Enrique Gomáriz Moraga
“Estoy muy en contra de todos los movimientos de rusofobia que está habiendo a raíz de este conflicto, porque no creo que la ciudadanía rusa sea la culpable de esta guerra”. La afirmación es de Margaryta Yacovenko, una periodista ucrania, residente en Madrid, con familia en Zaporiyia y Mariupol, que sufre en su ánimo la agresión del ejército de Putin, al que odia sin paliativos.Yacovenko se refiere a ese clima de marcada rusofobia que regresa a muchos países occidentales y en especial a Estados Unidos, donde parecen revivirse los momentos más rancios del ambiente de guerra fría. El embargo de los productos rusos establecido por Biden (vodka, cereales, caviar) puede que afecte en alguna medida la economía rusa, pero también va a contribuir a la rusofobia que emerge en ese país. Los restaurantes rusos están cerrando sus puertas tanto por ausencia de clientes como por recorte de insumos. Una dueña de un samovar en New York, se quejaba amargamente a una conocida cadena de televisión: “nos llaman nazis y tenemos miedo a que nos asalten”. Afortunadamente, ese prejuicio antirruso es bastante menor en América Latina.
Creo que la cuestión central consiste en identificar claramente el efecto que tiene la rusofobia sobre el gobierno de Putin y sobre la población rusa, así como reconocer sus principales manifestaciones.
Los estudiosos de la realidad rusa no tienen dudas: la rusofobia externa fortalece el discurso de Putin basado en la defensa de la Madre Rusia frente a los ataques que llegan desde el Oeste. Algo muy enraizado en la historia moderna del país, desde Napoleón a Hitler. Los medios de comunicación controlados por el gobierno de Putin no tienen que hacer mucho esfuerzo para captar ejemplos en palabras e imágenes que muestren a la ciudadanía rusa la agresividad occidental contra Rusia.
Ya se sabe que la primera víctima de las guerras es la verdad. Y la mayoría de los medios de comunicación en Europa y Estados Unidos, parecen más interesados en responder la desinformación que tiene lugar en la Rusia actual, que en cuidar el derecho a la información veraz del público. Las informaciones sobre el conflicto en Ucrania yo no se distinguen mucho de las notas de opinión. El esfuerzo por buscar fuentes neutrales y creíbles pareciera ya innecesario. Por ejemplo, al comienzo de los enfrentamientos en el Donbás, cuando ambas partes se acusaban de iniciar los bombardeos, una mirada a los registros del sistema de verificación de la OSCE mostraba que los impactos de proyectiles tenían lugar en ambos lados. O, de igual forma, las informaciones sobre el ataque a la central nuclear de Zaporiyia no fueron precisamente imparciales, cuando era perfectamente posible buscar en la OIEA (Organismo Internacional de Energía Atómica) la información sobre el verdadero nivel de riesgo del ataque. Un funcionario de la OIEA relativizó fuertemente las informaciones alarmistas emitidas por Estados Unidos. Copiar al dictado los partes de guerra del comando militar ucraniano no siempre otorga buenos resultados, sobre todo en Rusia.
Algo semejante ocurre en algunos medios académicos, cuando, tratando de mostrar su erudición, describen el karma de una Rusia condenada a constituir un imperio agresivo por los siglos de los siglos. Según ese relato, Rusia nunca dejaría de ser una dictadura postzarista. Algo así como decir que el pasado segregacionista de Sudáfrica condenara a esa nación a serlo para siempre, como si la victoria de Nelson Mandela no hubiera sucedido, estableciendo claramente un antes y un después. Con la Federación Rusa sucede lo mismo. Cuesta trabajo encontrar en las informaciones sobre Rusia algo que refiera al hecho de que, lejos de haber mantenido el sistema político dictatorial de la Unión Soviética, tuvo lugar el corte histórico que significó la Constitución democrática de 1993, aprobada en referéndum por una amplia mayoría de su población.
Parece que es más sencillo hablar de dictadura en la Rusia actual, que detenerse a pensar cual ha sido el camino por el que una carta fundamental estrictamente democrática no consiguió levantar una institucionalidad acorde con sus principios. Desde luego, es un proceso complejo el que ha conducido hacia una “democracia soberana” como la actual. Pero es imprescindible reconocerlo si se quiere distinguir los intereses de la democracia política en Rusia de los que persigue el autócrata Putin. Rusia no está condenada a ser una democracia fallida por el resto de este siglo. Pero acabará siéndolo si la narrativa sobre Rusia la redactan los halcones en Estados Unidos y Europa (y no digamos el complejo industrial-militar, directamente interesado en esa Rusia autoritaria). En este contexto, hay que utilizar cualquier acontecimiento para separar a Putin del sistema político ruso. Y podría ser que la condenable invasión de Ucrania pudiera traducirse en el principio de su final político. Si es que, entre otras cosas, fuéramos capaces en occidente de abandonar esa grosera rusofobia que nos envuelve.