El futuro de la seguridad europea

Enrique Gomáriz Moraga

Enrique Gomariz

Entre las interrogantes acerca de las consecuencias que va a tener la guerra de Ucrania, hay dos que me parecen particularmente importantes: de un lado, saber si la invasión lanzada por Putin tendrá algún efecto sobre el sistema político ruso y, en concreto, sobre la suerte del propio putinismo y, de otro lado, como quedará configurado el cuadro de la seguridad europea como corolario del conflicto. En esta oportunidad, voy a detenerme en este segundo asunto. No sin dejar claro desde el principio que la responsabilidad de cruzar la línea roja de usar la fuerza para invadir un país es enteramente del gobierno de Putin y debe condenarse sin paliativos.

En términos sencillos, hay dos escenarios que se abren sobre el futuro de la seguridad europea, al menos durante este siglo. El primero, que se establezca un mundo marcado por la confrontación hegemónica, la desconfianza entre el este y el oeste, la preminencia de la disuasión militar, con la consiguiente carrera de armamentos y gasto militar. El segundo, que, tras un periodo de saneamiento de las heridas, se regrese a una dinámica como la que se desarrolló a partir del Acta de Helsinki, que duro caso treinta años, de esfuerzo por avanzar en la perspectiva de la seguridad colectiva, la distensión y el control de armas. Se supone que cualquier persona sensata apostaría por el segundo escenario, pero a la vista está que no estamos atravesando una coyuntura histórica marcada precisamente por la sensatez.

Pero precisamente porque la escalada de tensiones ha concluido en una guerra abierta, se hace necesario reconocer con alguna precisión como ha sido posible que el cuadro de paz y seguridad iniciado en Helsinki y continuado en la Carta de París, se haya desbaratado a tal extremo.

Puede afirmarse que el desajuste del sistema europeo comenzó a manifestarse más claramente a mediados de la primera década de este siglo. El aparecimiento de un nuevo enemigo sistémico, el terrorismo yihadista, que venía a sustituir en la comunidad geopolítica occidental la amenaza de la URSS, provocó una revisión de los parámetros de seguridad, principalmente en el país más directamente afectado, Estados Unidos. Sin embargo, la forma en que Washington respondió a esta nueva amenaza, mediante la invasión de Irak, buscando arrastrar a sus socios europeos, provocó un apreciable malestar en varios países europeos y especialmente en los países emergentes, como China, India y la Federación Rusa, que además percibieron como la OTAN comenzaba a operar en conflictos fuera de su tradicional área de influencia.

Todo ello condujo a una sensación creciente de que había que revisar el esquema de seguridad occidental, que en Europa debía partir de la reevaluación de la Organización de Seguridad y Cooperación en Europa (OSCE), heredera de la Conferencia del mismo nombre, nacida del Acta de Helsinki. El hecho de que la propuesta más robusta al respecto surgiera de la Federación Rusa no extrañará a ningún historiador y refleja fielmente la nueva posición del país euroasiático en el escenario global. Cuando el presidente Dmitri Medvedev pronuncia en el 2008 su famoso discurso en Berlín, donde plantea la necesidad de un nuevo Tratado de Seguridad de la Gran Europa, que va desde el Atlántico hasta los Urales, y que permita una seguridad estable “de Vancouver a Vladivostok”, está respondiendo al mismo tiempo a la revisión del marco de la seguridad europea y a la exigencia de que concluya el mundo unipolar, surgido después del hundimiento de la URSS, aceptando a Rusia como uno de los polos del nuevo mundo.

Vista retrospectivamente, la propuesta del joven presidente Medvedev, que luego formalizó en un borrador de Tratado en 2009, constituyó un aldabonazo respecto de la urgencia de encarar seriamente la revisión de la seguridad europea, que, desafortunadamente, encontró demasiadas reticencias. Algo que, a su vez, provocó la tradicional tentación rusa de buscar su rol global en una relación directa con Washington. Había llegado a la Casa Blanca un presidente prometedor, como era Barack Obama, con el cual Medvedev inició una interlocución productiva, que incluyó viajes político-culturales de Obama a Moscú y la firma de la prórroga del acuerdo sobre reducción de armas nucleares (START II).

Por su parte, la OSCE hizo suya la preocupación de Medvedev, pero, como reflejo de sus deficiencias, no la desarrolló. En la cumbre de Astana (2010) los mandatarios se limitaron a señalar de nuevo las debilidades de la organización, que no lograba avanzar hacia un Plan de Acción, para llevar a efecto los acuerdos sobre medidas de confianza y desarme previstos en las declaraciones generales. La actuación de la OSCE en los años siguientes profundizó esas debilidades, también financieras. Al parecer, la Unión Europea optó, casi por inercia, recostarse en la OTAN, progresivamente ampliada y sustentada principalmente por Estados Unidos.

En este contexto, la relación de la UE con Rusia agravó su proverbial cojera. Sobre todo la canciller alemana, Angela Merkel, profundizó las relaciones comerciales, tan provechosas para ambas partes, pero no fortaleció la otra extremidad indispensable: el desarrollo de la seguridad compartida con Rusia.

Creo que hay dos lecciones aprendidas que deben valorarse de esta experiencia pasada. La primera, que la UE debe preocuparse directamente de su sistema de paz y seguridad, entre otras razones porque no es un esquema simple. Como se ha dicho, la UE necesita articular varios elementos: a) el fortalecimiento de su autonomía diplomática y de defensa; b) el mantenimiento de la alianza con Estados Unidos, como respaldo estratégico; c) el estrechamiento de relaciones de cooperación política, económica y de seguridad con la Federación Rusa. Sobre todo de cara al futuro, es necesario insistir en que la seguridad europea no es posible sin integrar a Rusia.

La otra lección aprendida refiere a una de las razones por las que la propuesta de Medvedev levantó suspicacias: la revisión del sistema de seguridad europea debe hacerse con todos los países implicados y todas la organizaciones e instrumentos que operen sobre seguridad en el continente: la OSCE, la OTAN, los tratados existentes de control y no proliferación de armas. No tiene sentido dejar por fuera instrumentos poderosos de seguridad, si se busca una revisión general del sistema. Medvedev tenía razón al respecto. Aunque los halcones en occidente le acusaran de querer cautelar el desempeño de la OTAN con su propuesta. Y tenían razón. Pero esa es precisamente la lección que Europa debería aprender: la seguridad europea debe cautelar todas las organizaciones de seguridad que operan en su territorio, incluyendo la OTAN y las referidas a la Federación Rusa. Ese es el futuro inevitable de la seguridad europea, si es que de verdad la UE quiere contribuir a ese mundo sensato no confrontativo, basado en la confianza mutua y el control de armamentos, acorde con la Carta de Naciones Unidas. Pero, quien sabe, ya dice el proverbio que la especie humana es el único animal dispuesto a tropezar varias veces con la misma piedra.

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