Camino al cafetal

Gustavo Elizondo Fallas

Gustavo Elizondo

Cuando los primeros vientos alisios rompían por las laderas de mi querido Santa María de Dota, cuando se empezaban a sentir los primeros signos de la Navidad y salíamos a vacaciones escolares, que iniciaban en la primera semana de diciembre (todavía no se habían inventado las huelgas), llegaba al pueblo una familiar tan lejana, que nunca pudimos encontrar el eslabón perdido en el árbol genealógico, pero era Ureña y de Desamparados, por lo tanto, tenía que ser familia. La recordada señora acudía cada verano a colaborar con la recolección de café, pero llegaba con el tiempo suficiente para preparar los haberes necesarios para desarrollar su tarea de cogedora en los cafetales de mi querido padrino Víctor Ureña. Cuando describa este inventario, posiblemente la gran mayoría desconozca los términos, pero vamos a aprovechar a la prima lejana, para recordar a algunos e instruir a otros, sobre esa linda actividad de la recolección del café que tan buenos recuerdos nos depara.

La desamparadeña conocida como Lía, preparaba la cincha para sostener el canasto, que se elaboraba con mecate y sacos de yute o cabuya, a la que debía agregarse el torcedor, un palito de madera de no más de una cuarta, que servía para el ajuste de la cincha al tamaño de la cintura, además que permitía socarla conforme el canasto se llenaba y el peso era mayor; por cierto, eran canastos de bejuco, nada que ver con las canastas plásticas de ahora, habían en el pueblo habilidosos canasteros que pasaban durante el año preparando este instrumento tan necesario, eran canastos con capacidad para tres cuartillos, cajuela, cajuela y un cuartillo, hasta enormes canastas de cajuela y media, solo usados por cogedores de la élite, aquellos que superaban las 20 cajuelas por día. Pero también había que alistar el garabato, una varilla casi siempre obtenida del mismo café, con una “v” invertida al final; la función de este instrumento era poder bajar las matas altas conocidas como “ranchos”, propios de una poda incorrecta de la variedad arábiga de porte alto y que prácticamente desapareció con la llegada de plantas de porte bajo como caturra y catuaí; me tocó conocer garabatos más sofisticados con mecanismos como mecates y ganchos que permitían fijar la rama una vez halada, lo que permitía coger a dos manos, un truco excelente para ajustar más cajuelas al día.

Lía alistaba además algunos accesorios personales, por ejemplo, la camisa de manga larga que normalmente requería de unas tiritas de trapo para amarrar el puño, el pañuelo que se amarraba en la cabeza y el sombrero que lo copaba, el pantalón que se ponía debajo de las naguas, además revisar el portaviandas, conseguir botella para el fresco y para el café, sin olvidar los tapones de olote que debían ajustarse perfectamente al pico de la botella; también era necesaria la alforja porque allí se tenían que acomodar las pesadas botellas. Cuando ya diciembre llegaba a la mitad, Lía estaba más que lista y todas las mañanas emprendía su camino al cafetal, para ajustar unos reales que le sirvieran para sus gastos básicos y poder pasar el resto del año en su covacha de Desamparados.

Pero como Lía, muchos más nos incorporábamos a esta bonita actividad, desde muy temprano llegábamos al cafetal, a seguir en la hilera que llevábamos el día anterior o pedir _¡calle!_ al mandador de la finca; durante la jornada eran comunes las conversaciones sobre los acontecimientos del pueblo, sí, esos que llaman chismes, que mengana anda con mengano, que fulanito dejó a fulanita, hasta el espacio para la cantata, desde lo profundo del cafetal se escuchaban los cogedores y cogedoras desgalilladas interpretando los temas de moda, hasta un espacio había para la conquista, lo que al atrevido le salía muy caro, primero porque no se concentraba en la recolecta por tratar de encantar a su dama, aparte que para congraciarse le “echaba puñitos de café” y tenía que estar dispuesto a ir a buscar naranjas o ayudarle en alguna mata entreverada _¡qué mal negocio era buscar novia en el cafetal!_

La parte alimenticia tenía un rol muy definido, en algunos casos, como donde mi abuela paterna, los carajillos estábamos encargados de llevar el almuerzo, con el gran esfuerzo que significaba tomar una larga cuesta, con bultos de botellas y tazas, con el sol intenso sobre nuestras cabezas y que tras de todos, los tíos nos regañaran porque nos habíamos retrasado. Pero la mayoría de veces, el almuerzo y el café se llevaba desde temprano, a las 9 de la mañana era la primer parada, se tomaba café con algún pan y si el almuerzo ya estaba por ahí, se le robaban unas cucharadas, lo que en nuestro argot llamábamos “sacarle un vale al almuerzo”, sucedía algunas veces que el vale era fuerte y cuando llegaba la hora del almuerzo, la taza resguardaba solo un poquito de comida, ¡qué triste era!

El almuerzo se degustaba en el sitio donde se resguardaban los sacos con el café recogido, era un momento supremo, el más esperado de la jornada, sin tratarse de platos sofisticados, el almuerzo nos sabía a gloria: arroz, frijoles arreglados, torta de huevo y mortadela freída; ni en los mejores lugares he podido saborear un almuerzo donde sienta la satisfacción de entonces. Por supuesto que había que hacer la siesta, debajo de alguna mata o árbol de sombra, con el sonido de las chicharras de fondo.

A partir de ahí, empezaba la jornada más dura y menos rendidora, eso que ahora llaman marea alcalina pero que nosotros llamábamos “tigra”, desconozco el origen del término, con el estómago lleno, aun somnolientos de la siesta y tras de eso, con el sol pegando fuerte, costaba mantenerse en pie; nos volvía la energía cuando se husmeaba la cercanía de esas palabras mágicas del mandador _¡a medir!_

Con este proceso terminaba el día, con la puja con el medidor _que no me mida copetón_ a lo que replicaba _es que el café viene muy pintón, con mucha hoja y hay que castigarlo_. De regreso a la casa, luego de la jornada, el Gran Hacedor nos pintaba unos bellos celajes al oeste, mientras las garzas que habían subido por el Parrita arriba en la mañana, regresaban a su hogar en la lejana costa.

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