La función política de la jurisprudencia y la libertad individual

Enrique Castillo

Enrique Castillo

Etimológicamente, la política es lo relativo a la organización y al manejo de la polis, la ciudad estado griego. Hoy, el concepto es el mismo, aunque referido al Estado Moderno y al ejercicio de su fuerza coactiva.

En este sentido, la jurisprudencia – la decantación de normas al filo de los fallos judiciales – es también intrínsecamente política porque la ejerce uno de los Poderes del Estado y su ejercicio es aplicación o uso de potestades estatales. Por eso, nuestra Constitución Política dice, en el artículo 9: El Gobierno de la República es popular, representativo, alternativo y responsable. Lo ejercen tres poderes distintos e independientes entre sí: Legislativo, Ejecutivo y Judicial (la negrita no es del original).

Esta fórmula constitucional significa, en cuanto al Poder Judicial, que no es supraestatal y que le corresponde compartir con la Asamblea Legislativa y el Ejecutivo, dentro del ámbito de sus funciones, el Gobierno del Estado. Dicho de otro modo, la función primaria del Poder Judicial es la de ejercer, en la parcela de su competencia, el poder de la colectividad organizada bajo la forma del Estado, es decir, gobernar, función esencialmente política, en el más alto sentido de ese término, según se expresa en la Constitución Política. Por consiguiente, los tribunales no pueden ir contra dicha organización porque son parte de ella y están a su servicio. Esa fue la voluntad soberana de la Asamblea Constituyente.

Límites del poder. Sin embargo, el juego de pesos y contrapesos entre los poderes – también establecido constitucionalmente – es igualmente esencial para la supervivencia del país y, en ese contexto, a los tribunales les suele corresponder poner límites a la intervención de los otros Poderes cuando abusan de sus atribuciones frente al ciudadano. Eso tiene que hacerlo con mucha frecuencia la Sala Constitucional, principalmente por medio de la resolución de recursos de amparo y de hábeas corpus, incluso contra otros órganos del mismo Poder Judicial. Aunque en esos casos pareciera que la Sala actúa contra los intereses del Estado, en realidad los protege porque la lesión arbitraria a los derechos de los individuos socava, en un régimen democrático y de Derecho, la estabilidad, la legitimidad y la integración del Estado, que debe estar al servicio de la población. Así, bien es cierto que la Sala IV debe funcionar como una palanca que equilibre la balanza de la relación de fuerzas ente el Estado y el individuo y sin la cual este sería aplastado por aquel, como ocurre en los regímenes despóticos. Pero la anarquía es tan nociva como el despotismo.

Mantener el equilibrio. La prensa ha citado en el pasado, en diferentes ocasiones, a prominentes miembros de la Sala Constitucional – probablemente de manera incompleta o fuera de contexto – diciendo que la defensa de los derechos individuales, principalmente la libertad, prevalece sobre la defensa de la colectividad. De ser correctas las citas, habría que decir que esa inclinación jurisprudencial, al menos en lo que se refiere a la libertad individual, es una opción ideológica no autorizada por la letra ni por el espíritu de la Ley Fundamental o de los tratados internacionales, salvo que se le agreguen estas precisiones: la libertad del individuo ha de prevalecer sobre la colectividad cuando deba hacerlo según la Constitución, los tratados y las leyes, cuando su invocación sea legítima, porque no siempre lo es.

Los límites de la libertad. Según un aforismo bien conocido, atribuido a Benito Juárez, el límite del derecho propio es el derecho ajeno. La libertad de un individuo es irrestricta mientras no lesione los derechos de los otros. Mientras sea así, proteger la libertad individual es proteger a la propia comunidad. Las dificultades surgen cuando la conducta de un individuo impide indebidamente a los demás ejercer sus derechos, los lesiona o los pone en peligro, individual o colectivamente. Allí, la protección jurisdiccional no puede favorecerlo en detrimento de la mayoría. Si ese límite es rebasado, el campo queda abierto a la anarquía, al caos social. Lo correcto es un justo medio, un punto de equilibrio, entre la libertad individual y el bienestar de la comunidad. La convivencia tiene ese precio: en el seno de la organización social, la libertad absoluta no es posible ni legítima. Solo puede ser totalmente libre el ermitaño, alejado de todo contacto con sus congéneres. Más allá de lo legítimo no es libertad individual lo que se ejerce, sino atropello de los derechos ajenos. La jurisprudencia no ejercería sanamente su función política si protegiera esos excesos.

Abogado y sociólogo, exministro de justicia, diplomático y excanciller de la República.

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