Enrique Gomáriz Moraga
Hay un factor principal que distingue a un estadista de un gobernante común. Y ese es que el primero gobierna ampliando el consenso que genera su acción, no sólo entre la ciudadanía, sino respecto de las fuerzas políticas que constituyen la oposición, con las que consigue progresivos acuerdos de Estado, alejando así el peligro de la polarización de las divergencias políticas y culturales.Hace tiempo que España necesita un estadista. El sentido de Estado no ha caracterizado a los gobernantes que siguieron a Felipe González.
Algunos observadores subrayan que el problema reside en la baja calidad de la clase política. Creo que esa es una explicación cierta pero no suficiente. La causa más profunda refiere a la cultura política tradicional de la población española. El cuadro de Goya de los dos españoles golpeándose a garrotazos no alude a las élites sino al pueblo llano. La cultura política de banderías sigue acendrada en las entrañas de la sociedad española. El sondeo reciente realizado por el diario El País lo demuestra: hay más gente partidaria del bibloquismo que de pactos de Estado entre gobierno y oposición. A algo más de la mitad de la población le va la marcha de la confrontación entre los dos bloques formados, de un lado, por la derecha y la extrema derecha y por el otro, por la izquierda y la extrema izquierda. Y esa cultura del encastillamiento y el desconocimiento del otro se refleja bien en la respuesta positiva de las bases del PSOE a la pregunta de Sánchez sobre la continuación del gobierno en alianza con Sumar y los independentistas (aunque no los mencione por su nombre, todo el mundo sabe a qué atenerse). Destaca el hecho de que ese 87% a favor dentro del PSOE (aunque ha votado solo la mitad del censo partidario) contrasta con la división, casi al 50%, que tiene lugar entre su electorado.
Por eso resulta tan necesario que se genere una corriente contraria que frene cuanto antes la confrontación polarizada que vivimos. En eso consiste la gran responsabilidad de los candidatos actuales: pueden frenar la dinámica de la confrontación polarizada o, por el contrario, alimentarla y reproducirla a mayor escala. Algo que parece dispuesto a impulsar el PSOE de Sánchez sin mucho detenimiento, con tal de seguir en el gobierno. No parece percibir una obviedad: que el fortalecimiento de parte aumenta la división del conjunto.
Resulta una evidencia que la opinión pública no asocia la imagen de Pedro Sánchez a la de un estadista. Sánchez es más bien percibido como un púgil político, con una capacidad demostrada para resistir a los golpes (siguiendo su propio manual), dispuesto a realizar las fintas más heterodoxas si la situación lo requiere. El problema es que su forma de hacer política contribuye poderosamente a que la situación lo exija cada vez más. En realidad, las actuaciones que impulsa para conseguir la investidura le han encerrado en un círculo vicioso. Necesita impulsarlas para conseguir ese propósito, aunque ello incremente poderosamente el rechazo de más de la mitad del país. Las encuestas muestran que en torno a los dos tercios de la población española es contraria a la amnistía y esa proporción aumenta respecto de las prebendas que están consiguiendo los secesionistas catalanes para darle los votos que le permitirían formar gobierno. Pero en el interior del PSOE, al calor de la mayoría de parte, las opiniones mayoritarias en el resto del país importan poco.
Puede que Sánchez consiga esos votos imprescindibles (tanto de ERC como de Junts), pero enfrenta un doble problema en términos de comunicación estratégica. Desde el plano sustantivo, resulta difícil aceptar que una ley de amnistía no lesione el marco constitucional, como sostiene la mayoría de la judicatura, y tampoco que las concesiones a los independentistas no representen un grueso agravio comparativo para el resto de las comunidades autónomas. Pero, además, todo el argumentario de Sánchez está lastrado por un grave conflicto de intereses. Incluso si imaginamos que la amnistía pudiera tener una función relativamente sanadora, el hecho de que sea una condición exigida para que pueda formar gobierno, conduce a sospechar que el principal interés en su establecimiento reside en un provecho propio, político y personal.
En estas condiciones, Pedro Sánchez parece desprenderse de cualquier duda acerca de su camino a seguir. Afirmado en los suyos, se muestra convencido de que hay que pagar el precio del rechazo, el resentimiento e incluso el odio que puedan desencadenar las concesiones enormes que le pidan sus socios, para alcanzar el objetivo de permanecer en la Moncloa. Pareciera que tiene la esperanza de que, una vez conseguido su meta, la actuación decidida del gobierno progresista subsanará todas las heridas abiertas en el camino.
Este cálculo es propio de un personaje que sigue entendiendo la política como una cancha de confrontación. El púgil Sánchez está convencido de que la pelea con la oposición le entrega más réditos al final del día que la perspectiva del sentido de Estado. Y no le preocupa demasiado si de esta forma ahonda la división política del país. Siempre quedará la posibilidad de usar el espantajo de la extrema derecha para justificar cualquier actuación. Una cosa parece indudable: esa no es la lógica de un estadista.