohorte de oligarcas corruptos. En relación con ello, se evidenciaron pronto las enormes dificultades para levantar un edificio institucional de conformidad con su Constitución democrática de 1993. Esa es la Rusia que Boris Yeltsin entrega a Vladimir Putin cuando dimite sorpresivamente al llegar al año 2000.
El nuevo mandatario debe enfrentar la guerra en Chechenia, al tiempo que el saneamiento del sistema económico, reduciendo la corrupción rampante y aprovechando los crecientes precios del petróleo. Putin enfrenta exitosamente esos retos y obtiene así el apoyo mayoritario de la población rusa. Pero progresivamente lo hace atacando directamente a la oposición y la disidencia. Se produce así el ascenso de rasgos autocráticos, al tiempo que se conecta cada vez más con la percepción de que el bloque militar contrario, la OTAN, se amplía notablemente hacia sus fronteras. Las crisis de Georgia y Ucrania, entre el 2008 y 2014, muestran la relación tóxica entre tendencias autocráticas y políticas de seguridad en el Kremlin basadas en la disuasión militar. Todo ello ganando Putin las elecciones con el apoyo de cerca de los dos tercios del electorado, en medio de acusaciones de fraude. En suma, la ruptura del espíritu de la Carta de Paris se fraguaba del lado de Rusia.
Del lado del bloque occidental, las previsiones de la Carta de Paris también han enfrentado sensibles desviaciones de lo previsto. Algunos historiadores ponen el acento en el hecho de que se produjo un desequilibrio notable: como consecuencia del espíritu de Paris, se disuelve el bloque oriental del Pacto de Varsovia, pero no así el occidental que mantiene la OTAN. Ello fue motivo de reflexión con ocasión de la reunificación de Alemania. La superación de las reticencias rusas fue producto de un pacto de caballeros entre el presidente George H. W. Bush y Mijaíl Gorbachov acerca de la congelación del bloque occidental. En palabras del líder ruso: «No sólo para la Unión Soviética, sino también para otros países europeos, es importante tener garantías de que, si los Estados Unidos mantienen su presencia en Alemania dentro del marco de la OTAN, ni una pulgada de la actual jurisdicción militar de la OTAN se extenderá en dirección al Este».
Quizás un error inicial de la Carta de París haya sido no incorporar en su texto el mandato explícito de detener la dinámica de bloques, tanto mediante su disolución (pacto de Varsovia), como de su congelamiento (OTAN). Porque lo que sucedió después con la Alianza Atlántica fue un proceso un tanto esquizofrénico. Por un lado, el hecho de que desapareciera el enemigo sistémico (la URSS) le condujo al mantenimiento en el tiempo de una interrogante sobre cuál era el sentido de su existencia. Pero del otro, se produjo una dinámica orgánica de crecimiento que le llevó a traicionar rotundamente la promesa hecha a Moscú: desde 1991 han ingresado a la Alianza, Albania, Bulgaria, Croacia, Eslovaquia, Eslovenia, Estonia, Letonia, Lituania, Rumania, Montenegro y en el 2020 Macedonia del Norte. Todo ello con el agravante de que varios de esos países son fronterizos con Rusia, como es el caso de los países bálticos.
Pero el error fundamental de la Carta de París ha consistido en dejar caer la relevancia de la Conferencia de Seguridad y Cooperación en Europa (hoy OSCE) de la que surgió la propia Carta. Ello guarda relación con la disminución de una perspectiva propia de paz y seguridad por parte de la Unión Europea. Algo que se ha ido agravando conforme escalaba la confrontación hegemónica respecto de Ucrania desde 2014. También por la presunción de que los tiempos de la guerra fría habían pasado para siempre, lo cierto es que la UE, lejos de construir una política propia de paz y seguridad, se ha ido recostando en la permanencia de la OTAN. Y así se llega a la reciente reunión de la OSCE en Múnich, a la que no acudió Moscú, donde se manifiesta claramente una asunción de los postulados renovados de la Alianza Atlántica. Se producía de este modo la ruptura con el espíritu de la Cata de parís del lado occidental.
Ahora bien, ¿Cuál es la diferencia entre una política de seguridad propiamente europea y la que representa la OTAN? La respuesta refiere a la perspectiva más compleja de la UE en términos de seguridad. Esa política debe conjugar elementos diversos: promover a) una capacidad autónoma diplomática y militar de la UE (proposición francesa), b) con el mantenimiento de una alianza con los Estados Unidos, como respaldo estratégico y c) el desarrollo de una política de relaciones económicas y políticas con el gran país europeo que también es Rusia. En el caso de la OTAN la política es más simple: mantenerse como elemento disuasivo en la competencia interhegemónica.
Esta notable diferencia conduce a una cuestión central para la seguridad europea: simplemente no es posible pensar en una seguridad estable de la UE sin incorporar la relación con Rusia. Ya se sabe a dónde conduce el quiebre de esa relación, pero es completamente necesario darse cuenta de que la superación de esa perspectiva confrontativa exige incorporar a Rusia en la ecuación de la seguridad europea. Podría afirmarse que eso ya está contemplado en la OSCE, lo cual es cierto, pero entonces sería necesario estudiar una reconfiguración de ese organismo, o bien el establecimiento de uno nuevo. Pero no se puede imaginar un sistema de seguridad europea sin integrar a Rusia. Desde luego, como se incluía en la Carta de Paris, eso debería incorporar compromisos verificables en materia de derechos humanos y procedimientos democráticos. Pero la necesidad de incluir de Rusia en la ecuación es algo sabido desde el siglo XIX, aunque parece que alguna gente prefiere la confrontación hegemónica (algo fácil de entender en el caso de los fabricantes de armas) que el establecimiento de un sistema de seguridad europea que inapelablemente debe incluir a Rusia. Esa es la verdadera alternativa a la guerra en el mediano plazo.